Un homicidio justo en Nochebuena
Cuento Navideño-policíaco del escritor argentino Enrique Arenz
En la Nochebuena de 2019 yo era un oficial de la División Homicidios que se estaba jubilando. Una inoportuna llamada del comisario interrumpió la ceremonia familiar de cortar la pavita rellena y aspirar la fragancia irresistible de las trufas. Mi mujer, mis dos hijos, sus esposas y mis tres nietos mostraron caras de preocupación cuando me escucharon responder: «Pero jefe, justo hoy… Está bien, está bien, ya voy para allá». Habían asesinado a un viejo millonario en su casa, un tal Jerónimo Belmonte, y no había otro oficial a quien mandar.
Llegué a la elegante mansión antes que el equipo forense. El muerto estaba en el comedor, sentado en un sillón al lado de un árbol de Navidad enorme, con dos balazos en el pecho. Impresionaba el contraste entre el luminoso símbolo navideño y un hombre asesinado al lado. Nunca imaginé que podía llegar a ver algo así en una Nochebuena. Tomé algunas fotografías con mi móvil.
El asistente del señor Jerónimo, un joven pálido y muy nervioso llamado Gastón y una doméstica de unos cuarenta años, con prolijo uniforme y trabajado maquillaje, eran las únicas personas que estaban en la casa. Ellos me explicaron que el señor vivía solo desde que su mujer le pidió el divorcio y se fue a vivir a Europa. Dijeron que ambos estaban en la cocina, un sector de servicio algo alejado, preparando todo y no oyeron voces ni estampidos, y que cuando vinieron a la hora convenida para servir la cena lo encontraron muerto. La puerta de calle estaba cerrada pero sin llave.
—¿Esperaba a alguien? —pregunté señalando los dos cubiertos que lucían elegantemente dispuestos sobre el mantel festivo.
—Sí, iba a venir una señorita —me contestó la mucama—; por eso nos hizo decorar la casa y nos pidió que nos quedáramos hasta servir la cena. Luego podíamos irnos a nuestras casas.
—¿Quién es esa persona?
—No la conocemos —respondió el asistente—, no sabemos ni cómo se llama. Ya tendría que estar acá.
Llegaron los forenses, todos apurados y con comprensible mal humor. Levantaron huellas y tomaron fotografías a las corridas, juntaron dos casquillos servidos y retiraron dos proyectiles incrustados en una puerta detrás del muerto. Finalmente se fueron llevándose el cuerpo.
Los dos empleados me dieron sus documentos de identidad para que yo les tomara una fotografía y les sugerí que se llevaran a sus casas la comida que habían preparado. Salimos los tres, el asistente apagó las luces, cerró las puertas con sus llaves y me las entregó. Puse una faja de seguridad en la puerta y les indiqué que debían presentarse el 26 de diciembre a primera hora en mi oficina para firmar el acta de rigor.
Volví a mi casa cerca de las doce. Ya habían cenado y me estaban esperando para hacer el brindis y repartir los regalos. Comí rápido algo de pavita que había quedado, dieron las doce, brindamos, nos deseamos feliz Navidad y mi nieta más pequeña comenzó a entregar los paquetes del arbolito. Cuando todos habíamos abierto nuestros regalos, me pidieron que les contara lo que había sucedido.
Les mostré las fotos del cadáver sentado junto a su árbol de Navidad. Se horrorizaron.
—¿Cómo permite Dios que ocurra algo así en Nochebuena? —comentó mi esposa.
—Dios no explica sus designios —le recordé lo que ella misma suele decirme.
—Pero si lo mandaron a usted, Efraím, es porque Dios quiere que se descubra al criminal y se lo castigue —comentó obsecuente mi nuera preferida.
—No sé si Dios me tendrá tanta confianza —comenté entre risas—, pero créanme que algo hizo paras ayudarme porque ya sé quién fue el asesino.
—¡Abuelo, capo! ¿Ya descubriste al criminal?
—Ajá.
—Contá, contá, ¿quién fue?
—Vayamos por partes. Primero, lo descubrí hace apenas diez minutos. Fue cuando vos, Fermín —dije dirigiéndome a uno de mis nietos— abriste tu regalo. A ver, mostralo.
Fermín levantó orgulloso una hermosa mochila. Continué:
—Muy bien. Cuando la vi tuve como una revelación. El asesino es una de las dos personas que estaban en la casa cuando yo llegué. Tenía una mochila parecida a esa, y cuando se la colgó de la espalda para irse, le costaba acomodársela en el hombro izquierdo. Yo la ayudé desde atrás, y al levantar el bretel noté que la mochila estaba muy pesada. En ese momento no me di cuenta, pero ahora se me ocurrió que adentro había una pistola 45, que con un silenciador de titanio puede pesar algo más de un kilo y medio. Los dos balazos que recibió la víctima fueron hechos por una pistola de ese calibre porque atravesaron su cuerpo y el respaldo del sillón, y terminaron incrustadas en una puerta.
—Pero ¿quién fue de los dos? —preguntaron varios a la vez.
—Esperen, analicemos el móvil del crimen. La víctima no tiene familiares, estaba esperando a una señorita joven, tal vez una cazafortunas, que nunca apareció. Alguien estaba celoso por ese amor otoñal del señor Belmonte, y los celos acumulados suelen trastornar a las personas que se obsesionan con la idea recurrente de la venganza.
—¡Entonces la asesina tiene que ser la mucama! —dijo mi esposa.
—No.
—¿Había otra mujer? —preguntó mi otra nuera, la chismosa.
—No.
—¿Entonces?
—El asesino fue Gastón, el asistente. Fue a él a quien ayudé a colgarse la mochila.
Consternación general. Todos se miraron entre sí. Nadie habló. Finalmente dirigieron su mirada inquisidora hacia mí. Hice un silencio escénico y respondí:
—Puedo asegurar que el señor Belmonte era gay por la indumentaria que llevaba. Miren otra vez la foto: una remera muy juvenil con un dragón en el pecho, un extraño chaleco con rosas estampadas, muchas pulseras, anillos en cada dedo y un collar de eslabones de oro con varias vueltas. Y era un hombre mayor, de unos setenta años, aunque de buen aspecto general, delgado y con una abundante cabellera gris. Y también observé que Gastón tenía tatuado en el lado izquierdo de su cuello una palabra, «Jer». Lo vi cuando lo ayudé con la mochila y se le bajo el cuello de la camisa. En el momento tampoco lo relacioné con el crimen, pero ahora caigo en que Jer es el apócope de Jerónimo.
—Pero papá —intervino mi hijo Ariel—, ¿el muerto no estaba esperando a una chica?
—Sí, pero el ya estuvo casado. Tal vez Jerónimo se había enamorado de una mujer joven que lo supo enganchar (se dan esos casos en la comunidad gay, sobre todo cuando envejecen), y eso debió de enloquecer a Gastón. Tal vez para el millonario su asistente era un simple empleado con quien tenía relaciones casuales, pero para el muchacho su patrón era alguien de quien estaba muy enamorado, hasta el punto de tatuarse su apodo en el cuello.
—¿Y qué pensás hacer ahora?
—Devolverle la pelota al comisario. Eso va a ser divertido. Le voy a interrumpir su festejo navideño ahora mismo para decirle que tiene que ordenar el arresto del asesino antes de que se profugue y haga desaparecer el arma que lleva en su mochila.
Delante de mi familia, llamé al comisario, le expliqué todo, le di los datos del sospechoso y cuando terminé le dije sardónico:
—Lo lamento mucho, jefe, pero ahora el trabajo es suyo. Yo ya hice el mío. Ah, mi familia y yo le deseamos una muy feliz Navidad.
© Enrique Arenz (2025)
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