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Mariela y su perro Batuque

Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

 

Mariela era una chiquita de seis años, rubiecita y de dulcísimos ojos castaños, hija única de Batuqueun matrimonio que conocí hace años en Mar del Plata. Tenían un perro labrador negro llamado Batuque, de catorce años, que había sido la sombra de Mariela desde sus primeros pasos. 

La niña estaba preocupada por la apatía que desde hacía un tiempo notaba en su mascota. Cuando ella le pedía que la acompañara al jardín, Batuque la miraba con ojos tristones y le movía un poco la cola, pero no quería levantarse. Permanecía en su colchoneta de la cocina dormitando todo el tiempo. “Es que está viejito”, le habían explicado sus padres.

Su declinación fue implacable. Llegó un momento en que el papá de Mariela tenía que alzarlo un par de veces al día para llevarlo al jardín a hacer sus necesidades. Y después había que traerlo en brazos porque se negaba a caminar.

La familia lo adoraba porque una vez, cuando Mariela tenía dos años, Batuque le había salvado heroicamente la vida. La puerta del jardín había quedado accidentalmente abierta y ella, con su muñeca en brazos, salió a la calle y se puso a caminar muy decidida hacia la esquina, en dirección a la plaza que estaba del otro lado de la avenida. Batuque intuyó inmediatamente el peligro y ladró insistentemente para llamar la atención de los padres de Mariela. Pero éstos, ocupados en diversos quehaceres, no le hicieron caso. Mientras Batuque ladraba, Mariela, de gran conversación con su muñeca, se acercaba a la transitada arteria.

Batuque ladraba y gemía, miraba a la casa y miraba a la pequeña. Cuando ésta había llegado a la esquina, el perro salió corriendo y la alcanzó.

─Hola, Batuque ─le dijo Mariela al verlo─, vamos a la plaza.

El animal, desesperado, le ladraba para que no cruzara, pero Mariela ya había bajado trabajosamente el cordón de la acera. Cuando comenzó a cruzar la avenida Batuque advirtió que un automóvil se acercaba a gran velocidad. En ese momento su padre salía desesperado de la casa y veía aterrado lo que estaba sucediendo. Batuque, sin vacilar, corrió en dirección al vehículo y se le puso adelante para proteger a su amiguita. Chirrido de frenos, gritos de espanto y un golpe seco. Batuque fue despedido a varios metros de distancia y el automóvil quedó atravesado en el medio de la avenida, pero Mariela había resultado ilesa. 

Casi no la cuenta el pobre Batuque, pero pudo sanar sus heridas y disfrutar de su bien ganada fama en todo el barrio.

 

Cuando sucedió lo que les voy a contar se acercaba la Navidad y Batuque empeoraba. Con las vitaminas y calmantes que le administraba el veterinario tenía algunas fugaces mejorías, pero ahora ya ni comer quería.

Los padres de Mariela hablaron con la niña y se lo dijeron: Batuque estaba muy enfermo, con un montón de achaques propios de la edad, padecía de una artritis generalizada y le funcionaban mal los riñones y el corazón. El doctor había dicho que le quedaban pocos días de vida.


El mundo infantil de Mariela pareció desplomarse con tan horrible e inesperado sacudón. Esa noche no pudo dormir. Cuando la quietud se hizo escuchar en toda la casa, se levantó y bajó silenciosamente por la escalera caracol, la misma escalera por la que Batuque, en sus buenos tiempos, trepaba ruidosamente todas las mañanas para despertarla.

Encendió la luz de la cocina.

Batuque estaba despierto, echado sobre su yacija. Miró a Mariela con los ojos invariablemente tristes de los últimos tiempos. Mariela se sentó en el suelo a su lado y lo acarició. Batuque gimió suavemente y suspiró. La niña, acongojada, le dijo a su mascota:

─Batuque, perrito lindo, ¿qué te pasa? Mamá y papá dicen que estás muy enfermito porque estás viejito.

Sin levantar la cabeza del suelo, Batuque dirigió sus ojos apesarados a Mariela como si entendiera lo que la niña le decía. Suspiró otra vez. Mariela continuó:

─Pero te vas a poner bien. No le hagas caso al doctor. No te vas a morir. Yo te voy a cuidar.

Se acostó a su lado, lo abrazó y dejó que el silencio y el sueño la arrullaran dulcemente. Por la mañana, cuando su madre entró en la cocina, quedó alelada al ver a la niña dormida junto al perro. Con lágrimas en los ojos llamó a su marido y los dos se quedaron contemplando ese cuadro conmovedor. Batuque estaba despierto y pareció decirles con la mirada que sabía todo lo que estaba pasando. Enseguida el padre cargó suavemente a su hija y, sin que ésta se despertara, la llevó al dormitorio.

Esto sucedía los primeros días de diciembre. La madre de Mariela trató de distraer a la niña  hablándole de la próxima Navidad y llevándola a realizar las compras tradicionales. El 8 de diciembre le pidió que la ayude a componer el arbolito y el pesebre. La chiquita se entusiasmó y colaboró activamente en la decoración de la casa.

Poco antes de la Nochebuena, Batuque entró en un profundo sopor y ya no abrió los ojos. Pero aún en ese estado comatoso, cuando Mariela se le acercaba y le ponía la palma de su mano delante del hocico para que Batuque percibiera su olor, como le había enseñado el veterinario, su cola se contraía en un temblor casi imperceptible y su agitada respiración parecía aquietarse.

 

El 24 de diciembre por la mañana Mariela estaba en la sala contemplando pensativa el pesebre cuando de pronto le pareció que el Niño Jesús la miraba sonriente desde su cunita de musgo como si quisiera hablar con ella. Años después Mariela les contó a sus padres que había sentido en ese raro instante el impulso de hablar con el Divino Niño sobre la enorme pena que tenía en el corazón.

“Jesús, yo te hablo todas las noches cuando rezo el Padrenuestro que me enseñó mamá y te doy las gracias por todo lo bueno que nos has dado a mi familia y a mí, pero nunca te he pedido nada, porque mamá dice que hay que agradecer y sólo pedir cosas importantes en beneficio de otros. Hoy deseo pedirte algo. Es por Batuque, pobrecito, se está muriendo. Yo comprendo que por su edad no es posible que vuelva a ser el de antes. ¿Pero, no podría vivir aunque sea siempre acostadito, sin hacer ningún esfuerzo? Yo lo atendería todo el tiempo. Él es mi amigo y no lo quiero perder. Te pido que lo sanes, Jesús querido…  Pero si te lo querés llevar con vos, yo no digo nada, porque debe hacerse tu voluntad, como dice la abuela Carmen, pero antes quisiera que le devuelvas por un tiempo la salud, que vuelva a ser el perrito que jugaba conmigo y me acompañaba siempre. ¡Cómo querría volver a verlo bien! ¿Me harías ese favor, Jesusito, como regalo de Navidad? Te prometo que seré la nena más buena y obediente del mundo y nunca voy a volver a molestarte para pedirte nada”.

Después de almorzar su mamá la mandó a dormir la siesta porque esa noche vendrían los abuelos, los tíos y los primitos a pasar la Nochebuena en la casa y seguramente estarían todos abriendo regalos y festejando hasta muy pasada la medianoche.

Mariela, obediente, tal como acababa de prometerle a Jesús, subió enseguida a su dormitorio, se acostó y no tardó en dormirse.

Soñó que un ángel hermoso se le aparecía en el dormitorio.

─No te asustes, Mariela, soy tu ángel guardián.

─¿Mi ángel guardián?─ exclamó sorprendida Mariela─. ¿Cómo te llamás?

─Batuque.

─¡Batuque! ¿Igual que mi perro?

─Yo soy Batuque, tu perro. He sido tu ángel guardián encarnado en tu perro Batuque. Quiero darte las gracias por lo mucho que me has querido.

─Pero no puede ser, Batuque se está muriendo…

─Te lo voy a explicar. Esto que hago no nos está permitido a los ángeles, pero cuando Jesús vio cuánto querías a tu perro, se sintió muy conmovido y decidió hacer una excepción. Es que los perros fueron creados nada más que para acompañar y proteger a las personas. En cada uno de ellos hay un ángel, por eso son tan leales y desinteresados. A Jesús le duele mucho cuando comprueba que no todos los humanos los valoran y los aman como se merecen. Algunos los maltratan, y otros, ¡ay! los someten a la peor canallada: los abandonan en la calle. Pero vos, en cambio, sos un ejemplo de amor y responsabilidad, por eso Jesús me pidió que te diga que aunque Batuque deba irse de este mundo, yo siempre voy a estar cerca de vos protegiéndote de todos los peligros, aunque tome la forma de otros animalitos.

─Pero… ¿Y Batuque, mi perrito enfermo?

El ángel sonrió:

─Te entiendo, Mariela, no te conformás con que yo te diga que soy el espíritu de Batuque, vos me querés ver con mi forma perruna. Bien, me vas a ver así, pero va a ser solamente por esta noche. ¿Estás conforme?

Mariela se entusiasmó:

─¿Voy a verte otra vez como Batuque?

─Sí, pero sólo hasta la medianoche.

─Aceptado, pero ¿cuándo?

─Ahora.

Mariela despertó con un ruido familiar que hizo latir de alegría su corazón. Eran los saltitos que daba Batuque trepando los escalones de madera. Mariela, en el colmo de la excitación, vio abrirse bruscamente la puerta del dormitorio. Batuque, saludable y juguetón, saltó sobre la cama y comenzó a lamerle la cara.

─¡Batuque, estás bien! ¡Entonces no fue un sueño!

 

Esa noche todos festejaron felices y colmaron de atenciones a Batuque, maravillados por su inexplicable recuperación. El perro anduvo por toda la casa y por el jardín, ladró a sus anchas y comió lo que le ofrecieron. Mariela lo mimaba y disfrutaba cada minuto de su noble compañía, pero guardó el secreto que sólo revelaría años más tarde. Al acercarse la medianoche, Batuque, cansado, se fue a la cocina para echarse sobre su colchoneta. Algunos observaron que Mariela dejaba de hablar y se ponía melancólica. “Está cansada, pobrecita”, decían sus padres.

Dieron las doce, todos brindaron por la Navidad y repartieron los regalos. A Mariela le tenían reservada una sorpresa especial. Trajeron desde otro lugar una caja muy grande atada con un moño rojo. Cuando Mariela abrió la caja, la sorpresa, la alegría y por último la emoción, se alternaron en su carita radiante. En la caja había un cachorrito de labrador que saltaba, agitaba la colita con gran vitalidad y exhibía una simpática lengüita rosada que contrastaba con su renegrido pelaje.

Sólo ella lo advirtió enseguida: la mirada tierna y alegre de ese cachorro tenía la misma inteligencia, la misma pureza y, sobre todo, el mismo misterioso destello que ella, y nadie más que ella, había visto siempre en la mirada de su querido Batuque. Mariela lo alzó, lo abrazó y ya no se separó de su nueva mascota.  

Muerdago

 © Enrique Arenz

Prohibida su reproducción en internet
sin la expresa autorización del autor. 

Publicado en:
Diario La Capital de Mar del Plata

Diciembre de 2001

Libro No con confíes en tu biblioteca (Editorial Dunken, 2001)
Libro Mágica Navidad (Editorial, Dunken 2012)





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