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¿Quién tiene la culpa? (1981)

Análisis del fracaso de la política económica del Proceso

 

Los chilenos están haciendo las cosas mejor que nosotros. Desde 1973 hasta la fecha el gobierno de Pinochet ha logrado privatizar nada menos que 500 empresas del Estado, hallándose en pleno proceso de transferencia la mayor parte de las restantes. Esto quiere decir que la nación trasandina —con un gobierno autocrático, es verdad, pero eficiente en la elección y aplicación de su sistema económico— está muy próxima a su despegue como poderoso y moderno país capitalista, con crecientes inversiones externas, una moneda en vías de franco saneamiento y un nivel de ocupación cada vez más sólido y mejor remunerado.

En Brasil ocurre otro tanto. El gobierno acaba de anunciar la próxima privatización de 3.000 empresas actualmente en manos del Estado, en un programa calurosamente aprobado por la opinión pública y que se iniciará con el inmediato traspaso a manos privadas de 136 de ellas. Mientras nuestros vecinos van subiendo lenta pero firmemente la pendiente del éxito, nosotros nos desplazamos cuesta abajo, viviendo la irrealidad del menor esfuerzo, con gobernantes que se asombran al descubrir que a pesar de su propia ineficiencia aquí todavía podemos comer siete días a la semana, con ciudadanos que no se deciden a abandonar el estado de servidumbre al que voluntariamente se sometieron con su voto y su pereza, con una clase dirigente insegura de sí misma, temerosa de la libertad, acostumbrada a esperarlo todo del Estado, y con un gobierno militar de excepción que vino para cambiar todo esto y que terminó, al cabo de un lustro de ilimitado ejercicio del poder, traicionando en los hechos sus propias palabras y objetivos. Mientras otros vencen su pobreza con inteligencia y sudor, nosotros nos dejamos arrastrar irremediablemente hacia el vacío.

 

Curioso comentario

Cuando hemos afirmado que los funcionarios de este gobierno no saben ni dónde están parados, se nos ha acusado de exagerados y derrotistas. Sin embargo, la realidad suele superar nuestro irremediable pesimismo. Veamos si no: el subsecretario de Combustibles de la Nación, acaba de declarar que Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) probablemente sufra un nuevo quebranto este año, ya que, en su opinión, los últimos ajustes en las tarifas de los combustibles, no son suficientes como para propiciar el desarrollo de los servicios en la medida necesaria, y si bien reconoció que el último incremento en el rubro fue alto, afirmó que también fue alto el índice de inflación.

«Yo diría —comentó el funcionario— que no es tanto la nafta lo que sube sino que es la moneda lo que baja…» ¡Bravo, señor subsecretario! ¡Felicitaciones por tan singular agudeza! Lástima que se olvidó de decir que YPF es una de las causantes de esa inflación que nos devora, y no por el aumento de las tarifas, sino por los pavorosos aportes del Tesoro a esa ineficiente y deficitaria empresa estatal cuyo endeudamiento llegará este año a los 6.000 millones de dólares, cifra equivalente al sesenta por ciento de nuestras exportaciones. YPF (única empresa petrolera del mundo que arroja pérdidas) forma parte del grupo de grandes empresas estatales que se devoran anualmente nada menos que el 33 por ciento del presupuesto nacional a través de ese rubro denominado «Desarrollo de la economía». Ese funcionario que se queja de la incidencia de la inflación sobre quien la provoca, no sabe ciertamente ni dónde está parado. ¡Como para esperar que bogue por la privatización!

 

¿Qué nos está ocurriendo?

El golpe militar del 24 de marzo de 1976 no se hizo únicamente para remover un gobierno corrupto y moribundo. Se hizo para aniquilar la subversión alentada por el partido gobernante y para reemplazar el sistema estatista e inflacionario inaugurado por Perón en 1946 y que el país ya no podía seguir soportando. El primero de los propósitos, la lucha antisubversiva, se logró plenamente, pero el segundo objetivo —si es que en algún momento se lo sustentó con la misma convicción que al primero—, fracasó rotundamente, víctima del desgano. Se lo dejó diluir entre promesas y discursos, se fue en puro palabrerío.

El programa económico de las Fuerzas Armadas, anunciado al país el 2 de abril de 1976, propiciaba lo que se dio en llamar una «Economía de producción» que tendría como principales protagonistas al individuo y a la empresa privada, reservándose el Estado un rol meramente orientador y subsidiario. Había que reducir el tremendo déficit fiscal y aliviar así la actividad privada de la insoportable carga de un sector público anárquico y sobredimensionado.El país se hundía porque el sistema estatista no daba para más y ese estado de cosas no podía mantenerse un solo día más.

 

El plan y Martínez de Hoz

Y así fue que las Fuerzas Armadas anunciaron su plan previa designación de Martínez de Hoz como ministro de economía. Una de las principales medidas anunciadas consistiría en la inmediata privatización de la mayor parte de las empresas del Estado.

Y bien, ya sabemos que esto no se cumplió, y hoy la dimensión del Estado es mayor que en 1976. ¿Qué ocurrió? ¿Quién es el culpable de este fracaso?

Según el ex secretario de Hacienda, Juan Alemann, los responsables no han sido otros que los militares. «Sin duda se podía haber hecho mucho más —declaró recientemente—; pero primero hubo que crear conciencia sobre la necesidad de privatizar, ya que esto en 1976 no estaba claro. Las Fuerzas Armadas en general son proclives a la empresa estatal. Mientras por un lado nosotros nos esforzábamos en privatizar, por el otro Fabricaciones Militares avanzaba sobre la empresa privada»

Vaya una novedad la que nos dice el doctor Alemann: que los militares son proclives al estatismo. Eso ya se sabe. Lo que sí en cambio resulta curiosamente novedoso (y francamente difícil de creer), es eso de que Martínez de Hoz se «esforzaba» en privatizar, ya que para que ello hubiese sido realmente así, el pragmático ex ministro y sus colaboradores deberían haber estado absolutamente convencidos de que si tal privatización no se hacía, todo se vendría abajo estrepitosamente. Había que privatizar o se fracasaba, no había alternativa. Y si ellos hubieran tenido tal certidumbre, no sólo habrían sabido disuadir de su error a los militares sino que, en caso de no lograr tal propósito persuasivo, jamás habrían aceptado el criterio opuesto que finalmente prevaleció, y mucho menos se habrían condicionado hasta el extremo de idear ingeniosos mecanismo0s dirigistas destinados a engañar al país y sostener semejante absurdo. (La diabólica «Tablita» del dólar, oficializada en diciembre de 1978, no tuvo sino esa exclusiva finalidad). Si Martínez de Hoz y sus «mocositos insolentes», como acertadamente los llamó Manrique, hubieran sabido que esas teorías híbridas impuestas por el empecinamiento de los militares en no privatizar estaban de antemano condenada al más rotundo fracaso, hubieran renunciado antes de dar la cara por ellas.

 

¡Ah, la ignorancia!

No, Martínez de Hoz no hizo esfuerzos para privatizar porque desconocía la trascendencia de esta medida. Al igual que los militares y los civiles que los acompañan (incluyendo al señor Sigaut) Martínez de Hoz no entendió el problema de la inflación en su exacta y alucinante dimensión y creyó honradamente que se podía hacer el edificio primero y los cimientos después. Lo poco bueno que hizo —porque algunas de sus medidas fueron acertadas, sin ir más lejos, la apertura de la economía— lo edificó sobre arena movediza, sobre el tembladeral que representa para cualquier país una moneda envilecida, un simple papel pintado que sale por torrentes desde las imprentas oficiales.

«Una moneda eficaz es la condición de la libertad humana —dijo Jacques Rueff—;creedme: hoy como ayer, el porvenir del hombre depende de la moneda».

Decididamente, la ignorancia, esa peste de nuestro tiempo, es la única culpable del fracaso de nuestras Fuerzas Armadas y de sus colaboradores civiles.

 
© Enique Arenz. (Publicado en Empresa y Finanzas en Agosto de 1981)

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