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Un golpeador agradecido

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

Ese día yo había salido de casa más harto que nunca. Harto de mi dejadez, de la mugre que se hace pelusa debajo de la cama, de la ropa que este verano me ajusta y huele mal y de las cucarachas que corren en todas direcciones cuando abro la alacena.

No necesito trabajar, heredé algunas propiedades que tengo alquiladas y vivo en la casa de Valeria, mi ex mujer,  que me denunció por maltrato y luego huyó sin reclamarme nada. Ni el auto quise sacar aquella mañana. También estaba harto de ese artefacto que me pedía que viva para él.

Tomé el colectivo y me bajé en el microcentro. Como de costumbre me puse a caminar sin rumbo, ensimismado en  viejas pesadumbres.

No vi venir el auto.

Me desperté en el hospital con fractura de columna, hemorragia interna y un sacudón cerebral que borró varios días de mi calendario.

Cirugía, estudios interminables, semanas de internación. Tal vez no volveré a caminar ni a valerme por mí mismo.

Volví  a mi casa en silla de ruedas y con fuertes dolores que no se iban con los opiáceos que me recetaron. Días mirando pasar la vida desde una ventana con vidrios sucios. Pero todavía me las arreglaba para acostarme y trepar a la silla por las mañanas. Después fui perdiendo la escasa movilidad que me quedaba y un día ya no pude salir de la cama.

Fue cuando apareció Valeria.

Vino tan pronto se enteró de mi accidente. Habló poco, la puse al tanto, me escuchó en silencio. Ni asomo de emotividad en su mirada, sin embargo mostró buenos sentimientos cuando decidió quedarse para cuidarme. “Hasta que vuelvas a caminar”, dijo.

Enseguida se hizo cargo de la situación, acondicionó para mí una pequeña habitación desocupada y ella se instaló en el dormitorio principal que está justo enfrente. Trajo a una doméstica que estuvo días limpiando, desinfectando con lavandina y esparciendo insecticidas por todos los rincones.

También contrató a un enfermero, Matías, un joven apuesto y musculoso con tatuajes enormes en su brazo izquierdo. Viene todos los días al anochecer, me acuesta, me da los medicamentos y me aplica una inyección.

Valeria decide todo sin pedirme opinión. Yo la dejo  hacer porque después de todo la casa es suya y se está ocupando de mí. Hizo venir a un escribano y le firmé un poder; ahora  me cobra los alquileres, maneja mi cuenta bancaria y lleva adelante mi juicio por el accidente.

 

Pienso mucho en el destino taimado que me hizo subir a ese colectivo y no al que venía detrás; o que determinó que el auto que me atropelló no se adelantara ni se atrasara un minuto en su nefasto itinerario y que pasara justo en el momento en que yo cruzaba la calle sin mirar. Y fue pensando en esa suma de fatalidades cuando descubrí el juego del empeoramiento impredecible. Puedo resumirlo así: todo instante presente, por desdichado que parezca, siempre será menos desdichado que el instante siguiente. Si estamos bien, estaremos mal; si estamos mal, estaremos peor. Los saltos se producirán, no sabemos cuándo ni cómo.

Parece un teorema de la desolación pero no lo es. Yo lo llamaría optimismo inducido, porque si cuando Valeria me abandonó y el desaliento me sepultó en el hartazgo de cada cosa de mi vida yo hubiera sabido que todo iba a empeorar, ese momento depresivo se me habría revelado como un tiempo interesante.

Pero no todo es tan lineal, a veces estos saltos pueden ser descon­certantes, tortuosos y hasta paradojales. Por ejemplo, me sorprendió comprobar que Valeria guardaba algún res­to de afecto hacia mí, y que regresó compadecida de mi desamparo. Eso habla bien de una persona que la pasó mal a mi lado, aunque ella haya sido la única culpable por rebelde y desobediente. Es que cuando nos conocimos yo ya era un hombre grande y ella una adolescente. Fue un encuentro casual en un bar, ella había perdido a sus padres y estaba en zona de riesgo. Se enamoró de mí (yo tuve mi parte activa en eso), nos casamos y vinimos a vivir a esta casa. Frágil arbolito, necesitaba una estaca firme para crecer derecho y yo quise ser ese sostén desde el primer día, pero fracasé. En los casi diez años que duró nuestro matrimonio no logré hacer de esa chiquilina indócil la mujer que me había propuesto moldear.

Y Valeria debe de saber ahora que todo lo hice por su bien, las reprimendas, los encierros bajo llave en esta misma piecita y hasta las palizas que le daba con un cinturón. No descarto que esté arrepentida de haberme denunciado.

 

Una noche me despertaron gemidos, jadeos y palabras puercas. Me costó entender lo que sucedía, hasta que conmocionado caí en que Valeria y el enfermero estaban haciendo el amor. Mi primera reacción fue violenta y quise saltar de la cama, pero mis piernas paralizadas se me rieron en la cara. Respiré hondo y la ira se disipó. Comprendí que se acababa de producir uno de esos saltos del destino y que debía resignarme a un nuevo presente.

Me disgusta oírlos todas las noches. Son muy ruidosos. Valeria más que él, y eso me ha dejado desorientado porque nunca la conocí tan lujuriosa y boca sucia. ¿Qué le costaría, por respeto a mí, ser un poco cuidadosa y cerrar al menos la puerta del dormitorio?

Una tarde observo que se encierran en la cocina y los oigo discutir. Intrigado por el tono tenso y a la vez asordinado de sus voces hago rodar mi silla hasta la puerta y alcanzo a oír que Matías le dice que no está de acuerdo con no sé qué cosa, y le advierte que lo que ella pretende podría resultar riesgoso. Valeria lo interrumpe cortante: «Escuchame, Ma­tías, esto no puede continuar indefinidamente. Hay que tomar alguna determinación, ¿cuánto tiempo va a seguir así?»

Hablaban de mí, sin duda. Valeria ha de estar muy ansiosa al ver que no mejoro y parecería que quiere hacerme ver por algún especialista. Y Matías, como buen enfermero que presume saber más que los médicos, opina que un cambio de tratamiento podría resultarme peligroso. Yo confío en el buen criterio de Valeria y aceptaré agradecido lo que ella decida.

A todo esto estoy impresionado por el lado paradojal de este juego del empeoramiento: dos personas me cuidan, se preocupan por mi salud y hasta viven pendientes de mi auto y de mis asuntos particulares.

Matías comenzó a darme dos inyecciones diarias en lugar de una. Me quitan el dolor y me permiten dormir más, aunque me debilitan mucho y me mantienen demasiado tiempo amodorrado. Y a veces veo cucarachas gigantes que caminan por las paredes.

© Enrique Arenz 2015

 

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