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Tres mensajes para Alejo Terboner

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

“La vida de cada hombre es un camino
hacia sí mismo, el intento de un camino.
Ningún hombre ha llegado a ser él
mismo por completo.”
Hermann Hesse

Primer mensaje

 

De:
“Dr. Alejandro Terboner”
Para:
Alejo <alejoterboner@gmail.com.ar>
Enviado:
Jueves, 4 de febrero de 3043
Asunto:
Muy importante.

 

Alejo, confío en que tu espíritu abierto y tu atracción por los sucesos extraños te harán leer hasta el final esta carta cuyo objetivo es ponerte sobre aviso de ciertos acontecimientos que deberás evitar.

Empezaré por decirte que estoy en el año 3043.

Sí, Alejo, leíste bien: año 3043, cuarto milenio. Este mensaje viene desde tu futuro, y en el momento de es­cribir­lo ¡tengo 1.083 años de edad!

Trataré de explicarme. Alrededor de 2045 la ciencia logró derrotar a casi todas las enfermedades físicas, entre ellas la vejez, que, como vos sabés, es un trastorno de la salud que altera el proceso de renovación celular. Yo ya tenía setenta y cinco años cuando un ingenioso procedimiento monoclonal basado en la lectura del genoma humano descifró el enigma de los telómeros y le ganó la partida a la se­nectud. ¡Extraordinario hallazgo que nos dio nada menos que la inmortalidad! A mí me agarró un poco tarde, y por eso quedé con mi aspecto de galán maduro, para decirlo con humor; pero lo importante es que mi declinación se detuvo. Para entonces eran muy pocas las patologías invencibles: algunas formas raras de cáncer, el mal de Reig, la esclerosis múltiple y dos o tres más cuyas curas demoraron todavía un siglo.

En aquellos primeros tiempos quienes pudimos pagar nuestro estudio genético y posterior tratamiento —inicialmente sólo accesible para los muy pudientes— quedamos para siempre como estábamos. Durante un largo y convulsionado siglo, la minoritaria «clase social de los inmortales» convivió penosamente con masas de pobres que envejecían y morían sin remedio. Hubo rebeliones, anarquía y crímenes por esta cruel desigualdad, hasta que el beneficio alcanzó a todos.

Los niños crecen y llegan a su pleno desarrollo biológico a los veinte años, pero ya no envejecen. Hoy vivimos en un mundo de jóvenes «veinteañeros», y algunos otros con la apariencia de treinta o cuarenta, además de los veteranos de cincuenta, sesenta o más años («ancianos primigenios», se nos denomina oficialmente), donde no hay enfermedades fisiológicas ni malestares serios. Como te imaginarás, tampoco hay problemas económicos en un mundo donde no se necesitan muchos hospitales ni hacen falta obras sociales ni cajas de jubilación, y con una tecnología tan avanzada que los trabajos rutinarios, pesados o desagradables los hacen los robots y las máquinas automáticas. Hasta la burocracia estatal fue derrotada por las hipercomputadoras que hacen todas las tareas oficiales, tramitan expedientes electrónicos y resuelven los problemas administrativos sin necesidad de funcionarios públicos.

Pero la parca no se bajó del caballo, y se lleva gente a montones por alguna de estas causas:

Por accidente. Cuando vivís siglos, un día errás un escalón, te distraés al cruzar una calle o pisás el jabón en la bañera. Los accidentes no se pueden evitar eternamente.

Por homicidio. Los crímenes no han podido desterrarse de la sociedad. Es que en una larga vida activa donde la rivalidad y la competitividad nunca cesan, y los desencuentros y las afrentas se acumulan insepultos, perdés amigos y ganás multitudes de enemigos.

Por ajusticiamiento. No es posible tener encerrados a los criminales por toda una eternidad, y la gente decente no quie­re verlos eternamente sueltos. Así que todos los países han debido aplicar la pena de muerte para los delitos aberrantes.

Por causa de las guerras. Esa tragedia tampoco pudo eliminarse totalmente. Ahora vivimos un período de paz y de libertades civiles, pero tuvimos cinco guerras mundiales espantosas y padecimos regímenes genocidas peores que los del siglo veinte.

Por suicidio asistido. Esta causa de muerte merece un comentario especial. Cuando ganamos la inmortalidad comprobamos lo que ya se sospechaba en la antigüedad: la vida interminable puede ser tediosa, dolorosa y hasta insoportable. A mí eso todavía no me sucedió porque me la paso cambiando de actividades y estudiando nuevas carreras. Ya llevo acumulados trece títulos universitarios y domino casi todos los idiomas. Pero a las personas sencillas que han perdido los siglos sin hacer nada creativo, a los mediocres, a los timoratos y a esa especie tan abundante de ignorantes contumaces a quienes el paso de los siglos sólo los ayuda a organizar su ignorancia pero no a ser más sabios o a entender el sentido de la vida, tarde o temprano les viene una terrible depresión. La neuropsiquiatría cognitiva los alivia transitoriamente, pero no por muchos siglos: llega el momento en que toman la sabia decisión de irse de este mundo, y para ello la ley prevé un sistema de eutanasia voluntaria.

Los viejos primigenios somos pasto mojado para esas guadañas. Por eso nos han declarado grupo en extinción, y hasta quieren preservarnos, como si fuéramos una suerte de fósiles vivientes.

Te preguntarás cómo resolvimos el problema de la superpoblación. No fue sencillo pero tampoco imposible: primero construimos ciudades aéreas encima de los océanos, y después colonizamos Marte y varios satélites de Júpiter y Saturno, en cuyas inhóspitas superficie generamos previamente una atmósfera respirable y abundante vida vegetal. Te cuento que hasta ahora no encontramos a nadie en el Universo que hemos explorado. No digo que no haya otras civilizaciones en el espacio infinito. Pero si las hay, todavía no las hemos visto. Aún existen las organizaciones de estudiosos del llamado fenómeno ovni, cuyos siempre entusiastas miembros hablan y escriben sobre contactos, abducciones y otros extraños sucesos. Eso sí, los supuestos extraterrestres siguen volando en su anticuado plato volador, o en el clásico cigarro, modelos que ya debieran haber renovado.

Entonces, y por ahora, somos como los dueños de las galaxias. Hoy tenemos más de veinte planetas en proceso de precolonización con territorios distribuidos entre todas las naciones. Yo sigo en la Tierra por derecho de antigüedad (es más, aún vivo en nuestra casa de la ciudad de Luján, que hice restaurar no sé cuántas veces), pero los chicos de ahora, aunque nazcan aquí, deben trasladarse a algunos de los planetas colonizados. Te digo que nadie se hace problema porque es fácil y rápido comunicarse y viajar por el espacio.

Y ahora te cuento lo más asombroso: recientemente, gracias al desarrollo de lo que en el siglo XX se conocía como «mecánica cuántica» hemos logrado que ciertas partículas subatómicas (los nëtrons, similares a los fotones o a los quarks, pero mucho más pequeñas) superen la velocidad de la luz, con lo cual podemos también viajar a través del tiempo, aunque por ahora tan sólo «virtualmente». Veamos: Einstein sostenía que para la lógica de Dios tenía que haber una velocidad cósmica límite, que ese límite era la velocidad de la luz, y que por eso no sería posible superarla. Bueno, en cierto modo, materialmente hablando, esa teoría se ha confirmado, y hasta ahora nuestros intentos de sobrepasar esa marca cósmica sumando velocidades sobre sucesivas plataformas en movimiento y mediante el uso de reactores de fusión nuclear que se alimentan de las partículas de hidrógeno que vagan por el espacio, han fracasado, aunque logramos, ¡fijate vos, Alejo!, alcanzar el 99 por ciento de esa velocidad.

Pero ya en tu época se había observado que los impulsos eléctricos en las viejas computadoras iban casi a la velocidad de la luz. Pues bien, partiendo de esa simple observación, la ciencia halló la forma de proyectar los nëtrons a velocidades superiores a las de la luz.

¡Imaginate nuestra sorpresa cuando comprobamos que estas ondas perforaban el tiempo y regresaban como un rebote desde el futuro! Nos costó casi un siglo ordenar todo eso y lograr direccionar esas partículas hacia un tiempo-espacio futuro determinado, recoger el eco, decodificarlo, por así decirlo, y proyectarlo directamente a nuestro cerebro en forma de imágenes intranodosinácticas.

Yo quise saber qué pasaría conmigo dentro de otros mil años, así que me asomé (estúpidamente, lo reconozco) a esa dimensión. Por suerte la imprudente experiencia fracasó y sólo llegué a ver una fugaz y borrosa imagen que duró una fracción de segundos. He recordado después, que Freud sostenía que la pulsión de muerte se sustrae a la percepción si no está coloreada de erotismo… ¡viejo embrollón! Bueno, sensatamente no quise volver a intentarlo, por lo cual, felizmente, ignoro si en otros mil años estoy muerto o no. Me ahorré, entre otras ingratas revelaciones, el disgusto de ver mi transmutación. Te explico esto: el paso del tiempo no nos envejece biológicamente pero nos va cambiando, nos vuelve como cansados, taciturnos, malos, desconfiados, temerosos y abúlicos. Rasgos, miradas, gestos y mezquindades delatan ese implacable deterioro emocional, aún sin que la piel pierda lozanía. Se sabe, con sólo mirarlo, si un hombre tiene veinte años reales o tiene cien, quinientos, mil años. Muchos viejos primigenios, por ejemplo (no es mi caso, al menos por ahora), han dejado de reír y hasta de sonreír, y si alguna vez lo intentan… ¡Dios mío, es mejor mirar para otro lado!

Pero volvamos a lo que te contaba: el último hallazgo cien­tífico basado en el mismo principio —todavía secreto, y al cual pude acceder porque colaboro como ingeniero de redes intergalácticas con el equipo de investigadores que trabaja en el proyecto—, consiste en enviar textos escritos hacia el pasado, como éste que estás recibiendo en tu pantalla. Es la primera prueba que realizamos con un destinatario identificable. Si todo sale bien, vas a tener este mensaje en la bandeja de entrada de tu correo electrónico (en tu computadora y en el formato de los antiguos e-mails) el domingo 3 de febrero de 2008.

Antes de explicarte por qué elegí esa fecha precisa, quiero completarte este informe sobre el primer siglo del cuarto milenio. Te voy a contar algo sobre las religiones y la sexualidad humana, asuntos que te preocupan mucho.

Empecemos por las religiones. Lo que te voy a decir tiene el propósito de aliviarte en ese conflicto de conciencia que te viene torturando desde que ciertos impulsos personales comenzaron a interferir en tu vocación religiosa.

Nuestra Iglesia Católica, que ejerce predominio en la mayoría de las culturas occidentales, ha adaptado su doctrina a las ideas y los conocimientos de estos tiempos. Lo mismo ha hecho el Judaísmo y las otras Iglesias Cristianas. (Se cumplió la profecía del beato Joaquín de Fiore y hoy estamos en la edad del Espíritu Santo, con la unión en el diálogo y la diversidad de las tres grandes religiones monoteístas abrahámicas). Con decirte que hace ya quinientos años que la homo­sexualidad es aceptada como una opción natural, y las parejas gay hasta reciben el sacramento matrimonial.

Otra novedad es que la Iglesia instituyó el sacerdocio femenino. Pero, curiosamente, algo que siempre creímos que cambiaría se mantuvo igual: el celibato sacerdotal sigue sien­do obligatorio en la Iglesia católica.

Las religiones siguen prometiendo otra vida después de la muerte, pero esa esperanza, dominante en otros tiempos, se ha ido diluyendo. Los creyentes estamos convencidos de que la vida eterna está aquí y ahora. Dios le dio a su criatura pensante la inteligencia y la voluntad para dominar la naturaleza, vencer con la ciencia todas las dificultades y lograr la prolongación interminable de la vida biológica. El fuego de la espada bíblica se apagó y regresamos al Edén, por lo tanto, en teoría al menos, ya estaríamos en el paraíso. Por lo tanto, no hay, no puede haber, otra vida. Y esta convicción colectiva se sustenta desde el sentido común, porque si resulta insoportable para muchos (y creo que a la larga ha de serlo para todos) vivir eternamente y con todas las comodidades en este mundo, ¿quién podría soportar una vida eterna en situación incorpórea? Esa sí que sería una existencia intolerable por lo aburrida.

Entonces, cuando nos cansamos de vivir aquí lo que queremos es simplemente terminar con la vida, no pasar a otra también interminable y tediosa, con la desventaja de que una vez en ella ya no podríamos abandonarla voluntariamente.

Te preguntarás, a todo esto, qué pensamos acerca de Dios. Bueno, somos más creyentes y religiosos que en tu época. En primer lugar, porque creer en Dios es hoy más importante —tiene mayor jerarquía ontológica— que saber a ciencia cierta si Dios existe o es una invención humana (“Bienaventurados los que creyeron sin ver”, escribió San Juan); y en segundo lugar porque se ha impuesto definitivamente la teoría del «creacionismo o diseño inteligente», de la que ya hablábamos en el siglo xx, y según la cual la estructura celular es demasiado perfecta para ser obra del azar. No destronamos a Darwin, ya que nadie niega la hipótesis evolutiva. Simplemente desideologizamos el darvinismo e iluminamos su lado oscuro. Hay sin duda evolución, pero esa evolución es parte de la interminable obra del Creador. En breves palabras, sabemos lo siguiente acerca de Dios:

Es el hacedor del Universo y de todo lo que existe dentro de él.

Es omnisciente y omnipotente.

Es infinitamente inteligente y sabio, y de estas dos condiciones absolutas deriva la más grande de sus cualidades: Dios es justo y su Justicia es perfecta.

No es misericordioso, en el sentido humano del término, siempre relativo, inestable y condicional. Un dios misericordioso no podría serlo a medias, y la misericordia en términos absolutos no siempre sería compatible con la Justicia perfecta cuyo valor filosófico es superior a aquélla, porque un acto de conmiseración hacia una persona, una familia o un pueblo, puede implicar una injusticia para otros. Dios decide y hace lo que debe hacer sin equivocarse, sin sensiblería ni vehemencias. Y los premios y castigos se reciben en vida.

Dios es omnisciente, pero, atención, por propia limitación su omnisciencia no le permite saber lo que va a ocurrirles a los seres humanos, individual o colectivamente. El libre albedrío que nos dio al crearnos nos hace únicos responsables de nuestros actos y sus consecuencias. Nosotros construimos nuestro destino con el pensamiento y las acciones. No puede saber el Creador lo qué va a hacer cada hijo suyo al día siguiente. Si alguien tiene el arrebato de matar a un semejante, Dios se entera en el momento de la acción, no puede anticiparlo ni prevenirlo, porque en ese caso restaría sentido y significación a la libertad que nos otorgó. Si una persona, por su imprudencia o su intemperancia, se expone o expone a otros a un accidente, Él nada puede hacer. Cuando nos hizo libres, restringió su propia facultad de tomar injerencia en nuestras conciencias y en nuestras determinaciones personales. Nos señaló el camino al darnos la Ley, pero nos dejó en libertad de elegir entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo correcto y lo incorrecto. A veces, eso sí, escucha un ruego, o atiende un pedido de la Virgen María, nuestra madre celestial. Ella sí es misericordiosa e indulgente, y en ocasiones decide intervenir para torcer un suceso. En este caso se trata de un milagro que, como siempre sucedió, se realiza como excepción, más que nada como testimonio de la existencia de la voluntad divina y como luz de esperanza para los débiles y desdichados.



Dios estuvo siempre, y esto no es difícil de comprender racionalmente. Antes de crear el Universo el tiempo no existía, por lo tanto Dios no pudo tener un comienzo, ya que algo que «comienza» supone la existencia previa de los parámetros del tiempo; y como el Universo un día cesará de expandirse y se contraerá hasta extinguirse, es sencillo deducir que Dios tampoco tendrá un fin, ya que «finalizar» implica una acotación en el tiempo, y el tiempo se habrá extinguido con el Universo. Por eso mismo se ha especulado que la omnipotencia de Dios tiene un límite: no puede poner fin a su propia existencia. Es decir, Dios no puede suicidarse. Estuvo siempre y deberá estar siempre, aun cuando el Universo desaparezca y todo vuelva a ser la Nada. Entendámonos, la Nada salvo la esencia pura que es precisamente Dios. Se supone que cuando esto ocurra creará otro Universo y todo comenzará nuevamente. Tal vez ya hizo ese ciclo muchas veces; es más, tal vez no haya un solo Universo sino muchos universos paralelos, cada uno con sus leyes perfectas y ciclos de vida, que, como fuegos artificiales, surgen, brillan y se apagan ante la mirada divertida del Creador. Vayamos ahora a la sexualidad. Después de dos mil cuatrocientos años de prohibición sexual, un Papa senegalés pidió perdón Urbi et Orbi, el erotismo se desatanizó y el Sép­timo Mandamiento quedó circunscrito a su sentido original: una condenación del adulterio, que es, nadie podría dudar de eso, una de las peores inconductas humana.

Las religiones han aceptado también el control de la natalidad por métodos no abortivos.

Por otra parte se terminaron hace siglos las discusiones sobre la orientación sexual de las personas. Está claro que hay solamente dos sexos, femenino y masculino; pero la ciencia ha demostrado que todos los humanos somos bisexuales por herencia genética de nuestro remoto origen hermafrodita, aun cuando la mayoría desarrollamos desde niños una preferencia por el sexo opuesto (antes llamados heterosexuales), y una minoría por su propio sexo (antes llamados homosexuales). Pero clasificar a las personas como heterosexuales y homosexuales en términos absolutos era conceptualmente erróneo. Ahora sabemos que todos tenemos naturales inclinaciones tanto hacia uno como hacia el otro sexo, aunque en dosis o proporciones muy variadas. En las preferencias sexuales hay grados intermedios que van desde la ambivalencia hasta la clara definición, aunque nunca esta definición es categórica. Es decir, no hay hombres ciento por ciento hombres ni mu­jeres ciento por ciento mujeres. Yo, por ejemplo, nunca me permití una experiencia homosexual, pero reconozco que fue por negación prejuiciosa, porque en ocasiones he tenido fantasías extrañas. Pero en mi caso esas fantasías se relacionaron siempre con muchachos afeminados, de atractivo similar al de las mujeres, jamás con hombres de clara masculinidad, por lo cual me resigno a conceptuarme como un bisexual, pero con preferencia dominante por el sexo opuesto.

Hoy el matrimonio gay es algo normal y muy estable. Pero la libertad imperante y la búsqueda de la felicidad llega aún más lejos: es cada vez más frecuente que dos matrimonios gay, uno entre mujeres y otro entre hombres, convivan con el propósito de experimentar entre los cuatro todas las variables y potencialidades de la sexualidad. Para no hablar de las uniones heterosexuales de tres o más personas, de las parejas electrónicas, del sexo robótico, o del sexo solitario con imágenes tridimensionales, entre otras opciones. En fin, cada uno diseña su intimidad como quiere, la humanidad ha cultivado la tolerancia, y las religiones ya no se meten en la cama de los fieles.

Pero ahora voy a sorprenderte. Cuando la Iglesia derogó la prohibición sexual fuera del matrimonio, se puso inmediatamente de moda la castidad opcional. Los médicos la recomiendan, los terapeutas comportamentales dicen que fortalece la templanza y el autodominio, y las religiones la siguen considerando una virtud y la aconsejan como ejercicio espiritual voluntario para la formación del carácter. ¿Qué tal?

Bien, hijo, creo que ya logré interesarte en lo que te estoy diciendo. Ha llegado el momento, difícil para mí, y también lo va a ser para vos, de explicarte por qué estás recibiendo esta carta en tu computadora exactamente el 3 de febrero de 2008.

Dos días después de esa fecha, el martes siguiente, recibí una invitación telefónica de mi amigo Goicochea para pasar unos días en su estancia de San Andrés de Giles. Te ofrecí venir conmigo para que pudiéramos hablar a solas durante el viaje. Querías decirme algo importante. Tenías (tenés, en el momento de recibir este mensaje) dieciocho años, pero eras apegado a mí como un chico. Me confiabas todo, tus ilusiones, tus problemas, tus inquietudes más íntimas. Y yo te defraudé ese día con mi incomprensión. En el camino me hablaste de tu decisión personal, fuiste valiente y sincero, pero al mismo tiempo confiaste en mí, supusiste erróneamente que yo sería capaz de entenderte. Pero no fue así, al escucharte me puse loco, discutimos, te grité, creo que hasta te insulté, y mi alteración provocó un accidente en la ruta en el que vos, querido hijo, perdiste la vida. Tu madre no lo soportó y falleció un año más tarde. He vivido más de mil años con esta terrible culpa. Yo jamás volví a casarme.

Cuando comenzamos a trabajar en este proyecto, descubrí que había vivido siglos anhelando inconscientemente una opor­tunidad como esta. Me aferré a esa idea con desesperación, hasta que estuvimos en condiciones de hacer la primera prueba. Les rogué a mis colegas que me dejaran advertirte del accidente. Primero se negaron, pero después accedieron por el afecto que me tienen y también por ser un viejo primigenio, pero son escépticos. Sostienen que si logro evitar tu injusta muerte, tu supervivencia provocaría un aluvión de cambios en la historia del último milenio. Es decir, si vos vivís y elegís tener hijos (no lo sé, es una conjetura en cierto modo desmentida por tu decisión, aunque podrías cambiar) todos tus descendientes formarán una pirámide gigantesca que necesariamente habrán de producir mutaciones drásticas en la sociedad. Y ellos no creen que eso sea racionalmente posible. Pero yo me aferro a la ilusión de salvar tu vida, que es lo único que me importa. Supongamos que lo logre, ¿qué pasará conmigo? Lo ignoro. He vivido en soledad este largo milenio y de pronto me encontraría rodeado por una familia multitudinaria. Existe la posibilidad de que si vos y tu madre sobreviven, yo desaparezca. O tal vez ustedes se desarrollen en otra dimensión (se habla de la posible existencia de varias historias alternativas o realidades paralelas) y no nos encontremos nunca… o acaso, ¿por qué no?, yo mismo sea proyectado a esa otra realidad. No lo sé. Me advirtieron que este experimento es riesgoso y por eso no se va a repetir.

Imagino lo difícil que ha de ser para vos creer en todo esto, ¡sobre todo si ahora mismo me tenés ahí, haciendo mi vida cotidiana junto a vos, acaso caminando cerca de tu silla en este preciso momento! Le he pedido a nuestra Virgen de Luján que ilumine tu corazón. La idea es que me convenzas de suspender ese fatídico viaje con cualquier pretexto. Si no acepto, no viajes ese día conmigo. ¡Por favor, Alejo, no lo hagas!

La alternativa sería que viajes conmigo pero que no me digas una palabra de lo que pensabas decirme. Te voy a fallar, hijo, porque no me vas a encontrar preparado para semejante noticia. 

Si con estas palabras logro convencerte del peligro que te acecha, podrás, junto a tu madre, seguir viviendo para acceder, años más tarde, al tratamiento privilegiado que mi fortuna podrá facilitarnos a los tres. ¡Seremos de los primeros en alcanzar la vida eterna!

Un abrazo de tu padre que te ama desde el fondo del tiempo.

 

Segundo mensaje

Asunto: Urgente para Alejo (hijo)

 

 

Alejo, hijo querido, siempre tuve buena memoria, pero ha pasado tanto tiempo… Cuando te envié el mensaje anterior (que ahora te reenvío por archivo adjunto y que te ruego abras ya mismo y leas detenidamente, ¡es muy importante!) recor­dé, aunque vagamente, que dos días antes de hacer cierto viaje aciago, vi en nuestra computadora un mail dirigido a <Alejo> en nuestra dirección familiar, la que usábamos todos. Ahora me doy cuenta de que eso que vi era mi primer mensaje desde el futuro dirigido a vos. Lo abrí creyendo que era para mí, porque “Alejo” también era entonces mi sobrenombre. ¡Qué imbécil! Cuando leí las primeras líneas en la previsualización pensé que era una de esas publicidades tan molestas que se remitían a los correos electrónicos iniciándolas con el nombre de los usuarios. «Alejo, empezaré por decirte que estoy en el año tres mil cuarenta y tres…», ¡pero por favor!, ¿estarán promoviendo algún celular futurista?, me dije fastidiado. ¡Y borré el Mail sin leerlo como hacía siempre que me llegaban esas basuras! Vos en cambio te interesabas por todo y seguramente lo habrías leído. Por eso te reenvío el texto que por mi torpeza no pudiste ver.


Último mensaje

Asunto:
Muy urgente para Alejo (hijo)

 

 

Este es el último mensaje que te mando, porque el sistema va a ser desactivado definitivamente. Por favor, hijo, abrí el archivo que te adjunto. Es mi tercer mensaje. El primero, lo borré estúpidamente yo mismo. Luego recordé que semanas posteriores a cierto accidente que quiero que evites, vi un men­saje dirigido a vos que debió de ser el segundo ¡y que había sido abierto! No sé si leíste todo el archivo o comenzaste a hacerlo y lo tomaste en broma. Lo cierto es que el mensaje llegó a tus manos pero el accidente se produjo de todas maneras. ¿Qué sucedió?

Me autorizaron a hacer un último intento, pero esta vez haré que lo recibas con mucha anticipación, dos meses antes de un viaje que hicimos juntos a la estancia de Goycochea.

Aunque… no quiero engañarme. Creo recordar… estábamos almorzando, ¿o cenando…?, no, estábamos almorzando, cuando me preguntaste si yo te había escrito un mensaje raro firmado como “tu padre”. Yo lo negué y vos lo atribuiste a algún amigo bromista, y como el archivo era muy extenso ni lo leíste. ¡Claro, con ese antecedente, cuando dos meses más tarde viste el otro mensaje, que vendría a ser el segundo, ya no le habrás prestado ninguna atención!

Me siento descorazonado como no lo había estado en mucho tiempo. Es que ahora me convenzo de que mis colegas tienen razón, no podemos cambiar los hechos irreversibles de nuestro pasado. Sólo Dios puede hacer algo así. Si tu destino fue morir en ese accidente, y el de tu madre morir de pena, el mío es vivir eternamente con esta amargura en mi corazón, y ahora, casi once siglos más tarde, remitirte estos desesperados e inútiles mensajes de advertencia. Pero alivia mi dolor saber que llegan a vos, que los estás viendo en tu pantalla, que los estás tomando en broma, que quizás te he divertido un poco. Y eso es para mí como si estuvieras vivo en alguna parte.

 

Epílogo

Luján, un día impreciso del año 3043

El casco histórico de Luján conservaba del pasado, además del calor, los museos de Enrique Udaondo, los peregrinos católicos mirando vidrieras sin apuro y las llamativas fachadas con zaguán y puerta cancel de muchas de las casas construidas a principios del siglo xx. En una de esas antiguas residencias vivía el profesor doctor Alejandro Terboner, sin otra compañía que el silencio, los recuerdos inabarcables, y miles de libros de papel que se desintegraban en los estantes.

Ese día se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de su Alejo y tenía necesidad de visitar el santuario de Nuestra Señora de Luján para meditar y orar. Al llegar a la basílica le llamó la atención que hubiera comenzado una misa, no en el camarín, como era habitual los días de semana a esa hora, sino en el Altar Mayor. Contrariado, no quiso participar de la ceremonia, por lo cual se refugió, un poco sigilosamente, en el pequeño altar lateral de Santa Ana, adyacente al crucero oriental. Se sentó en el reclinatorio frente a la imagen de San Joaquín, que apoyado en su báculo de mármol lo contempló con su habitual adustez. Se sentía más cerca de la Virgen hablándole en soledad que participando de una liturgia cargada de símbolos y convenciones que, aunque respetaba y a veces aceptaba, no terminaba de conformar a su mente analítica.

Desde allí veía de soslayo al sacerdote que oficiaba ante el Altar Mayor.

Ahora comprendía que esa ilusión suya de cambiar el pasado sólo podía germinar en un alma torturada. Su hijo y su esposa no iban a volver a la vida. ¿Se justifica vivir interminablemente sin ellos? Miró distraídamente los movimientos del oficiante; la celebración alcanzaba su máxima solemnidad: el misterio de la Eucaristía. Aunque no quería concentrarse en la misa, igual se arrodilló como manda la ceremonia para ese momento sagrado; otra vez esa somnolencia depresiva; «Esta es la sangre de Cristo»; la voz del sacerdote martillaba sus oídos con una sonoridad hipnótica. «¡Jesucristo ha resucitado; éste es el milagro de la fe!». Los necesito tanto… Alejandro Terboner, sin pensarlo (fue como un acto reflejo) había girado levemente la cabeza y sus ojos se clavaron en la Hostia consagrada que el sacerdote elevaba con gesto de profunda unción. Le pareció que el sacerdote ya no era la misma persona, aunque no pudo detenerse en esa observación porque diferentes escenas comenzaron a superponerse vertiginosamente y un repentino estupor vino a borrar de su mente las cavilaciones que lo habían agobiado segundos antes. Todo pareció desvanecerse a su alrededor. Todo, excepto el sím­bolo del divino cuerpo que resplandecía en lo alto con una blancura radiante y sobrecogedora. «Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Bienvenidos a la mesa del Señor».
 

Terboner sonrió emocionado cuando su hija, con hábito blanco y humeral verde, avanzó con el copón entre sus delicadas manos para comulgar a los feligreses que habían formado un semicírculo frente a la pequeña Virgen de Luján.

Cuando la misa terminó buscó entre la muchedumbre a su ex esposa para saludarla, como lo hacía cortésmente todos los domingos, más allá de que ella, diez años más joven que él (años primigenios, se entiende), más otros veinte entregados en el quirófano y algún adicional perdido a fuerza de gimnasia y cosmetología, ya se había casado cinco veces desde que se divorciaron hacía casi seiscientos años.

Después de todo seguían siendo los padres de Alejo, aquel muchachito amado que un día ya muy lejano tomó la decisión de cambiar de sexo, y que ahora, para orgullo de ambos, era la madre Alejandra, rectora de la basílica de Luján.

© Enrique Arenz 2006.
Prohibida su reproducción por cualquier medio.

Ir a la reseña del libro «No confíes en tu biblioteca»
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