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Una Nochebuena en el jardín

Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

 

De los catorce ancianos que vivían en la residencia, Arturo era el único que no recibía visitas en Navidad. Sus dos hijos habían emigrado a España hacía ya doce largos años, ocasión en la que tuvo que vender su casa para ayudarlos a viajar, y también porque ellos no querían que se quedara solo en un lugar tan grande. El mayor, Gonzalo, se casó en España y tenía dos chicos. El menor, Eduardo, seguía soltero y andaba Dios sabe por dónde.

Pero al menos tenía una buena jubilación, y eso le permitía vivir tranquilo en aquélla residencia costosa donde familias acomodadas alojaban a sus viejos para que recibieran bienestar y cuidados médicos.

Con ochenta y tres años, era ahora el residente más viejo, casi un patriarca de los otros viejos. A la mañana leía el diario y salía a caminar un poco; por la tarde se ocupaba del jardín de la residencia, oasis de silencio apenas matizado por el zureo de las palomas. Cuidaba los rosales, desbrozaba los canteros y regaba el césped en los atardeceres calurosos. Capturaba así momentos de otro jardín, con abedules y acacias, colibríes y aroma de madreselvas donde jugaron y crecieron sus hijos, un vergel en el que había disfrutado, junto a Andrea, su mujer, de la vida caudalosa de los buenos tiempos, cuando no se piensa en la vejez ni en un mundo que de pronto se vacía de proyectos y se llena de ausencias.


Por las noches jugaba a las cartas y conversaba con los otros huéspedes, y a veces veía con ellos una película antes de dormir. Todos buscaban su compañía atraídos por su temperamento amigable y pacificador. ¿Que María Laura se ponía cargosa con el monotema de sus nietos ingratos? Arturo no la esquivaba como los demás, la escuchaba con silenciosa paciencia; ¿Humberto lamía sus heridas en un rincón?, allí iba Arturo con el bálsamo de su palabra calma; y cuando Vladimiro se tornaba aborrecible con sus ojerizas y resentimientos, Arturo le mostraba un ángulo humorístico y lo hacía reír.

Él, en cambio, nunca se quejaba, pero, eso sí, cuando se acercaba la Navidad se retraía y permanecía comprensiblemente distante y taciturno.

Cada Nochebuena los residentes se iban con algún familiar que venía a los apurones a buscarlos. Arturo quedaba solo. Declinaba cortésmente la invitación del casero para cenar con su familia. “Soy judío ─se excusaba con gracia─, para mí la Navidad todavía no se inventó”. Pero eso era un pretexto alejado de la verdad, porque se había casado con una cristiana muy creyente, sus hijos fueron bautizados y en su casa siempre habían celebrado la Navidad.

Ahora cada Nochebuena prefería sentarse en la mecedora de su jardín para contemplar las estrellas y esperar allí la medianoche, mientras le llegaban los rumores de los festejos externos.

Pero la última Nochebuena las cosas cambiaron. Hacía poco había ingresado una nueva enfermera llamada Natalia, no muy linda, pero tan bondadosa que en poco tiempo conquistó el afecto de todos los residentes, particularmente de Arturo con quien la joven solía tener largas charlas por la mañana, cuando le tomaba la presión y le alcanzaba sus medicamentos.

En los primeros días de diciembre se rumoreó que Arturo estaba muy enfermo. Preocupados, los otros viejos se reunieron y convocaron a Natalia quien les confirmó el mal pronóstico del doctor. 

Hubo silencio en el cónclave, pero no desazón: los ancianos toman con mucha naturalidad la cercanía de la muerte de un amigo anciano como ellos, de manera que sólo pensaron en urdir algo para que Arturo estuviera acompañado en la próxima Navidad. La decisión fue unánime: todos celebrarían la Nochebuena con el amigo.

Cuando Arturo se enteró de que Horacio, y también Nahuel, y aquél otro, el vasco de la silla de ruedas, y hasta Esther, la poeta un poco chapita cuyos sonetos ilustrados por ella misma lucían enmarcados en todas las paredes de la casa, habían avisado a sus respectivas familias que esa Navidad preferían pasarla en la residencia, se sintió un poco extrañado. Pero como él sabía que muchos de aquellos viejos eran una contrariedad para sus atareadas familias, algo así como el florero chino que nunca se sabe dónde ubicarlo, supuso que con aquella decisión todos quedaban contentos, de un lado y del otro del almanaque, y, si se quiere, hasta aliviados por tener un problema menos. Así que, discretamente, prefirió no preguntar nada a nadie.

Una noche apacible en que Arturo estaba recostado en la mecedora del jardín, Natalia le llevó una taza de té y lo puso al tanto de que todos querían festejar la Nochebuena en ese mismo jardín, y que, además, pretendían que él fuera el maestro de ceremonias. Arturo miró la taza de té, tocada en su blanco esmalte por la luz del farol, y sonrió halagado: sabía que Dios le había dado el raro don de unir a los temperamentos desiguales, y que en su entorno todos atenuaban sus diferencias y cultivaban la amistad, por lo cual no le pareció fuera de lugar lo que le pedían.

Quedó encantado, y por primera vez en años sus amigos lo vieron activo y conversador durante los días previos a la Navidad. Él mismo se ocupó de coordinar los preparativos y le pidió al administrador que hiciera iluminar el ciprés del jardín.

Una mañana de diciembre Natalia le golpea la puerta de su dormitorio y le avisa que unas personas vinieron a visitarlo. Baja intrigado a la sala y no puede creer lo que ven sus ojos: ¡sus dos hijos están allí! Se admira de verlos igual que en la foto de la mesa de luz. ¡Si hasta le parece que llevan la misma ropa!, como si no hubieran pasado doce años desde que le desgarraran el corazón. Le dicen que viajaron solamente ellos, que la esposa de Gonzalo y los chicos debieron quedarse en Barcelona.

Salen los tres a recorrer la ciudad, comen en distintos restaurantes, van al teatro y pasan largas horas charlando y contando sus novedades. Arturo los invita a la cena de Nochebuena que se servirá en la residencia.

El 24 por la noche estaba todo listo. Sobre el césped, y cerca del ciprés iluminado, Arturo había hecho instalar un toldo, y debajo del toldo una tentación que nadie estaba dispuesto a resistir: una larga mesa decorada con mantel rojo y verde, velas aromáticas, un primoroso centro de mesa y manjares y bebidas para todos los gustos y todas las dietas.

Arturo se había retirado a su habitación para descansar del ajetreo desacostumbrado de esos días. Durmió más de la cuenta pero se levantó mejor que nunca, como si sus malestares y achaques hubieran huido espantados ante ese torrente de entusiasmo. Se duchó, se afeitó y se vistió con su mejor traje de verano.

Salió al jardín cuando ya todos comenzaban a sentarse a la mesa. Las señoras lucían maquilladas y peinadas de peluquería, y los señores, ataviados con la elegancia de otros tiempos. Gonzalo y Eduardo ya estaban allí, charlando animadamente con los demás. Arturo saludó a todos con su acostumbrada cortesía y se sentó a admirar su ciprés iluminado.

La noche acompañaba con un clima cálido y seco. El cielo, sin una nube, exhibía con orgullo sus infinitas estrellas de Nochebuena, más brillantes, y temblorosas que nunca.

Arturo, con la solícita colaboración de Natalia, moderó hábilmente el ritmo de la conversación, haciendo que los más introvertidos se sintieran sociables y cómodos y que los más confianzudos se mantuvieran dentro de los límites recomendables. Esa Nochebuena se lució como nunca amalgamando a todos aquellos viejos con problemas de salud, algunos de difícil trato, y la mayoría con tristezas recónditas.

Cuando ya pasadas las doce se iba haciendo la hora de irse a dormir, Arturo se puso de pie, propuso el último brindis y anunció, enigmático, que iba a emprender un largo y hermoso viaje. “Qué suerte ─habrán pensado en ese momento sus amigos─, seguramente sus hijos se lo llevan a España”. Todos aplaudieron, rieron y hablaron al mismo tiempo.

Todo ese bullicio se fue alejando de los oídos de Arturo hasta apagarse por completo. Natalia se le acercó cautamente, como si no quisiera sobresaltarlo. Él estaba recostado en la mecedora con sus ojos cerrados, arrullado por una inédita sensación de plenitud. Abrió los ojos y se encontró con Natalia que se había sentado suavemente a su lado.

─Me hiciste trampa ─le reprochó dulcemente─, pero me has regalado una semana estupenda.

─Todavía falta lo mejor.

─Ah, sí, me prometiste algo especial…

─Ahí lo tiene; mire quién vino a buscarlo.

Una silueta se movió en la oscuridad; cuando se acercó lo suficiente la reconoció:

─¡Andrea!

─Arturo…

Se abrazaron ante la mirada conmovida de Natalia.

─No tenés idea de cuánto te he necesitado ─murmuró Arturo.

─Es que no me dejaban venir a buscarte.

─Bueno, bueno ─intervino Natalia con autoridad─, ahora tenemos que irnos.

La joven iba delante de ellos, los escuchaba conversar y movía la cabeza divertida: ¡hablaban a chorros! Ella tenía mucha experiencia en aquellos cautivadores y poco frecuentes reencuentros matrimoniales de Nochebuena, porque ese era su trabajo, y siempre sucedía lo mismo: no paraban de hablarse.

El jardín quedó silencioso y solitario como lo había estado todas las Nochebuenas de los últimos doce años. La residencia, sin huéspedes, estaba totalmente a oscuras, con excepción de una ventana en la planta alta, y la luz del farol que fulguraba en el esmalte de una taza de té abandonada sobre la mecedora.

 

© Enrique Arenz
Prohibida su reproducción en internet

sin la expresa autorización del autor

 

Publicado en:
Diario La Capital de Mar del Plata

Diciembre de 2005

Libro Mágica Navidad (Editorial Dunken, 2012)





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