¿Quedará otra vez relegada la Argentina?
El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz
Artículo publicado originariamente en el diario La Prensa el 11 de junio de 1987
Como es proverbial en los argentinos —especialmente en sus clases dirigentes y en quienes orientan a la opinión pública—, hemos vuelto a desviar la atención de nuestros problemas de fondo. En un momento histórico mundial particularmente dramático, donde los acontecimientos, lejos de amoldarse a las ilusorias «bisagras» de Alfonsín, se precipitan vertiginosamente exigiendo con perentoriedad claras y valientes definiciones en aquellos que por su condición rectora debieran estar a la altura de los tiempos, hemos postergado una vez más el debate sobre el país que queremos y el orden social en el cual estamos dispuestos a vivir.
Desde los graves sucesos de Semana Santa no pensamos en otra cosa que no sea la crisis militar, como si pudiéramos darnos el lujo de marginarnos durante ocho semanas de los profundos cambios que se están produciendo en el mundo.
Y no es que dicha crisis no constituya un serio problema. Al contrario, lo es, y en grado superlativo. Pero lo problemático de esa crisis, lo que más tendría que preocuparnos e inducirnos a la reflexión, no radica tanto en lo que ocurrió ni en lo que podría llegar a ocurrir, sino en el hecho de que nos vimos envueltos en ella por causa, precisamente, de nuestra incapacidad para afrontar los problemas cuando todavía estamos a tiempo para prevenir inteligentemente sus consecuencias.
Sucedió lo que sucedió por esa mala costumbre nuestra de eludir la verdad y engañarnos a nosotros mismos, por no atrevernos a llamar las cosas por su nombre ni a tomar decisiones en base a principios e ideas claras. Preferimos emparchar provisoriamente nuestros errores antes que ir al fondo de sus raíces.
Quienes hayan analizado con objetividad todas las opiniones, declaraciones, discursos y comentarios periodísticos que se han venido difundiendo aluvionalmente a través de los diversos medios de comunicación desde que se produjo el lamentable episodio de Campo de Mayo con la tristísima escena de Pascua hasta el epílogo, cuarenta y siete días después, de la sanción de la llamada «ley Rico», estarán de acuerdo conmigo en que pocas veces en los últimos tiempos hemos tenido la oportunidad de contemplar con tan nítida claridad los decepcionantes perfiles de nuestra inmadurez política.
La mentalidad socialista (1)
Y ha sido precisamente esta inveterada inmadurez lo que ha permitido a la ideología socialista ir destilando gota a gota su jugo corrosivo sobre las conciencias desprevenidas de millones de ciudadanos hasta llenar ese vacío intelectual y gravitar así sobre todos los acontecimientos políticos.
La crisis militar —que comenzó en el propio «Proceso», saturado de elementos keynesianos y socialoides—, es también un producto de las influencias subterráneas de esa ideología.
No me refiero a la controversia entre quienes propician una ley de amnistía y aquellos otros que, desde el gobierno y con el respaldo mayoritario de la ciudadanía, impusieron con su voluntarismo numérico el ofensivo concepto de la «Obediencia debida».
Tampoco hago alusión a las contradicciones del peronismo, el más inmaduro y, por eso mismo, el más inficionado de socialismo de todos los sectores políticos pretendidamente democráticos, sino a los propios militares, tan poco proclives a exteriorizar con humildad algún pesar por los horrores que protagonizaron en su justa guerra contra la subversión.
No, mis reflexiones no apuntan a desmenuzar estas candentes cuestiones que tomo simplemente como referencias para ir un poco más al fondo de las cosas. Lo que estoy tratando de decir es que en el trasfondo de esta conmoción nacional actúa una ingenua, simplona y gaznápira mentalidad socializante alojada en el corazón de millones de argentinos que de socialistas no tienen nada.
Salvo contadísimas excepciones, en cada declaración u opinión se trasluce el sesgo socializante —hacia el extremo de la izquierda o hacia el extremo de la derecha, que lo mismo da uno que otro socialismo— de quien la expresa, sea militar o civil. Casi todos demuestran una abrumadora impregnación de confusas ideas que aparentan ser democráticas pero que en verdad resultan contradictorias con la libertad como sistema de vida. Unas veces exaltan el Estado omnipotente y otras trasuntan un nacionalismo patológico que reniega de Occidente y se solidariza con el mundo comunista (Martínez de Hoz vendiéndole trigo a Rusia, en desafío del embargo norteamericano por la invasión de Afganistán, Costa Méndez abrazándose con Fidel Castro, y Caputo negándose a investigar la violación de derechos humanos en Cuba).
Hasta los liberales están cediendo
Cómo estará de desorientada esta sociedad que hasta un partido político de doctrina liberal como la Unión del Centro Democrático (UceDé) —que ha sido, es y debiera seguir siendo una esperanzadora cruzada contra el colonialismo ideológico socializante y verdadera alternativa democrática del populismo radical peronista, ha padecido los primeros síntomas de la infección que se proponía combatir.
Efectivamente, han aparecido en sus entrañas líderes y grupos internos de inusitado activismo que hablan de «nuevo liberalismo», «liberalismo solidario» y «liberalismo social y popular», expresiones que se complementan con la agresión hacia sus más respetables dirigentes a quienes exigen nada menos que abandonar los principios doctrinarios y hacer política demagógica para llegar al poder cuanto antes y a cualquier precio. Si hasta buena parte de la juventud liberal parece haber caído en el descreimiento de las sanas ideas que un día la apasionaron, y muchos de sus integrantes se sienten más a gusto defendiendo la «democracia» en la Plaza de Mayo, compartiendo cánticos con «Montoneros» y los jóvenes turcos de la «Coordinadora» radical, que apoyando activamente en el Congreso Nacional la solitaria y a menudo sobresaliente actuación de sus propios legisladores.
Y hago esta mención porque es un hecho que en el mundo desarrollado la ideología liberal está alcanzando un sorprendente rango cultural luego del agotamiento del «Estado benefactor» de la socialdemocracia. Los intelectuales están descubriendo a von Mises y a Hayek, y una mentalidad individualista y antiestatista ha comenzado a rebelarse contra la masificación y el intervencionismo estatal.
Si nuestra clase política fuera lo suficientemente, no digamos culta (porque tampoco podemos pedir milagros), pero sí madura y sagaz, la Argentina tendría el privilegio de ser uno de los primeros países marginales en adoptar esos nuevos conceptos antes de que el nuevo orden social a estructurarse en el mundo bajo el liderazgo de las naciones conducidas por los estadistas más lúcidos, vuelva a relegarnos, esta vez quizás por décadas, al rincón de los atrasados y dependientes. Este gobierno tiene hoy la gran oportunidad de ponerse de un salto a la altura de los tiempos y demostrar que al menos posee alguna intuición histórica que legitime su pretensión de gobernar.
Pero esta posibilidad se está diluyendo. De lo mucho que se habló sobre la «solución liberal» en estos cuatro años de democracia, apenas prendió una tímida intención de privatizar algunas pocas empresas estatales. Pero no sólo Alfonsín no privatizó nada sino que, además, a nadie parece importarle el sistema corporativo con su estructura socialista que hemos venido montando durante los últimos cuarenta años, realidad esta última mucho más peligrosa que el déficit de las empresas estatales.
Pero si los radicales no perciben las vibraciones de este cambio ideológico mundial, y los liberales de la UceDé se dedican a hacer demagogia imitando a los grandes fracasados de la historia en lugar de inducirlos al cambio o, al menos, de impedir la torpeza de contradecirlo, no hay entonces esperanzas para este desdichado país.
¿Hacia un régimen marxista?
Si no hacemos algo a tiempo, este modelo corporativo unido a la mentalidad socialista del argentino medio nos ha de llevar, inevitablemente, hacia un régimen autoritario de izquierda. Quizás un autoritarismo no desprovisto de ciertas formalidades democráticas y hasta de algún aparente y novedoso estado de derecho. Basta con manipular a la Justicia para amordazar y perseguir, con apariencia legal, a opositores y presuntos «desestabilizadores».
El sencillo expediente de reformar legalmente la Constitución Nacional para consagrar los llamados «derechos sociales» e instituir algún exótico sistema de gobierno con activa participación popular, constituirá el tramo final de esa indolora y lenta transición hacia un régimen autoritario por la que nos venimos deslizando tan complacientemente desde hace décadas.
Pero, atención, no es que la inmensa mayoría de los argentinos quiera terminar así. Al contrario, todo el mundo quiere vivir en libertad, con democracia, pluralismo, tolerancia y respeto de los derechos individuales. La prueba de ello es que la izquierda no supera jamás el 8 o 10 por ciento de los votos. Lo paradójico es que quiere la libertad, pero sus ideas, sus conceptos, sus simpatías y sus prejuicios se inclinan inconscientemente hacia el socialismo.
Es que el argentino medio no sabe todavía que libertad y socialismo son conceptos antitéticos e irreconciliables. La sociedad argentina y sus clases dirigentes han caído ingenuamente en la trampa de la grata combinación liberalismo-socialismo. “Creo en el socialismo en libertad”, le oí decir un día a Ernesto Sábato, uno de los hombres más inteligentes, honrados y, a la vez, profundamente equivocados de esta Argentina contradictoria e inmadura.
Las alabanzas desmedidas que se le prodigó aquí al señor Guerra, conspicuo socialista español que nos visitara recientemente, muestran el grado de enamoramiento del argentino medio hacia las ideas utópicas del socialismo supuestamente liberal y democrático.
Y esa mentalidad es la que nos induce a creer en la falsa alternativa de golpe o democracia, cuando la verdadera opción del mundo civilizado es hoy libertad o socialismo.
Seguimos eludiendo el problema de fondo mientras la pobreza y el resentimiento se adueñan de vastos sectores populares. Entretanto la ideología avanza en la cultura, en la enseñanza, en la economía y, por supuesto, en la conciencia descuidada y confundida de cada ciudadano argentino.
(1) Aclaraciones del autor sobre el término “Socialismo”. Según el diccionario castellano, «socialismo» es la doctrina que antepone los intereses comunes a los individuales, y «comunismo» es la doctrina contraria a la propiedad individual. Se trata de dos definiciones filosóficamente coincidentes. Ambas se contraponen con la doctrina liberal que consagra los derechos y garantías individuales como atributos de la criatura humana anteriores al Estado y a la sociedad misma.
No llegó a conocerse en el mundo un solo Estado que se atribuyera haber alcanzado la utópica condición llamada «comunismo». La hoy inexistente URSS fue siempre una Unión de Repúblicas Socialistas. La Cuba castrista también. La Constitución cubana dice en su artículo 1º: «La República de Cuba es un Estado socialista de obreros y campesinos y demás trabajadores manuales e intelectuales». Y en su artículo 14º expresa esta inequívoca definición: «En la República de Cuba rige el sistema socialista de economía, basado en la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios de producción y en la supresión de la explotación del hombre por el hombre».
Por su parte, el fascismo y el Nazismo fueron expresiones socialistas (nacional – socialismo) de originaria inspiración marxista. Hasta Perón, que fue un aventajado discípulo de Mussolini, al fundar su movimiento vaciló entre llamarlo socialista o justicialista.
El famoso economista lord Keynes, cuyas teorías contrarias a la libertad del mercado fueron elogiadas y parcialmente aplicadas en sus regímenes por Stalin, Mussolini y Hitler, no fue sino un socialista encubierto que, a través de la controvertida «Sociedad Fabiana», se propuse socavar los fundamentos del sistema capitalista. Estas ideas lograron penetrar en universidades y círculos académicos y políticos del mundo libre y alcanzaron sus objetivos al barrer, literalmente, la filosofía liberal de esos ámbitos durante casi un siglo.
Una salvedad: en la Argentina, el tradicional Partido Socialista, conocido durante décadas de división interna como «socialismo democrático», otrora verdadero cenáculo de la civilidad, queda excluido del concepto de «socialismo» que yo aquí vinculo al colectivismo y a la supresión de los derechos humanos. El Socialismo de Juan B. Justo, Repetto, Mario Bravo, Alfredo Palacios y Américo Ghioldi, es merecedor de estima y respeto por su historia, por el prestigio de sus dirigentes pasados y por los altos valores éticos y republicanos que siempre defendieron. Por otra parte, las rectas ideas de su fundador, Juan B. Justo, sobre todos las relacionadas con la moneda y la economía, no tenían nada de socializantes, rica herencia cultural que los actuales militantes de este partido desconocen o prefieren ignorar.