Un regalo inesperado
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
El viejo Santiago miró a su alrededor: “¿Cómo llegué a esta plaza?”
Quietud, silencio, un hornero trabaja en su nido, alguien viene caminando.
Piensa en Dalma, buena estilista, tuvo una peluquería en Flores con varios empleados. Él fue gerente senior de una firma exportadora de cereales.
Empezaron de abajo, trabajaron mucho y progresaron, compraron una casa grande en Palermo, accedieron a la clase media alta porteña y educaron a sus dos hijos en los mejores colegios privados.
Cuando se jubilaron dijeron: ahora, a vivir.
Eran tiempos resbaladizos. Muchos amigos previsores guardaban su dinero en el Uruguay, pero ellos no recelaban: tenían la mitad de sus ahorros en fondos de inversión con títulos públicos y la otra mitad en plazos fijos en dólares. Con la crisis de 2001 lo perdieron todo. A las cansadas lograron recuperar la mitad de sus dólares.
Desencantados del ahorro, decidieron viajar. Recorrieron la India, China, Nepal, Turquía e Indonesia. Regresaron sin un dólar. ¿Qué importaba? Conservaban la hermosa casa y el auto importado, y si bien la jubilación de Dalma era injustamente miserable, la de él les alcanzaba para vivir bien.
Hasta que la inflación comenzó a mordisquearlos.
Iniciaron juicios por el reajuste de las dos jubilaciones; y mientras ellos perdían el sueño, los expedientes dormían su letargo polvoroso.
Llegó un momento en que no pudieron pagar los impuestos de la casa. La vendieron y compraron un departamentito. Les quedó dinero, pero hubo que saldar deudas, y, en el peor de los momentos, ayudar a sus dos hijos que atravesaban situaciones de apremio. En 2010 Santiago cobraba la cuarta parte del sueldo de un gerente senior en actividad.
Vendieron el auto, dejaron de frecuentar el club, redujeron sus salidas a comer afuera y resignaron con dolor el abono del Teatro Colón. Pero el último peldaño fue dejar la prepaga para guarecerse bajo el paraguas agujereado de la obra social de los jubilados.
Con setenta y seis años él y algunos menos ella, el corto camino que aun les quedaba por recorrer se les estrechaba oscuramente. Sus amigos ya no los invitaban, y ellos, por temor al desaire, evitaban hasta saludarlos por teléfono.
En ese escenario llegó diciembre.
Sentado en el banco de aquella plaza, Santiago recuerda que ayer mismo Dalma abrió desganadamente las cajas de los adornos navideños, pensativa, abstraída, como desentendida de los preparativos que siempre la habían entusiasmado. Es que los aguinaldos se irían en expensas atrasadas y en el achique de deudas bancarias. Habría que comprar regalos para los nietos, y no podían ser cosas inferiores a lo que los muchachos estaban habituados a recibir. La plata no alcanzaba.
El hornerito sigue puliendo con su pico la curvatura de la entrada. Ahora se ha sumado su pareja con más barro. Santiago los observa con curiosidad: “Ellos no piensan en el nido que abandonaron el verano pasado, ni se preocupan por lo que ocurrirá mañana. No tienen miedo de…”
¡Miedo! ¡Ahora lo recuerda todo!
Había salido a caminar al atardecer por la zona del Abasto. Ensimismado, se metió en calles solitarias cuando ya anochecía. No advirtió que un joven se le acercó por detrás. Sintió la punta del revólver en las costillas y una voz jadeante en el oído: Viejito, quedate piola si no querés ser boleta. Seguí caminando y metete en ese auto. No atinó a nada, se dejó llevar hasta un automóvil estacionado. Adentro había otros dos hombres. El vehículo arrancó a toda velocidad. El que tenía el revólver se lo clavó con saña en la cintura: Viejo, dame toda la guita. Santiago conservó la calma: Está bien, está bien. Les dio la billetera. ¿Esta casimba secolari me das? Tengo este reloj… y el celular… Mirá, jovie, sabemos que vos tenés el canuto, a nosotros no nos vas a camalar. Dame los plásticos. Santiago les explicó que nunca lleva sus tarjetas. Entonces vamos a tu casa. ¡No, a mi casa ustedes no entran…! Una trompada en el costado le cortó la respiración. Los ladrones sabían dónde vivía. Dos lo escoltaron hasta la puerta del edificio.
Santiago tomó una lúcida determinación: jamás los conduciría a su departamento donde no hallarían mucho dinero y seguramente los golpearían a Dalma y a él. Prefería que lo maten. Con una rara sensación de paz y conformidad se dijo: una bala es mejor que una enfermedad. Extrajo su cargado llavero y fingió que intentaba abrir la puerta con la llave equivocada. Simuló temblar de miedo pero nunca se había sentido tan valiente. Intentó con otra, los sujetos echaban miradas nerviosas a los costados. Iba a probar con la tercera llave cuando se volvió sorpresivamente y le propinó con el llavero un certero golpe en un ojo al tipo que lo encañonaba. Sonaron dos disparos, Santiago sintió que la sangre le corría por una pierna, los delincuentes huyeron. No recordaba nada más.
El hombre que venía caminando llegó hasta él y se sentó a su lado.
─Hola, Santiago.
─Hola… ¿Te conozco?
─Yo sí, y sé lo que te sucedió: unos ladrones te dieron un par de balazos.
─Sí, acabo de recordarlo. Pero… ¿qué estoy haciendo aquí?
─Tranquilo, me llamo Pepe. Los que te robaron están presos, la policía los agarró en la esquina de tu casa.
─Pero… no estoy herido; no entiendo nada…
─Mirá Santiago, vos no estás aquí, estás inconsciente en el hospital.
─¿En el hospital…? ¿Estoy soñando, entonces?
─Algo así…
─¿Y vos quién sos?
─Yo soy real, pero de otra dimensión. Vine a llevarte conmigo; o a devolverte a la vida, como vos quieras.
─¿Llevarme adónde?
─Estás en la mitad del camino entre la vida y la muerte, y la última opción es tuya. Sé que últimamente has perdido las ganas de vivir. Si decidís irte ahora, tus problemas habrán terminado. Si en cambio querés quedarte, sólo tenés que decírmelo. ¿Qué preferís?
─Pepe, no te creo nada. Si estoy soñando vos has de ser parte de ese sueño…
─Bueno, hagámoslo como un juego.
─Está bien ─Santiago hizo una pausa─. Es verdad, desde hace tiempo vengo fantaseando con mi muerte.
─¿Fantaseando? Hay un ojo en compota que habla de cierta acción temeraria… Bien, por eso estoy acá. ¿Qué mejor oportunidad?
─Sabés qué pasa, Pepe, venirte abajo después de la vida holgada que siempre tuviste, es insufrible. No se puede vivir así.
─Entiendo, si has sido tan desdichado…
─Esperá, esperá… no sé si he sido desdichado. Gozo de buena salud…; Dalma tiene algunos problemitas, nada serio; ella está deprimida por lo mismo que yo, no le gusta que nuestros amigos nos hayan olvidado, pero tenemos a nuestros hijos y nietos… Además, escuchame, ¿dejarla sola a Dalma…?
─Ya que la mencionaste: si vieras cómo está, no se mueve de tu lado.
─Mirá vos, ¿pero cómo lo sabés?
─Fui un amable enfermero de guardia que le alcanzó una manta para que pasara la noche a tu lado. Los médicos no le dieron casi esperanzas. Conversamos mucho. Ella me dijo que estaba orando por un milagro de Navidad. ¿Y querés que te cuente un secreto? Piensa reabrir su peluquería. Si te recuperás, claro.
─Pero está loca, pobre Dalma. ¡A su edad! ¿Y con qué capital?
─Cierto, el capital…
Pepe quedó pensativo y Santiago permaneció en silencio mirando a la pareja de horneros. Finalmente murmuró como hablando consigo mismo:
─No, a Dalma no puedo abandonarla…
─Santiago, por lo que escucho vos no estás todavía para irte, así que decidite, ¿querés quedarte?
─Qué se yo…
─¿Querés o no querés?
─Sí, hombre, quiero.
Pepe suspiró aliviado.
─Te haré despertar. Adiós, Santiago, y que pases una linda Navidad.
Santiago abrió los ojos. Dalma estaba dormitando en una silla, con los brazos y la frente apoyados en la baranda de su cama. La tocó suavemente. Ella levantó la cabeza como un rayo; lo miró en silencio con los ojos muy abiertos. Santiago vio en esa cara marchita pero aún hermosa, el mismo gesto de sorpresa y arrobo que cuando él le propuso matrimonio cincuenta años atrás. Dos momentos irrepetibles, separados por medio siglo de amor quizás adormecido pero perdurable, se acababan de unir en un destello mágico y revelador: la vida, aún con sus sinsabores y altibajos, tiene sentido, vale la pena.
Para los médicos su recuperación fue milagrosa. En menos de una semana lo dieron de alta.
El 23 de diciembre por la mañana Dalma y una de sus nueras preparaban los platos fríos para la cena de Nochebuena cuando sonó el teléfono. Atendió Santiago; era su abogado, excitadísimo, tan alterado que casi no podía hablar:
─¡Santiago, salieron los dos juicios!¡Los dos!
─N… no te creo.
─Ni yo, pero es cierto. Un empleado del juzgado me vio pasar y me llamó: “¡Doctor, buenas noticias!, alguien sacó estos dos expedientes suyos de la montaña que tenemos aquí y se los puso al juez para que los firme. Ya notificaron al ente previsional y aunque parezca increíble no hubo apelación y dieron la orden de pago inmediato”. No sabés, Santiago, lo contento que estaba Pepe, como si los juicios los hubiera ganado él.
─¿Pepe…? ¿Dijiste, Pepe?
─Sí, el empleado de Tribunales. Tipo simpático.
─¿Lo conocés?
─Nunca lo había visto.
En el patio de una penitenciaría tres peligrosos delincuentes se echaban mutuas recriminaciones por haber caído presos después de un asalto frustrado. Uno de ellos tenía una compresa en un ojo y se quejaba del dolor.
─A ese ortiva lo trajiste vos ─decía uno.
─Pero che, yo creí que era amigo de éste.
─¡Qué va a ser amigo mío! ─rezongó el tercero dando un puntapié a la pared─, si a mí me dijo que estuvo en el penal de Sierra Chica con vos y que ahora hacía inteligencia para otros chorros.
El del ojo, dijo:
─No le demos más vueltas, ese esquifuso, que ahora resulta que no es amigo de nadie, nos convenció a los tres para que asaltáramos a un jovato que había recibido un vagón de guita. Y después nos mandó la batidora. Ah, pero que no vaya a caer por acá porque, mirá, te juro que le bajo los lienzos, le bajo. ¿Cómo se llamaba el coso? ¿Pepe, no? Ya lo voy a agarrar, quedate tranquilo. Para peor el boga dice que no sabe qué pasa, que alguien está trabando nuestras excarcelaciones. No hay justicia en este país…
© Enrique Arenz
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sin la expresa autorización del autor
Publicado en:
Diario La Capital de Mar del Plata
Diciembre de 2011
Libro Mágica Navidad (Editorial Dunken, 2012)