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Microcuentos


Vanidad                                                 

La noche fue buena, mi desempeño, mejor. 
Ella miró el techo en silencio.


Inteligencia

La piedrita inteligente aceptó su destino rodante.

Igualdad

Un hombre altivo baja del caballo. 
Otro hombre toma las riendas.
Un tercer hombre le abre al primero la puerta trasera del auto, la cierra y se sienta al lado del conductor.
El vehículo se desplaza velozmente por una ruta neblinosa. 
Los dos hombres de adelante no osan hablar ni mirar al que viaja atrás. 
Un camión se les cruza.
Una sombra se lleva a los tres al mismo sitio.


Sonrisas

La noticia me llegó entre vengativas sonrisas. ¡A Tiburcia la golpeó el tano y está vomitando en el baño! ¿La golpeó el tano…? No, pero fue un accidente, abrió la puerta del pasillo y justo Tiburcia que pasaba por ahí. Observé que los hombres de la oficina estaban serios, y las mujeres no podían contener la risa. Iban al baño de a dos, curioseaban y volvían muertas de risa. Tiburcia se había encerrado en el retrete descompuesta. Cuando salió le acercaron una silla y la sentaron en el mismo antebaño. Lloraba, se quejaba y por momentos parecía que perdía el conocimiento. Llamaron a la empresa de emergencias. Al tiempo aparecieron tres paramédicos corpulentos con grandes valijas y una silla de ruedas plegada. Con paso cansino avanzaron los tres hacia el baño por el extenso pasillo que se formaba entre dos hileras de escritorios. No habrán pasado ni quince minutos que la vemos aparecer a Tiburcia sentada en la silla de ruedas que empujaba uno de los gordos. Miraba a la distancia con expresión compungida. Las mujeres se daban vuelta para ocultar sus risas; los hombres miraban con algún desprecio el patético cortejo. Las ruedas de la silla eran ruidosas y estaban descentradas. ¡Como rebuznaban esas ruedas! Tiburcia estuvo internada unos días hasta que falleció. Fue una sorpresa y alivio para las mujeres. Cuando entrábamos todos juntos en la empresa de sepelios para formalizar el pésame, las mujeres hacían esfuerzos para contener la risa y los hombres, tímidos y educados, apenas sonreían. Pero al llegar a la sala velatoria y rodear el ataúd, las caras se pusieron repentinamente serias y pálidas. La odiosa difunta los recibía con una espantosa mueca que se parecía a una carcajada.

© Enrique Arenz

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