Un milagro en Sabadell
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
Una tarde de diciembre de 1949, cuando yo tenía siete años, mi abuelo Francisco salió con su bicicleta y un serrucho para cortar una gran rama de pino, la mejor que pudiera conseguir por los alrededores, mientras mi mamá se cambió, agarró con resignación su ahorrativo monedero y se fue hasta Casa Pardiñas a comprar los primeros adornos navideños de la casa.
Por entonces las familias pobres de Mar del Plata no habían adoptado aún la tradición del arbolito de Navidad. Pero a mí se me ocurrió que tuviéramos uno bien grande en casa, y debo de haber sido muy persuasivo porque tras el “¡Vos estás loco!” inicial, toda la familia se abrazó a mi entusiasmo.
Mi abuelo regresó casi de noche, con un hermoso ejemplar de más de dos metros de alto. Recuerdo vivamente el aroma de pino que impregnó el comedor cuando se raspó el follaje al entrarlo dificultosamente por la puerta.
Esa noche mis hermanos menores y yo fuimos mandados a dormir temprano para que mamá se ocupara de adornar el árbol sin que la molestáramos ni pusiéramos en peligro los frágiles oropeles de vidrio que se floreaban rutilantes sobre la mesa.
A la mañana siguiente quedamos deslumbrados ante nuestro primer árbol de Navidad, inmenso y lujoso, cargado de bochas refulgentes, estrellitas doradas y una decena de broches metálicos que sujetaban sendas velitas de diferentes colores. Una cascada de hilos plateados le daba al follaje un cierto aire nevado.
Esa noche, después de cenar, toda la familia se sentó frente al árbol para contemplarlo casi en silencio. A modo de ensayo mamá encendió las diez candelitas y apagó la luz. ¡Qué espectáculo fascinante! Las llamitas destellaban sobre las esferas espejadas y proyectaban sobre la pared sombras y reflejos movedizos.
Mi abuela materna estaba sentada en un sillón examinando el pino con ojos nostálgicos. Me pareció ver en esa mirada quebradiza el indicio de alguna lágrima traicionera.
Pensé entonces que esa noche tan especial, tan rica en aromas y resplandores, ella, que siempre nos narraba leyendas cargadas de enigmas y emoción, podría contarnos lo que en esos momentos estaba evocando.
─Abuela ─le pregunté cuando soplamos las velitas y el fuerte vaho de estearina desalojó por unos segundos la fragancia resinosa─, ¿conocés alguna historia con árboles de Navidad?
─Pues, mira, justo ahora estaba recordando una historia ─contestó con su habitual soltura de narradora─. Es la historia verídica de una anciana que quiso tener un árbol de Navidad porque aquella Nochebuena iba a recibir en su casa la visita de Jesús de Nazaret.
La introducción no podía haber sido más sugestiva y prometedora: el moño de seda para aquel inolvidable momento familiar.
─Ocurrió en Sabadell, en la Navidad de 1881, ¡vean los años que han pasado! Yo nací al año siguiente, pero tened presente un detalle importante: hasta ese momento mi madre no había podido quedar embarazada. A pocos metros de nuestra casa vivía Laura Eulalia, una viejecilla muy querida y respetada. Era soltera y había tenido una vida muy difícil: debió cuidar a sus padres, que murieron en sus brazos, y más tarde a sus hermanos mayores, que se fueron yendo de a uno sin dejarle otra herencia que deudas y desamparo.
“Ahora vivía sola, en la destartalada casa familiar que tenía goteras y puertas que no cerraban.
“Mientras tuvo salud socorrió a todo el mundo, aún sacrificando su descanso y sus necesidades: ayudó a parturientas, cuidó niños huérfanos y hasta higienizó a enfermos y moribundos. Ahora los años y los huesos le habían dicho: quédate sentada, mujer, que ya no sirves para nada. Pero, ay, cómo la querían sus vecinos. Eran pobres pero no ingratos ni desmemoriados: ninguno iba a permitir que a Laura Eulalia le faltara lo indispensable. Se turnaban para alcanzarle cada día un plato de comida, el doctor la visitaba a menudo, y hasta el cura le llevaba cada domingo los santos Sacramentos.
“La Nochebuena se acercaba. Varias familias la invitaron a sus casas, como lo hacían todos los años, pero esta vez ella dijo que no, que deseaba estar sola porque Jesús iría a visitarla. Eso sí: quería para la ocasión un vestido nuevo y… ¡un árbol de Navidad!
“El anuncio de la visita de Jesús no inquietó tanto a aquellas gentes de fe como la exigencia de un árbol de Navidad. Es que en esos tiempos el pino navideño recién había entrado en Cataluña desde Francia. En Barcelona las familias pudientes comenzaban a poner árboles de Navidad en sus salones, pero en Sabadell el único que se veía todos los años era el de la ventana de un papelero rico y figurón llamado Ponciano Tilló.
“Pero como estaban todos deseosos de complacerla le llevaron un abeto en una gran maceta de barro. Varias jovencitas lo decoraron con manzanas, naranjas, piñas, flores de papel y ramitos de acebo cargados de bayas rojas, que eran los perifollos de esa época. También le compraron el vestido nuevo que pidió, porque, como decimos los catalanes: per Nadal, qui res no estrena, res no val: para Navidad, quien nada estrena nada vale.
“La tarde del 24 de diciembre los vecinos fueron a saludarla y de paso la aprovisionaron de leña para el hogar. Mis padres le llevaron una taza de ponche bien caliente y una escudilla de conejo con alubias. Laura Eulalia los abrazó agradecida y les hizo una promesa: Cuando lo vea a Jesús le pediré por vosotros, para que os dé los hijos que no habéis podido concebir.
“Cuando se hizo de noche el viento helado del río Ripoll vació las calles y reunió a las familias junto al fuego de sus casas. Laura Eulalia cerró los postigos, agregó unos troncos al fuego, comió algo y le encendió varias velas a La Morenita de Montserrat. Luego se puso el vestido nuevo, se miró en el espejo con aprobación, tomó el Rosario y se sentó en su mecedora frente al árbol de Navidad.
“En ese momento de quietud en que sólo se escuchaba el crepitar del fuego y el ulular del viento en la chimenea, ella hizo un repaso de su vida: recordó su niñez, el trabajo fatigoso en la fábrica textil, las privaciones que debió soportar siempre, su novio de Barcelona, Xavier, que fue el único amor de su vida. Ella lo dejó porque sus padres y sus hermanos no aprobaban que se mudase a la gran ciudad. Pero la verdad es que aquellos egoístas no querían perder a la fregona y su salario.
“¿Fui una mujer feliz?, se preguntó. No lo sé, a veces sí, a veces no; he sufrido mucho, aunque hacer el bien a los demás me dio grandes alegrías. Pero creo que fui desdichada por haber roto con Xavier, no debí hacer eso, nunca debí hacerlo…
“En ese instante el árbol de Navidad comenzó a resplandecer con suaves colores, parecidos a los que habéis visto recién acá con las velitas encendidas. Una voz masculina, muy dulce pero de tono severo, respondió a sus pensamientos:
“─Eso es justo lo que hiciste mal en tu vida. Lo único que hiciste mal.
“Laura Eulalia sonrió y giró su cabeza hacia la escalera: allí estaba Jesús, mirándola con los ojos adustos y a la vez amorosos de un padre contrariado.
“─Pero eso pasó hace muchos años. Me equivoqué… qué le vamos a hacer ─respondió ella con una sonrisa de resignación─. Fue un error…
“─Error que no pienso dejar pasar como si nada ─replicó Jesús─. ¿Sabes cuántos descendientes tuyos debían venir a este mundo y tú lo impediste?
“─Señor… nunca pensé que contrariaba tus designios. ¿Merezco un castigo por eso?
“─¿Castigo? ¿Después de todo lo que has sufrido? No, claro que no, renunciaste a tu felicidad por el bien de tus seres queridos que no tenían derecho a exigirte tanto. Ese sacrificio y tantos otros que has hecho en mi nombre merecen un premio muy grande.
“Los ojos de Laura Eulalia se agrandaron luminosos.
“─¿Será hoy entonces mi gran día de fiesta?
“─Más que eso, tendrás una nueva oportunidad.
“─No entiendo… ¿nueva oportunidad?, soy muy vieja para eso. Sólo quiero que me lleves contigo…
“─Volverás a ser joven. Adiós, Laura Eulalia.
“─Pero… Señor… ¡Señor, no te vayas! ¡Escúchame, debo pedirte por una vecina…!
“─Ya lo sé, no te preocupes, ella también está en mis planes ─, respondió Jesús y desapareció.
“Comenzaron a sonar las campanas de Sabadell. Eran las doce. Laura Eulalia se sintió feliz y muy cansada, cerró los ojos y soñó que cuatro ángeles venían a buscarla y la llevaban hacia lo alto… muy alto”.
La voz de mi abuela se interrumpió. Sus ojos nuevamente llorosos miraban hacia adentro, clavados en aquel pasado misterioso y melancólico.
Mi hermano Omar, impaciente, le preguntó:
─Abuelita, ¿volvió a ser joven la viejita del cuento?
─Pues claro que sí, pero antes debió nacer de nuevo… ─hizo otra pausa, pero esta vez para examinar detenidamente nuestras caras de asombro─. Sí, así como lo escucháis: nació por segunda vez, nueve meses después de de aquella Nochebuena. De grande conoció a un galán y se casó con él sin pedirle permiso a nadie. Tuvo hijos y nietos que llegaron a la vida gracias a aquel milagro de Sabadell. Y… aquest conte s’acabat.
Cuando mi abuela decía en catalán “este cuento ha terminado” era imposible sacarle una palabra más. Así que nos quedamos todos en silencio, turbados por el encanto de las palabras y el aroma del pino, soñando despiertos con sucesos prodigiosos que ocurren en las mágicas noches de Adviento.
A mi abuela le pusieron un solo nombre. Sólo uno: Concepción.
© Enrique Arenz
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Sin la expresa autorización del autor
Publicado en:
Diario La Capital de Mar del Plata
Diciembre de 2009
Libro Mágica Navidad (Editorial Dunken, 2012)