Moneda, inflación e hiperinflación
Ensayo de Enrique Arenz sobre la doctrina liberal
Capítulo 8º
Cuando en la antigüedad un campesino deseaba intercambiar sus gallinas por un ternero, tenía primero que encontrar a alguien que tuviera un ternero para vender, y luego que estuviera dispuesto a cambiarlo por gallinas. Si se daban estas felices coincidencias, el intercambio se realizaba sin inconvenientes y con ganancias para ambas partes. ¿Pero qué ocurría si el dueño del ternero no necesitaba gallinas sino cuatro bolsas de trigo? En tal caso no había forma de llegar a un acuerdo salvo que apareciera un tercer interesado que tuviera trigo para ofrecer y que quisiera gallinas a cambio. Si esa segunda coincidencia se producía, era entonces factible que se llegara a un acuerdo: el primero entregaba sus gallinas al tercero, recibía de éste las cuatro bolsas de trigo, y luego ofrecía al segundo dichas bolsas a cambio del ternero. Este de por sí complicado proceso se dificultaba aun más si entre las partes intervinientes no había coincidencia con respecto a los tipos de intercambio (o precios relativos), contratiempo difícil de resolver al no disponerse de una forma práctica de fraccionar adecuadamente los valores negociados.
El trueque ofrecía, pues, muchas dificultades y reducía la actividad mercantil a intercambios sumamente simples y siempre entre individuos aislados. La falta de un sistema monetario constituía un factor inhibidor de las energías individuales que obstaculizaba la creación de riqueza y su libre intercambio. Tan pronto como la división del trabajo y la evolución de la cultura tendían a generar una mayor productividad, las complicaciones del intercambio directo entorpecían la actividad comercial y trababan el lento y dificultoso desarrollo económico. ¿Cómo hacía el médico, por ejemplo, para obtener una botella de vino si el bodeguero y su familia no se enfermaban nunca?
La necesidad de dar solución práctica a estos inconvenientes indujo a algunas personas a aceptar a cambio de sus productos ciertas mercancías que por alguna razón demostraban ser más fácilmente vendibles que otras. Estas mercancías, que podían conservarse durante mucho tiempo a fin de ser intercambiadas sin dificultad por otros bienes y servicios, fueron las primeras monedas que se conocieron en el mundo.
El dinero no apareció como resultado de un acto legislativo ni porque todos los hombres se pusieran de acuerdo en utilizar determinadas mercancías como medio convencional de intercambio. La adaptación fue lenta y natural. Al comienzo fueron muy pocas personas (hábiles comerciantes dotados de la rara intuición del empresario) quienes descubrieron que cambiar bienes poco vendibles por otros más vendibles y acumular estos últimos para a su vez volverlos a cambiar por otros bienes menos vendibles en el momento en que estos se necesitaban, proporcionaba fluidez a las operaciones y considerables ventajas económicas.
Conociendo la naturaleza humana no cuesta mucho imaginar la desconfianza y resistencia del común de las personas ante el lento avance de este ingenioso método de intercambio indirecto. Podemos deducir que los pocos que lo practicaron al comienzo obtuvieron gran enriquecimiento al poder concretar cientos de intercambios mientras sus vecinos apenas si encontraban a alguien que aceptara sus gallinas a cambio de un ternero.
Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esta inteligente y ventajosa manera de comerciar hasta que la costumbre de utilizar una mercancía comúnmente aceptada como medio de intercambio se transformó en práctica habitual en todos los pueblos del mundo. Desde entonces, y durante siglos, las personas han utilizado alguna mercancía fácilmente vendible como medio de intercambio de bienes y servicios menos vendibles.
Podemos, pues, definir al dinero como la mercancía más vendible que se utiliza como medio de intercambio.
Dice von Mises que un medio de intercambio es un bien que la gente no adquiere ni para su propio consumo ni para emplearlo en sus actividades productivas, sino para canjearlo en el futuro por aquellos bienes que desea utilizar para su consumo o producción. Afirma luego que ninguna cosa puede actuar como medio de intercambio si antes no fue un bien económico al que la gente le haya asignado un valor de intercambio con anterioridad a ser requerido para cumplir dicha función. Y concluye: “Lo que se emplea como dinero es un producto que también se utiliza con propósitos no monetarios. En el patrón oro, el oro es dinero y el dinero es oro. No importa si las leyes asignan o no la calidad de moneda en curso legal sólo a las monedas de oro acuñadas por el gobierno. Lo que cuenta es que estas monedas realmente contengan un peso fijo en oro y que toda cantidad de oro en barras se pueda transformar en monedas. En el patrón oro, el dólar y la libra esterlina eran sólo nombres para un peso definido en oro. Denominamos a dicho dinero, “dinero mercancía”.
El hecho de que en nuestros días todas las monedas del mundo consistan en simples papeles impresos sin ningún respaldo metálico, cuyo valor simbólico surge de una imposición legal y no de la libre aceptación del público tal como en sus orígenes eran aceptados con ese fin concretos bienes económicos, no altera la función de mero intermediario destinado a facilitar los intercambios comerciales y separar las operaciones en el tiempo que desde su remota procedencia detentó el dinero en todas las civilizaciones de la tierra.
La historia nos muestra interesantes testimonios sobre el uso de los más diversos objetos con fines monetarios. Así vemos que en todo el mundo de la antigüedad (incluida la Grecia de Homero) se utilizó el ganado vacuno como dinero. Hasta el famoso Dracón fijaba sus severas multas y castigos en cabezas de ganado.
Al aparecer las ciudades esta costumbre comienza a modificarse. El ganado podía conservarse fácilmente al aire libre y en campos con buenas pasturas. ¿Qué problema había? Hasta se reproducía solo, incrementando en forma natural su propio valor. Pero para el artesano de la ciudad poseer un animal resultaba sumamente molesto, razón por la cual en la medida en que se desarrolla la cultura urbana cada vez son menos las personas que están dispuestas a aceptar ganado a cambio de sus productos. Finalmente, el ganado deja de ser la mercancía más vendible. En consecuencia, deja de ser dinero, es decir, medio de intercambio.
En los pueblos cazadores las pieles se utilizaron como dinero. En Africa se utilizó la sal; en Islandia y Terranova, el Bacalao; en Virginia, el tabaco; en la India, el azúcar; en las colonias portuguesas, los colmillos de elefantes; en ciertas civilizaciones primitivas, los granos de cacao, y en Asia Superior y en Siberia, el té, por mencionar unos pocos ejemplos solamente.
Ya en una etapa más avanzada, aparece en las sociedades urbanas el uso de los metales como medio universal de intercambio. El cobre, la plata, el oro y en algunos casos el hierro, son los metales más comúnmente utilizados. El valor extramonetario de estos metales surgía de su utilización como indispensable materia prima para fabricar arados, armas, herramientas, adornos, etc., por lo cual resultaban fácilmente canjeables por otros bienes y servicios. Tenían valor de uso industrial, lo cual les otorgaba valor de uso monetario. El fabricante de armaduras, por ejemplo, cobraba por su trabajo la cantidad de metal que insumía cada unidad, más una cantidad adicional como pago por su trabajo. Esta ganancia podía emplearse en la fabricación de otras armaduras o intercambiarse por otros bienes y servicios. Tenían valor de uso industrial, lo cual les otorgaba valor de uso monetario.
La necesidad de garantizar la pureza y el peso exacto del metal dio origen a la acuñación de monedas con la inscripción de signos o alegorías que aseguraban la exactitud de sus cualidades intrínsecas. Al comienzo fueron orfebres privados quienes se encargaban de la acuñación de monedas garantizando mediante su buen nombre el peso exacto de cada pieza. Dice Alberto Benegas Linch (h.) en su obra Fundamentos de análisis económico: “El origen de los «pesos» proviene justamente del peso de metal; la libra esterlina era una libra en peso plata, etc. La palabra dólar, deriva del nombre de un prestigioso acuñador privado europeo del siglo XVI. La acuñación privada funcionó durante muchos siglos; en California, Estados Unidos, circularon legalmente monedas de acuñación privada hasta 1848.
Toda buena moneda debía reunir dos requisitos esenciales: ser fácilmente vendible a un extenso círculo de personas y tener fronteras considerablemente amplias, es decir, que facilitara los intercambios comerciales entre los pueblos y aun naciones distantes entre sí. Por su importante demanda para uso artesanal, el cobre fue el primer metal que reunió aquellas condiciones, pero conforme el comercio se extendió por vastas regiones del globo, fue reemplazado por los metales nobles, el oro y la plata, los cuales se convirtieron finalmente en las mercancías más fácilmente vendibles en todo el mundo.
Curiosamente, el oro no tuvo un valor extra monetario de uso industrial en sus orígenes, sino de carácter psicológico, ya que se lo utilizaba para fabricar ostentosos símbolos personales y lujosos oropeles que conferían a quienes se adornaban con ellos distinguida jerarquía y superioridad sobre los demás. Contrariamente al cobre y otros metales muy utilizados en la industria, el valor monetario del oro estuvo siempre vinculado a un valor extra monetario anterior surgido de la vanidad humana. Lo cual no desmiente el origen subjetivo de dicho valor, como ocurre con el valor de cualquier otro bien o servicio.
Durante siglos se usaron el oro y la plata, pero finalmente, al cabo de un largo proceso de selección, el oro fue aceptado como moneda universal.
Si bien, como dijimos, la moneda no es un invento del Estado, y hasta su acuñación fue tarea de artesanos particulares, no tardaron los distintos gobiernos en intervenir en el asunto con el pretexto de evitar posibles fraudes y adulteraciones. Al principio, los gobiernos se limitaban a controlar el honrado desempeño de los orfebres, verificando que las monedas selladas contuvieran efectivamente el peso y el metal indicados.
“El gobierno, afirma Benegas Linch (h.), velaba por evitar el fraude, igual que si se tratara de un producto farmacéutico, vigilando que donde decía tal remedio con tales características químicas en verdad las tuviera. Afirmábase que no correspondía a los gobiernos la función de acuñar, diciendo que no es argumento sólido sostener que para evitar fraude el estado deba socializar la propiedad; no es posible concebir el robo para que no se robe. Cada acuñador acuñaba las monedas garantizando su peso por un tiempo determinado, a cuyo vencimiento se resellaban a menor peso o se resellaban al peso original introduciéndoseles el correspondiente agregado de metal. Con esto se evitaba que el desgaste por el uso pudiera afectar los términos de las transacciones”.
No hay datos históricos precisos, pero el Estado terminó por monopolizar la moneda en todo el mundo. Paradójicamente, jamás se conocieron mayores fraudes al pueblo y más descaradas adulteraciones y recortes de la moneda que los que cometieron impunemente emperadores y príncipes de todas las latitudes, quienes redujeron subrepticiamente la cantidad de metal contenido en las piezas dinerarias para pagar así sus despilfarros y sus aventuras militares. El público, que al principio no advertía la estafa de que era víctima, terminaba finalmente por sospechar lo que estaba ocurriendo, sobre todo al cabo de sucesivos recortes. La moneda perdía entonces valor adquisitivo y los bienes y servicios subían inmediatamente de precio. Estas fueron las primeras manifestaciones históricas de ese trágico fenómeno que hoy denominamos inflación.
De la moneda acuñada se pasó al papel moneda pagadero en metálico. La incomodidad de transportar pesados bultos conteniendo monedas y el desgaste que éstas experimentaban con su uso dio origen a la creación de títulos emitidos contra un deudor de indiscutida solvencia que vencían diariamente y que se podían cobrar en metálico por su valor nominal sin previo aviso y libre de gastos. Los bancos de emisión producían billetes de acuerdo al oro que tenían atesorado, y cada unidad monetaria equivalía a una determinada cantidad de ese metal que podía ser solicitada por cualquier ciudadano contra la presentación del billete.
Desde 1900 hasta 1914, todas las monedas del mundo estuvieron ligadas al oro. Durante ese corto período los cambios internacionales alcanzaron una estabilidad casi perfecta. En la Argentina, a partir del 3 de noviembre de 1899, un Peso Moneda Nacional equivalía 0,7 gramos de oro, según la ley 3.871, derogada por decreto el 2 de agosto de 1914.
Desafortunadamente no existe hoy en el mundo una sola moneda que tenga respaldo en oro. La libra esterlina mantuvo su convertibilidad hasta 1945, y el dólar norteamericano hasta 1971. El dinero es en nuestros días simple papel pintado cuyo uso monetario es impuesto por leyes que determinan su curso legal y poder cancelatorio. La manipulación que hacen los gobiernos de este elemento que con razón ha sido denominado “la sangre del mercado”, es el origen de uno de los flagelos más destructores y socialmente injustos de la última mitad del siglo XX: la inflación.
Valor del dinero
Podemos resumir lo expresado hasta ahora diciendo que la moneda es simplemente un bien económico fácilmente vendible cuya única función es hoy servir de medio de intercambio y cuyo valor monetario deriva de su originario valor extramonetario que el público le asignara antes de convertirse en un medio de intercambio.
Ante todo, debemos recalcar que no es el dinero ningún atributo estatal ni desempeña función alguna que no sea la de mero intermediario. “La moneda no es un invento del Estado, afirma Carl Menger en su libro anteriormente citado, ni el producto de un acto legislativo. Para que la moneda exista ni siquiera se necesita la sanción de la autoridad pública”.
Si consideramos a la moneda un bien económico como cualquier otro, debemos admitir que ella no puede escapar a las leyes praxeológicas que regulan todas las funciones del mercado. Su precio, por lo tanto (poder adquisitivo), al igual que los precios de los demás bienes económicos, será la expresión intersubjetiva de las valoraciones de vendedores y compradores y se formará libremente en el mercado por acción de la oferta y la demanda.
Este concepto es esencial para desvirtuar las falsas teorías que consideran al dinero como una medida patrón dotado de los mismos atributos que el metro o el gramo: estabilidad y neutralidad. Dijimos que no hay forma de medir los valores subjetivos porque éstos expresan preferencias y no cantidades o magnitudes. Por lo tanto, no puede haber una medida patrón que mida lo que es inconmensurable. Y es tan inconmensurable una preferencia como lo son el amor o el odio. Dice Von Mises: “La moneda no es un patrón para determinar los precios; es un medio cuya razón de intercambio varía del mismo modo (aunque como regla, no con la misma velocidad y en igual medida) en que varían las razones recíprocas de intercambio de los productos y servicios vendibles.”
Es categóricamente erróneo creer que una moneda perfecta sería una moneda de poder adquisitivo estable, ya que es imposible que un bien económico (y no otra cosa es la moneda) quede exento de los efectos de las cambiantes valoraciones o preferencias del público. Quizás la gente confunda moneda sana con neutralidad, o estabilidad, del dinero. Moneda sana quiere decir moneda no adulterada ni depreciada por el Estado, cuyo valor y cantidad son determinados por los consumidores y no por los funcionarios del Banco Central. De ninguna manera esta condición altamente deseable de la moneda es sinónimo de estabilidad o neutralidad.
El poder adquisitivo de la moneda está sujeto a la ley de la oferta y la demanda. A mayor demanda de dinero su valor de cambio tiende a aumentar, registrándose en el mercado una tendencia hacia la disminución de los precios de los demás bienes y servicios. Si lo que aumenta es la oferta de dinero, se produce una tendencia en sentido inverso, es decir, disminuye la utilidad marginal del dinero con el consiguiente aumento de los precios de los bienes económicos. Si aumenta la oferta de dinero y al mismo tiempo disminuye la oferta de bienes de consumo, el desequilibrio produce una suba aún más pronunciada de los precios de estos últimos, fenómeno que sin embargo estimulará una mayor oferta de bienes y una retracción en la demanda equilibrando nuevamente el mercado.
En tanto sean los vendedores y consumidores quienes provoquen con sus acciones individuales estas fluctuaciones, los transitorios desequilibrios entre oferta y demanda, ya sea de bienes, servicios o dinero, formarán parte de las normales y vivificantes turbulencias propias de la competencia social. Los oscilantes platillos de la balanza se igualarán millones de veces, pero otras tantas se desigualarán.
Si en cambio es la autoridad monetaria quien pretende regular el crédito, los intereses, los precios y la cantidad de moneda en circulación, ignorando la libre decisión del público, el delicado mecanismo del mercado sufre alteraciones y trastornos tan severos que inmediatamente tal intervención se traduce en perjuicios individuales y graves conflictos sociales.
La demanda de moneda no debe confundirse con la demanda de riqueza. La gente demanda moneda únicamente para intercambiarla por aquellos bienes que sí representan riqueza. Y cuando compra dichos bienes está ofreciendo moneda. Determinadas circunstancias inducen al público a incrementar o atenuar su demanda de dinero. Por ejemplo, según Sennholz, en una economía que progresa, se ofrecen cada vez más bienes para el intercambio y ello tiende a incrementar la demanda de moneda. En una economía declinante, en cambio, en la cual se consume el capital productivo y es menor el número de bienes que llega al mercado, la demanda de moneda disminuirá.
Ahora bien, la demanda de moneda se produce por su poder adquisitivo, pero dicho poder adquisitivo se ve alterado precisamente por la demanda de moneda. ¿Cuál es la razón para que las personas atribuyan valor monetario a un simple papel impreso no vinculado a mercancía alguna de valor extramonetario? Von Mises resuelve el interrogante mediante su Teorema de la Regresión publicado en su obra Teoría de la moneda y crédito. Dice von Mises que la demanda de dinero efectivo de hoy está condicionada el poder adquisitivo que dicho dinero tenía ayer, el cual a su vez está vinculado al valor anterior, y así sucesivamente hasta remontarnos al origen de la demanda monetaria, cuando la moneda era una mercancía cuyo valor estaba determinado por su uso no monetario.
Por lo tanto, el poder adquisitivo que hoy atribuimos a nuestro dinero artificioso deriva del valor extramonetario de aquellos concretos bienes que un día fueron utilizados como medio de intercambio. Con la aparición de los billetes de banco el público se fue acostumbrando a prescindir de las piezas contantes y sonantes, debido a la certeza de su libre convertibilidad. Cuando más tarde los gobiernos suprimieron el respaldo metálico e impusieron por ley la moneda fiduciaria, las personas ya habían aceptado esos simples trozos de papel pintado como medios de cambio a los cuales siguieron atribuyéndole valor adquisitivo. Si bien la teoría subjetiva del valor confirma este fenómeno descrito por Mises, es de todas maneras llamativa la docilidad con que el público ha aceptado como bien económico a una abstracción tan sideralmente distante del lingote de oro como lo es hoy en día un billete de banco. Resulta ciertamente escalofriante detenerse a pensar que todo el dinero del mundo es en nuestro tiempo una simple ilusión. La palabra “fiduciaria” quiere decir moneda de fe, o moneda que depende del crédito y confianza que merezca. En virtud de que el dinero depende hoy de la conducta de los gobiernos que lo controlan, el crédito y la confianza públicos están en verdad a merced de las cambiantes y, por lo general, demagógicas decisiones políticas. Si los gobiernos persisten en el frívolo manejo de sus políticas monetarias y, como consecuencia de ello, la gente perdiera un día su fe en el dinero que dichos gobiernos le suministran, volcando sus demandas monetarias hacia verdaderas mercancías fácilmente vendibles (como ya ocurrió, en tiempos de hiperinflación, cuando se recurría a cigarrillos americanos o botellas de coñac como sustitutos del dinero envilecido), el papel moneda perdería dramáticamente todo su valor. De nada valdrían las normas legales que pretendieran imponer su circulación obligatoria, todo el sistema se derrumbaría como lo que en realidad es, un frágil castillo de papel.
La idea del dinero de acuñación privada
Dos eminentes economistas liberales contemporáneos, Benjamín Klein y Friedrich A. Hayek, han planteado, en forma simultánea (el primero a través de su libro Suministro competitivo de la moneda, y el segundo, en su ensayo Desnacionalización de la moneda), irrebatibles objeciones al dogma universalmente aceptado de que el gobierno debe detentar el monopolio de la moneda, a la vez que proponen la revolucionaria idea de la libre competencia entre monedas de diversa procedencia.
Hayek sugiere en su sorprendente ensayo que el Mercado Común Europeo adopte para sus países miembros la libre y simultánea circulación de todas sus monedas nacionales aboliendo los controles de cambio y todo impedimento legal para suscribir contratos en cualquier moneda, autorizando a los bancos de los países miembros a abrir sucursales en las naciones incluidas en el tratado. (Como observará el lector, esta propuesta es todo lo contrario al tratado de Maastricht que impuso una moneda única, el Euro, que es en esencia el marco alemán, para toda Europa) decía Hayek que la coexistencia de varias monedas compitiendo por las preferencias del público, obligaría a los gobiernos a ajustarse a rígidas disciplinas monetarias a fin de evitar que los ciudadanos eligieran otros medios de intercambio más dignos de confianza y rechazaran la moneda nacional depreciada. (La ley de Gresham establece que cuando coexisten dos o más monedas, la moneda mala desplaza a la buena, es decir, la gente atesora la moneda sólida y hace circular la espuria) Los gobiernos se verían así impedidos de ocultar la depreciación monetaria, ya que “siempre se presumiría culpabilidad contra el gobierno cuya moneda el público no prefiriera”.
Pero Hayek llega aún más lejos en su brillante razonamiento y se pregunta por qué no permitir que la actividad privada también provea de moneda al mercado compitiendo con las oficiales por la preferencia de los ciudadanos. Los bancos privados podrían emitir certificados rescatables (que llevarían nombre propio registrado como si fuesen una marca comercial) sobre la base de un patrón constituido por determinados artículos de reserva. Dice Hayek al respecto: “Si hemos de contemplar la abolición del uso exclusivo de una única moneda nacional dentro del territorio de cada país y la aceptación, en igualdad de condiciones, de monedas emitidas por otros gobiernos, la cuestión que de inmediato se plantea es si no sería igualmente conveniente eliminar totalmente el monopolio del Estado como proveedor de moneda y permitir que la empresa privada se encargue de proporcionar al público otros medios de pago que pudieran resultar preferibles”.
También opina Hayek que mientras la moneda sea manejada por el gobierno, el único sistema tolerablemente seguro, a pesar de sus imperfecciones, es el patrón oro. Con todo, insiste en que es preferible quitar por completo al gobierno el control de la moneda.
Se trata sin duda de un tema apasionante para futuras investigaciones y que alguna vez la humanidad deberá encarar seriamente si quiere evitar que la sociedad libre se encuentre un día en gravísimos problemas.
Pero como todavía estamos viviendo en este mundo, debemos aceptar la realidad, difícilmente modificable por el momento, de que la moneda de nuestro tiempo es un simple papel con cifras abstractas que nada representan ni a nada obligan al gobierno que la suministra, al cual atribuimos valor de cambio no obstante su artificioso origen.
Cantidad de circulante
Bien, aceptada dicha realidad cabe analizar un aspecto muy discutido por los especialistas de distintas escuelas económicas y que hace al óptimo funcionamiento de la moneda en el mercado libre: ¿Qué cantidad de moneda es necesaria para el normal desenvolvimiento de las actividades comerciales y productivas y cuáles han de ser los límites que deben imponerse a las atribuciones del gobierno para emitir dichos valores?
En primer lugar, reconozcamos que, si la única función de la moneda es la de servir de medio de intercambio con valor propio, cualquiera sea la cantidad de dinero existente en un sistema económico, será siempre suficiente para cumplir dicha función. Si la cantidad de moneda es siempre constante, las variaciones de adaptación de aquélla a los volúmenes de producción de bienes y servicios ofrecidos deberán registrarse en los precios de estos últimos. Más cantidad de bienes, menores precios. Menos cantidad de bienes, mayores precios.
David Ricardo fue el primer economista en establecer este principio diciendo que si la cantidad de dinero en circulación fuera muy pequeña o grande, la variación en su cantidad no produciría otro efecto que el de hacer que los bienes por los cuales se lo cambiara fueran comparativamente más caros o más baratos, debido a que aun la cantidad más pequeña de dinero cumple de la misma manera que la más abundante las funciones de medio circulante.
Von Mises formuló un concepto semejante: “La cantidad de dinero de que se dispone en todo un sistema económico es siempre suficiente para asegurar a todos los ciudadanos todo aquello que el dinero hace y puede hacer”.
¿Cómo lograr que una moneda fiduciaria se convierta en una moneda sana? Según lo que acabamos de analizar, habría un solo método: congelar definitivamente el volumen circulante.
Cuando los gobiernos emiten moneda para financiar sus déficits o bien para conceder subsidios a determinados sectores sociales, al aumentar de esta manera el volumen del dinero en poder del público no está incorporando mayor riqueza a la nación, ya que un papel pintado no puede representar riqueza alguna. Lo que en verdad está haciendo, además de usufructuar indebidamente el poder de compra de esos espurios billetes, es estimular una súbita demanda sobre los bienes y servicios ofrecidos en el mercado, lo cual provoca la suba de los precios debido a que la nueva masa monetaria tendrá que adaptarse a la invariable existencia de dichos bienes. Estamos así frente al fenómeno inflacionario, también llamado impuesto inflacionario.
Dice Hayek que las consecuencias más dañinas y a menudo menos advertidas de cuantas podemos atribuir a la inyección de moneda en el cuerpo social, son las que se producen en la estructura de los precios relativos y la consecuente mala asignación de los recursos y, particularmente, la dirección equivocada que toman, por esa causa, las inversiones.
La Escuela Monetarista cuyo máximo exponente es el premio Nobel de Economía Milton Friedman tiene una opinión diferente. Comparte las ideas ortodoxas acerca de la función de la moneda y los mecanismos del mercado, pero aconseja a los gobiernos emitir dinero proporcionalmente al aumento de la producción (o aumento de la demanda de dinero), con el fin de mantener la misma relación entre masa monetaria y bienes existentes, pues de lo contrario, afirma, la escasez de dinero frente a una creciente oferta de bienes y servicios dificultaría las transacciones.
Lejos de ponernos “fundamentalistas”, nos cuesta a los liberales aceptar los razonamientos del monetarismo. Ya hemos visto que no existen tales supuestas dificultades derivadas de una relativamente pequeña masa monetaria, por lo cual corresponde descartar ese pretexto. Pero además existen otras razones para desestimar la teoría monetarista, a saber: 1) Siempre que se emite moneda se produce inflación. Aun cuando la emisión se ajuste al aumento de producción (o bien a una mayor demanda de dinero) y por ese motivo los precios se mantengan estables, habrá inflación porque de no haber mediado esa expansión monetaria, los precios habrían bajado. 2) Por la ley de utilidad marginal sabemos que un aumento de unidades de consumo (mayor producción) no implica un aumento equivalente de valor, ya que cada nueva unidad lanzada al mercado tiene un valor menor. Por lo tanto, suponiendo que hubiese algún método confiable para medir con alguna certeza las variaciones del llamado Producto Bruto Interno (PBI), sería inadecuado incrementar la masa monetaria en igual proporción que los bienes y servicios adicionales. 3) Al emitir dinero, el gobierno lo utiliza para financiar sus propios gastos o para comprar divisas, lo cual implica siempre una apropiación indebida de bienes ajenos. Toda emisión que no sea para reemplazar los billetes deteriorados es intrínsecamente inmoral, y como tal entiendo que debería ser absolutamente rechazada. (1)
Causas políticas de la inflación
El déficit fiscal es sin duda el origen de toda política inflacionaria. Se produce cuando el Estado aumenta excesivamente sus gastos hasta sobrepasar sus posibilidades de ingresos reales provenientes de los impuestos. En una palabra: el Estado gasta más de lo que recauda. Estos gastos excesivos se producen por diversas razones. Así tenemos, por ejemplo, que las naciones en estado de guerra incurren en tremendos déficits ante la necesidad de financiar sus gastos militares, subordinando toda aspiración de estabilidad económica y crecimiento al prioritario objetivo de ganar la contienda.
En la Argentina, los cuantiosos gastos causantes de los permanentes déficits presupuestarios no tienen otro origen que el sobredimensionamiento del Estado y la invariable política dirigista, estatista y corporativa practicada casi ininterrumpidamente desde 1946 hasta 1989 en que el gobierno del presidente Carlos Menem (actualización agregad en 2011) produjo un vuelco trascendental en toda la estructura del Estado. Solamente con las privatizaciones de las grandes empresas de servicios públicos, Menem eliminó la corrupción estructural que hacía ingobernables a esas gigantescas e ineficaces empresas, y cerró los grifos por donde se escurrían a raudales los más descomunales gastos del Estado. Dicho esto sin entrar a analizar las condiciones, circunstancias y formas, probablemente cuestionables, en que esas privatizaciones se llevaron cabo.
El gobierno del general Juan Perón iniciado en 1946 puede definirse como un régimen nacionalista estatizante y socializante de economía cerrada. Fue la antítesis del liberalismo: una dictadura política y económica. Durante la vigencia de ese régimen se desató una verdadera fiebre estatizante que se tradujo en la estatización de las mencionadas grandes empresas comerciales, industriales y de servicios públicos; en la intervención de la burocracia en toda la vida económica mediante severos controles de precios, salarios, importaciones y exportaciones, cambios y créditos bancarios y en la planificación compulsiva de la educación, prensa, radiofonía y televisión. Etc. Desde la caída de ese régimen en 1955 y hasta 1989, la política aplicada fue fundamentalmente híbrida, con un irritante predominio de tendencias neo-keynesianas que sólo contribuyeron a profundizar el proceso inflacionario y a precipitar gravísimas consecuencias sociales. Si bien Perón inició este demoledor sistema, todos los que lo siguieron hasta que asumió el doctor Menem (con la excepción de la gestión del Ingeniero Alvaro Alsogaray como ministro de economía entre 1958 y 1961, y un fugaz intento de cambio con el doctor Roberto Alemann en 1982) contribuyeron en mayor o menor grado a acentuar el intervencionismo abierto y compulsivo del Estado en la vida de los ciudadanos.
Un sistema así no puede detenerse, requiere cada vez más burocracia, más oficinas públicas, más trámites, más empleados, más subsidios y, consecuentemente, más y más gastos improductivos. ¿Y quiénes sino los ciudadanos han de solventar esos ilimitados despilfarros? Al principio se aumentan los impuestos habituales y se crean nuevas exacciones. Por ejemplo: se imponen “retenciones” a las exportaciones agropecuarias, se hacen revalúos inmobiliarios en las provincias, se crean los llamados “impuestos a la riqueza”, etcétera. Pero cuando la capacidad de los contribuyentes es sobrepasada y muchos de ellos, para salvarse, comienzan a especializarse en la evasión, el Estado cae en el déficit fiscal. Recurre entonces al crédito externo: se endeuda descontrolada e irresponsablemente, y cuando el crédito se agota emite sencillamente moneda.
La inflación es, por lo tanto, una forma sutil de despojo consistente en la emisión de dinero en las cantidades necesaria para solventar los crecientes gastos públicos. Con razón se la ha calificado como un impuesto oculto, pero un impuesto socialmente injusto y despiadado, porque hace recaer el mayor esfuerzo sobre los asalariados, trabajadores independientes y jubilados, al tiempo que ofrece generosas oportunidades a los pudientes.
Dice al respecto Hans F. Sennholz en su libro Tiempos de inflación editado por el Centro de Estudios sobre la Libertad: “Se suele describir a la inflación como un impuesto aplicado a los tenedores de moneda. En realidad, se trata de un instrumento terrible para la redistribución de la riqueza. Es verdad que probablemente quien más se beneficie con ella sea el gobierno, ya que sus ingresos provenientes de impuestos crecen debido a la progresión aplicada a quienes están más altos en la escala tributaria y sus deudas disminuyen porque transfiere la riqueza de los acreedores a los deudores. Pero, además, la inflación hace que la riqueza de aquellas clases de la sociedad que son incapaces o no saben cómo defenderse de la destrucción monetaria a las manos de empresarios y dueños de medios materiales de producción. Fortifica la posición de algunos hombres de negocios mientras reduce los salarios reales de la mayoría de los obreros y profesionales. Destruye a los inversores de clase media que poseen títulos y son titulares de seguros de vida y jubilaciones. Y. Finalmente, da nacimiento a una nueva clase media de comerciantes, especuladores y pequeños explotadores de la depreciación monetaria”.
Lo expondré en forma sencilla: el obrero tiene, pongamos por caso, el 98 por ciento de todo su capital en dinero en efectivo (su salario), fácil presa de la inflación, y el dos por ciento en modestos bienes que conservan su valor (quizás unos pocos enseres, una bicicleta, algunas herramientas). El rico, en cambio, tiene el 98 por ciento de su capital en bienes y sólo el dos por ciento en billetes que se deprecian. Mientras el primero lo pierde todo, el segundo conserva sus riquezas y aun puede incrementarlas si se aprovecha inescrupulosamente de la necesidad ajena. ¿Puede alguien negar la realidad de esta injusticia?
Lo hemos vivido durante más de cincuenta años: la inflación nos vuelve a todos inmorales, enfrenta a hombres contra hombres y sectores contra sectores. Es inevitable que al final de este proceso sobrevenga la hiperinflación (que es lo que nos sucedió finalmente en 1989 durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín) y con ella la destrucción total de la moneda y la disolución misma de la sociedad. Por algo Lenin aconsejaba envilecer la moneda como una manera segura de carcomer los cimientos de una sociedad libre.
Hay, sin embargo, una solución muy sencilla para acabar con este problema: basta con que los gobiernos dejen de emitir billetes y equilibren sus cuentas. En la argentina, la Ley de convertibilidad, sancionada en abril de 1991 y derogada en 2001, y la autonomía relativa que se le otorgó por ley al Banco Central, tuvieron el efecto de terminar con la inflación. (1)
Sin embargo, no hay todavía un consenso mundial sobre las causas de la inflación y la gente no advierte la relación causal que existe entre este flagelo y la pérdida de libertad individual. El grito no debería ser: «¡Estado, ven en mi ayuda!», sino: «No te metas tú Estado, en mis asuntos, sino dame libertad y déjame tanta parte del fruto de mi trabajo que pueda yo mismo organizar mi existencia, mi destino y el de mi familia», (Ludwig Erhard). Pero lamentablemente no ocurre así. Nadie clama por la racionalidad en los gastos del Estado, sólo exigen mejoras sociales que los políticos se apresuran a complacer a costos siderales. Planes de salud, transporte gratis, seguros de desempleo, créditos para la vivienda, subsidios para el embarazo y la lactancia, turismo social, horarios reducidos de trabajo y universidades estatales gratuitas e irrestrictas, son algunos de los supuestos “beneficios sociales” que los ciudadanos modernos exigen a sus gobernantes sin saber que los recursos para solventarlos habrán de salir de sus propios bolsillos y a un costo incomparablemente más alto que si tuvieran que afrontarlos individualmente.
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(1) En la Argentina, desde mediados del año 2002, el Banco Central ha venido emitiendo pesos para comprar dólares en el mercado libre con la doble finalidad de sostener el valor de la divisa (en beneficio de la industria local y los exportadores) y aumentar al mismo tiempo sus reservas monetarias. Las autoridades del Banco Central sostienen que la emisión de dinero cuando está destinada a aumentar sus reservas (y dentro de ciertos límites) no es inflacionaria. A esta teoría se la denomina ahora “metas de inflación” y consiste en regular el valor de la moneda local mediante emisiones controladas destinadas a evitar fluctuaciones bruscas en el mercado libre de cambios. Cuando el valor del dólar tiende a subir, la autoridad monetaria sale a vender dólares de su reserva, en cuyo caso se retiran pesos de la circulación que quedan así inmovilizados.
Esta política monetaria no ha derivado hasta ahora en una inflación excesiva (aunque sí persistente y preocupante, sobre todo porque el gobierno intenta reducirla mediante presiones semejantes a los clásicos controles de precios), y si dicha inflación es todavía moderada se debe a que el dinero emitido no es utilizado para sufragar los gastos del Estado y también porque el nivel de reservas es lo suficientemente alto como para respaldar todos los pesos en circulación (más de 32.600 millones de dólares en enero de 2007). Además, debe resaltarse que en razón de no abonarse la deuda pública desde que se declaró el default en 2002 (con excepción de los vencimientos de los organismos multilaterales que han sido honrados), las cuentas del Estado vienen registrando mensualmente un considerable superávit primario.
Ahora bien, el Banco Central está autorizado, por la reforma de su Carta Orgánica efectuada en 1994, a extender al Tesoro adelantos por un equivalente al 10% de su recaudación fiscal de los últimos doce meses, lo cual ciertamente aumenta la base monetaria, aunque en una proporción muy mesurada si se la compara con el descontrol emisionista de la década de los ochenta.
Por otra parte, varios economistas de prestigio, entre ellos el doctor Roberto Aleman, han coincidido con el Banco Central en que emitir para acumular reservas no es inflacionario. La pregunta que aún nadie ha respondido es: ¿dentro de que límites?
Por mi parte creo que las divisas debieran comprarse con superávit fiscal y nunca con emisión.
En síntesis: como dijimos antes, la emisión de moneda siempre es inflacionaria.
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Capítulo 9º La hiperinflación alemana de 1923/ Índice / Inicio