Vida monótona
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz
Me desperté con el ruido de la ciudad. Un camión recolector de residuos comprimía la basura frente a la ventana del hotel, los micros aceleraban en la bocacalle y una hormigonera lejana batía el canto rodado contra el latón. Ya había amanecido y la claridad matinal se esparcía tenuemente por la habitación. Me senté en el borde de la cama y me desperecé, aunque no experimenté −esto lo reflexioné después− la grata sensación del estiramiento muscular. Tambaleante por la modorra fui hasta el baño a orinar, por pura costumbre, porque no sentía necesidad de hacerlo. Me sobresalté cuando mi tacto no palpó nada debajo de mi cintura. ¡Vacío, todo vacío! Miré hacia abajo y no vi nada, ni mis manos ni mis piernas, nada. Sólo el inodoro y el oscuro piso del baño. Instintivamente me volví hacia el espejo. Lo único que vi reflejado fueron los azulejos y el botón de la descarga que estaban detrás de mí.
En ese momento, recién en ese momento, recordé algo y volví de un salto al dormitorio. Allí estaba el cuerpo sin vida, tendido sobre la cama como lo había dejado. Poco a poco fui reconstruyendo confusamente lo que había ocurrido la noche anterior: la opresión en el pecho; de pronto esa pulsión repentina e incontrolable; la decisión terrible y la consumación…; luego la sensación de ahogo, el frío intenso, y esa somnolencia irresistible…
Me puse a deambular por la habitación. No puedo decir que caminaba porque no tenía piernas ni cuerpo ni nada físico, pero me desplazaba con total libertad. Veía y oía como si tuviera ojos y oídos y un cerebro receptor de la visión y los sonidos.
No sé cuánto tiempo permanecí dando vueltas y vueltas por el dormitorio, hasta que golpearon varias veces a la puerta. Alguien gritó desde afuera: “¡Señora Arnalda…! ¡Señora Arnalda…! ¿Me escucha? ¿Se siente bien…? Abra por favor…”
La puerta, que había quedado sin llave, devolvió un suave crujido a la presión cautelosa del encargado del hospedaje. Varios curiosos se asomaron detrás. Todos empalidecieron ante el cuadro desolador de una mujer muerta que miraba el cielorraso con expresión cansada. Vinieron dos oficiales de Policía que revisaron todo e hicieron un inventario. Los curiosos murmuraban sobre la mujer rara y solitaria, todavía joven, que había fallecido tan repentinamente. “Mucho pucho”, sentenció uno mientras con mano temblorosa intentaba encender un cigarrillo. “Parece que tomaba”, opinó un viejo de nariz colorada y voz rasposa mientras señalaba los dos vasos sucios, uno volcado, y la botella de whisky casi vacía que estaban sobre la mesa de luz. “A veces la visitaba un hombre mayor…” dijo por lo bajo el conserje. Cargaron el cadáver en un furgón y lo llevaron hasta la morgue judicial.
Viajé junto al cuerpo; no tuve valor para abandonarlo. En la morgue, un médico forense hizo una negligente autopsia. “Escribí, Fede −le ordenó al ayudante−: paro cardiorespiratorio… ¿Causa…? Qué sé yo; abuso de barbitúricos combinados con alcohol, creo…; vamos a comer”.
Como nadie reclamó el cadáver, lo llevaron a la facultad de Medicina para que practicaran los estudiantes. Yo no me moví de su lado. ¡Si vieran lo que le hacían! Lo cortaban en pedazos, extraían sus órganos, lo metían en una cámara de frío, lo sacaban a la semana y lo volvían a cortar por todos lados. Un gracioso le hizo una incisión en la garganta y le sacó por allí la punta de la lengua. ¿Qué les parece la corbata?, dijo divertido. Otro le seccionó un par de dedos y se los llevó en el bolsillo del guardapolvos.
Me desesperaban esos destrozos. Es que no me resignaba a separarme de ese maltrecho cuerpo. En los primeros días hasta alenté el estúpido deseo de volver a poseerlo. Quise insanamente entrar en él, pero fue inútil. Yo podía atravesar puertas y paredes, pero no había forma de penetrar esa carne pútrida.
En cierto momento deploré que no hubiera tenido un funeral decoroso como cualquier persona, tal vez unas flores, las lágrimas de algún condoliente. Me habría gustado que mimaran un poco a ese cadáver tan desamparado. Me dolía esa gélida indiferencia, esa falta de respeto por la muerte ajena.
Por suerte cuando el cuerpo quedó totalmente destrozado, juntaron todos los pedazos y los cremaron. Permanecí dentro del horno viendo con melancolía, pero también con alivio, cómo los líquidos se evaporaban y la materia se transformaba en cenizas.
Desde entonces, aquí ando, penando por todos lados, recorriendo el mundo sin disfrutar de nada, víctima de esta interminable monotonía que prolonga y amplifica infinitamente mis aburrimientos terrenales. Espectro solitario en medio de esta incomprensible sociedad de humanos, intento en vano comunicarme con algunos de ellos; como perro hambriento que husmea en los tachos de basura, busco inútilmente en los rincones más sórdidos del planeta otra alma innoble como la mía en la cual hallar alguna comprensión, algún consuelo. Pero nadie me ve ni me oye. Lo más cruel de este destino es que debo contemplar interminablemente ese espectáculo grotesco y enervante que me indujo a hacer lo que hice aquella fatídica noche en el hotel. Este es mi castigo por aquel crimen.
Pasarán siglos y milenios y yo seguiré igual, padeciendo este espantoso tedio, sin posibilidades de sumergirme en la nada absoluta, sin que me sea dada la gracia de la anulación de la conciencia, esa soñada muerte total, aniquilación de cuerpo y alma, que en vida creí me permitiría huir de la insoportable existencia. Ahora sé que no podré liberarme jamás de este hórrido destino de eternidad solitaria y sin sentido, mil veces peor que la vida también solitaria y sin sentido que llevaba antes de morir… antes de suicidarme.
© Enrique Arenz 2000.
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