Los economistas liberales del siglo XVIII
Ensayo de Enrique Arenz sobre la doctrina liberal
Capítulo 2º
Durante siglos investigadores y filósofos se habían empeñado en develar el misterio de la existencia. ¿Cuáles eran los designios de Dios o la Naturaleza con respecto a su criatura pensante?
Los metafísicos querían llegar al fondo, a la posesión de los verdaderos principios y causas primeras, a partir de las cuales sería sencillo conocer las razones de cuanto fuera posible saber. “El conocimiento de un efecto depende del conocimiento de su causa, e implica esta misma causa”, dice Spinoza en su Ethica. ¿Pero cómo organizar la sociedad mientras aquellos interrogantes no podían hallar respuesta?
Algunos pensadores se preocuparon por reducir sus investigaciones a la realidad política y social de su tiempo a fin de dar respuesta a las inquietudes más inmediatas de la humanidad.
Sin embargo estas interminables indagaciones no lograban jamás su objetivo debido a que no partían del individuo como unidad actuante sino de entidades abstractas tales como la humanidad, la nación la raza, la religión. ¿Qué representaban en verdad cada una de estas entelequias?
Ninguno de aquellos pensadores lograba descubrir las fuerzas que impulsan a las personas a comportarse de determinada manera, a proceder de forma tal que aquellas entidades alcanzaran los altos fines a que supuestamente estaban destinadas. Era obvio que el individuo no siempre actuaba en el sentido adecuado y conveniente para la entidad en cuestión. Sin embargo, los filósofos se resistían a observar al individuo como unidad actuante. Persistían en sus abstracciones.
Algunos invocaron a cierta “divinidad milagrosa” o “astucia de la naturaleza” que provocaba en el hombre impulsos que, aun involuntariamente, lo conducían por la senda deseada. Otros filósofos más prácticos contemplaron aquellas grandes generalizaciones (humanidad, nación, etc.) desde el punto de vista político y verdaderos planes de reforma de la sociedad.
Ahora bien, estos pensadores cometieron un error: se negaron a estudiar las leyes de la vida social porque erróneamente no crían que en el orden social se produjesen los diversos fenómenos con la misma regularidad con que observan en el ámbito de la lógica y las ciencias naturales. Se ignoraba, por ejemplo, que así como el agua hierve con regularidad a los cien grados centígrados, el hombre se empeña deliberadamente en la búsqueda de una situación más satisfactoria en reemplazo de otra menos satisfactoria, fenómeno que explica toda la infinita complejidad de la acción humana en sus aspectos económicos, sociales, políticos y espirituales.
Al desconocer tal regularidad fenomenológica en el orden social, creían que el hombre podía organizar la sociedad como mejor lo estimara.
Von Mises analiza esto estupendamente en su obra La acción humana. Dice que cuando las realidades sociales no encajaban con los deseos del reformador o las utopías resultaban irrealizables, el fracaso se atribuía cómodamente a la imperfección moral de los seres humanos. Los problemas sociales eran considerados como simples problemas éticos. Todo era entonces muy sencillo: para edificar una sociedad ideal en la que todos pudiésemos ser felices, sólo era necesario contar con rectos gobernantes y súbditos virtuosos. Cualquier utopía podía así ser convertida en realidad.
Ante este estado de cosas surge en el siglo XVIII la más joven de todas las ciencias: la economía, cuyo mérito trascendente fue haber descubierto las leyes de la interdependencia de los fenómenos del mercado dejando abierta a la investigación científica una zona desconocida hasta entonces.
Este descubrimiento que habría de demoler al sistema mercantilista y revolucionar el ámbito de las ciencias sociales, establece que no corresponde estudiar el comportamiento de las personas juzgando si lo que hacen es bueno o malo, honesto o deshonesto, justo o injusto. Carece de sentido -afirmaron los economistas- enfrentarse con las realidades sociales a modo del censor que aprueba o desaprueba.
La conclusión es contundente e irrebatible: hay que estudiar las leyes que determinan la actividad humana con total objetividad analítica, como el físico examina las que regulan la naturaleza.
Adam Smith fue quien formuló ¾sobre la base de estos principios científicos anticipados por la Escuela Fisiocrática¾ las bases teóricas del liberalismo económico en su obraEnsayo sobre la riqueza de las naciones publicada en 1776. Debemos mencionar como los más importantes representantes de la escuela fisiocrática a Quesnay, autor de la célebre Tableau économique (1758), Le Mercier de la Riviére y Dupont de Nemours, todos contemporáneos de Smith.
Con la aplicación de estas ideas innovadoras, se instala en Europa el primer (y hasta ahora único) sistema de organización social capaz de producir suficiente comida, medicinas, viviendas y abundantes bienes de consumo para felicidad de todos y cada uno de los miembros de una sociedad, desde el más humilde y menos dotado hasta el más encumbrado y talentoso. Este sistema se llamó “capitalismo” y está basado en la libertad para adquirir, disfrutar y disponer de bienes, en donde los hombres son libres de actuar económicamente, comprar y vender, organizarse en empresas comerciales o industriales, explotar cualquier clase de negocio lícito, escoger voluntariamente el trabajo o actividad que su vocación le indique, invertir sus ahorros en donde mejor les convenga, disponer de sus bienes y emprender cualquier tipo de iniciativa individual o colectiva sin otro impedimento que las limitaciones impuestas por la libertad de los demás, y sin otra garantía por parte del Estado que la de la protección jurídica de ese conjunto de libertades individuales.
Adam Smith nos demuestra que el hombre, impulsado naturalmente por el interés, se orienta hacia el trabajo y el ahorro que le proporcionarán, y permitirán conservar, los bienes que ambiciona, constituyendo el capital y el trabajo los dos elementos básicos del sistema capitalista. Pero esta ansia de lucro -nos señala el economista escocés-, en un régimen de libertad, empuja al hombre a cumplir una finalidad que no cuenta en absoluto entre sus intenciones: la de enriquecer a la nación.
Como lo afirma von Mises, el liberalismo del siglo XVIII desterró los métodos precapitalistas de producción implantando la economía de mercado y de libre empresa que barrió el absolutismo real y oligárquico, instaurando el gobierno representativo, y que liberó a las masas de las servidumbres personales, la esclavitud y demás sistemas opresivos.
Lamentablemente no se acepta en nuestro tiempo que el progreso de la humanidad de los últimos doscientos años se debe pura y exclusivamente a la genialidad de aquellos economistas clásicos.
El marxismo se encargo de hacer creer a la gente que la revolución industrial, que en ningún momento ha negado, se produjo por acción de misteriosas fuerzas productivas independientes del factor ideológico. Se ha pretendido aviesamente que el advenimiento del capitalismo nada tuvo que ver con las ideas de los clásicos y que más bien estas ideas surgieron con posterioridad a ese fenómeno histórico, y con el solo propósito de justificar científicamente las pretensiones del capitalismo explotador. Las ideas de Adam Smith serían, según el punto de vista del marxismo, mera doctrina “justificativa” del inhumano capitalismo y no su generadora.
La deliberada distorsión de la historia de los últimos doscientos años -actitud fuertemente influida por la mentalidad socializante- ha logrado imponer la leyenda según la cual el sistema capitalista del siglo XVIII empeoró las condiciones de vida de las masas con respecto a los siglos anteriores, generando hambre y servilismo.
Fredrich A. Hayek, en su ensayo Historia y política analiza esta distorsión y plantea la opinión de que todo el pensamiento político de las dos o tres últimas generaciones se ha visto dominado por una interpretación socialista de la historia, y que dicho pensamiento político se basa en una peculiar visión de la historia económica. Hayek observa inteligentemente que aunque la mayoría de las personas no haya leído jamás un libro de historia todas ellas aceptan como hechos demostrados muchas de las leyendas que en algún momento fueron puestas en circulación por autores de obras de historia económica. Ya sea a través de nuevas ideas políticas inspiradas por los puntos de vista del historiador, o a través de la novela, el diario, el cine y el discurso político, y, finalmente, a través de la escuela y la conversación cotidiana, el hombre medio se forma sus concepciones históricas, recibiendo la influencia de las ideas distorsionadas del historiador luego de su reelaboración intelectual en diversas fases ulteriores.
Hayek nos propone, a modo de elocuente ejemplo, la opinión de uno de los más eminentes pensadores del siglo XX, Bertrand Russell: “La Revolución Industrial provocó en Inglaterra, como también en América, una miseria indescriptible. En mi opinión, apenas nadie que se ocupa de historia económica puede dudar que el nivel medio de vida en Inglaterra en los primeros años del siglo XIX era más bajo que el de cien años antes; y esto ha de atribuirse casi exclusivamente a la técnica científica”.
La falacia consiste en creer que el proletariado que se hacinaba alrededor de las fábricas había existido antes de las grandes transformaciones del capitalismo. Estas masas no existieron antes ni habrían existido jamás si el capitalismo no hubiera creado suficiente comida y medios económicos para su subsistencia y multiplicación. Hasta tal punto esto es cierto, que la gran mayoría de quienes hoy habitamos este mundo no existiríamos si no se hubiese producido aquella explosión demográfica causada por el sistema capitalista.
Veamos lo que opina Hayek al respecto: “Las cifras de población, que durante muchos siglos habían permanecido prácticamente constantes, empezaron ahora a elevarse extraordinariamente. El proletariado, que el capitalismo creó, por así decirlo, no era, por consiguiente, una parte de la población que habría existido sin él, y que fue reducido por él a un nivel de vida más bajo; se trata más bien de un incremento de la población que sólo pudo tener lugar gracias a las nuevas posibilidades de ocupación creadas por el capitalismo. La afirmación de que el aumento de capital hizo posible la aparición del proletariado sólo es verdad en el sentido de que el capital elevó la productividad del trabajo, y, en consecuencia, un número mayor de hombres, a los cuales sus padres no habrían podido dar los necesarios medios de producción, pudo mantenerse gracias solamente a su trabajo; pero primero hubo que crear el capital. Es cierto que esto no tuvo como causa la generosidad, pero por primera vez en la historia ocurrió que un grupo de hombres tuvo interés en invertir gran parte de sus ingresos en nuevos medios de producción, que debían ser utilizados por personas cuyos alimentos no habrían podido ser producidos sin aquellos medios de producción”.
Desafortunadamente, no existe hoy una interpretación liberal de la historia lo suficientemente vigorosa como para oponer resistencia a la interpretación socialista y contribuir a modificar en algo la suicida mentalidad política de nuestro tiempo. Se puede afirmar que el mundo desconoce hoy los fundamentos de la doctrina liberal. Sin embargo, todos se oponen apasionadamente a esas ideas que ignoran porque han aceptado los mitos divulgados por quienes (como Marx, Engels, Ruggiero y Wernes Sombart) han hecho del estudio de la historia económica un instrumento de agitación política.
Con amargura nos señala von Mises que este desconocimiento universal de la trascendencia que estas ideas de libertad económica tuvieron para el progreso de la humanidad, es el gran error de nuestro siglo, y que por eso, la llamada economía “ortodoxa” hállase desterrada de casi todas las universidades del mundo y es virtualmente desconocida por estadistas, políticos y escritores.
Hitos históricos del liberalismo
No deseo aburrir a mis lectores, pero ya que nos hemos metido someramente en la historia, no podemos salir de ella sin antes repasar, así sea muy breve y sintéticamente, los cuatro acontecimientos históricos que marcaron a fuego la consolidación del ideario liberal en el mundo civilizado.
Año 1620: Llegan los “padres peregrinos” a América. A bordo del “Mayflower” llegan a América del Norte los padres peregrinos quienes establecen las primeras colonias de Plymonth y Jamestown. Eran hombres que anhelaban la libertad, dispuestos a enfrentar los peligros y el padecimiento del nuevo mundo a cambio de liberarse del despotismo intolerante del rey de Inglaterra. Estos colonos, luego de un frustrado ensayo colectivista, resolvieron abrazar un principio que sería el germen de la Revolución Americana de 1776:“Para cada cual de acuerdo con lo que haya sabido producir”.
Año 1688: Revolución Inglesa. Oliverio Cronwell organizó un ejército de puritanos que venció a la milicia realista, instituyó un tribunal de justicia que llevó al cadalso al tirano Carlos I en 1649, y se erigió en “Protector de la República de Inglaterra”. Así comenzó la Revolución Inglesa que habría de culminar en 1688 con el definitivo triunfo del parlamento sobre la autoridad del rey -principio básico del liberalismo político- y con la Declaración de Derechos en 1689. La Revolución Inglesa tiene como memorables antecedentes la Carta Magna de 1215, la Petición de Derechos de 1627, elHabeas Corpus de 1679 y el Bill of Rights de 1689, verdaderas conquistas de limitación al poder absoluto que la nobleza logró imponer a la corona con heroica lucidez.
Año 1776: Revolución Americana. Según Lonard Read ésta fue la única revolución “ideal” que bajo la influencia del liberalismo se produjo en el mundo hasta ahora. Remitámonos a las palabras que este pensador pronuncio en una conferencia ofrecida en Buenos Aires en 1958: “Contrariando lo que a la mayoría se nos ha enseñado en la escuela, la Revolución Americana no fue esencialmente un conflicto armado contra Inglaterra. La Revolución Americana constituyó una idea revolucionaria, un viraje de la fórmula del viejo mundo según la cual el Estado es Soberano, hacia el concepto de que el Soberano es Dios. Creo que ésta ha sido la única revolución ideal de toda la historia política”. Tal vez los americanos de 1776 no sabían mucho de política o de filosofía pero estaban lúcidamente empeñados en construir un gobierno que no tuviera facultades para ejercer control sobre las tareas creativas de los individuos. La Declaración de Independencia estableció: “Consideramos estas verdades como evidentes por sí mismas: Que todos los hombres fueron creados iguales; Que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; Que entre éstos se encuentran el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad; Que para asegurar tales derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres, con sus justas facultades derivadas del consentimiento de los gobernados”. Si bien los Estados Unidos se han apartado desde hace algún tiempo de su propia revolución, debemos reconocer que tenemos en la Revolución Americana iniciada en 1776 el modelo más acabado que haya producido hasta ahora la humanidad en lo referente a la aplicación del liberalismo en sus aspectos espiritual, político y económico,
Año 1789: Revolución Francesa. Con la Declaración de los Derechos del Hombre se cierra el círculo de conquistas políticas del liberalismo del siglo XVIII; luego de un largo proceso, el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad quedan establecidos para siempre. Sin embargo, la Revolución Francesa constituyó la primera desviación de las ideas de la libertad ya que provocó una verdadera lucha de clases inexistente en las dos revoluciones mencionadas anteriormente. Predominó el “igualitarismo” del socialista Malby. Con la Revolución Francesa el liberalismo toma una vertiente autoritaria que, con Rousseau y Malby, se acerca peligrosamente a la negación de sus propios principios y a la justificación de las ideas colectivizantes más tarde expuestas por Marx.
Una ciencia moderna: la praxeología
Adam Smith y los economistas de su época desterraron con sus ideas la mentalidad mercantilista e impusieron el liberalismo económico que produjo tanto bienestar a la humanidad. Hemos analizado ya la significación del aporte de aquellos pensadores a nuestra civilización occidental.
Sin embargo no se agota en el esfuerzo genial de aquellos economistas toda la evolución y perfeccionamiento de la nueva ciencia económica. Algunos errores cometidos en la investigación impidieron a sus iniciadores llegar más allá de los límites alcanzados. Todavía faltaba un eslabón más en la brillante cadena deductiva para que de aquella ciencia surgiera su más acabada y apasionante expresión: la teoría general de la acción humana, o praxeología.
Adam Smith y sus contemporáneos no pudieron resolver el problema del valor.
¿Qué factores determinan el valor de una cosa cualquiera?
Probablemente este interrogante les quitó el sueño a los economistas clásicos. Y se equivocaron.
Llegaron a creer que el valor de un determinado objeto estaba dado por la cantidad de trabajo insumido en su producción. “El trabajo es la medida real del valor de cambio de todos los artículos”, escribió Adam Smith en 1776.
Si esta teoría fuese acertada, una empanada de barro tendría que valer lo mismo que una empanada de carne picada, ya que la producción de ambas insumiría el mismo trabajo. (El ejemplo es de Leonard Read).
Ya los clásicos se habían enfrentado a un problema parecido que contradecía sus erróneas ideas sobre el valor: la aparente antinomia del valor. No podían explicarse por qué el hombre prefiere el oro al hierro, siendo más útil el segundo que el primero.
Investigaciones posteriores habrían de demostrar que el hombre nunca se ve precisado a elegir en términos absolutos entre el oro y el hierro, es decir, entre todo el oro del mundo y todo el hierro del mundo. El hombre elige, en ciertas circunstancias, entre una cantidad determinada de oro y una cantidad determinada de hierro.
Al elegir, las personas comparan los valores de las cantidades determinadas que les interesan (de oro o de hierro), y no los valores del total de cantidad absoluta de ambos metales.
Esto implicó un valioso descubrimiento: que valorar es expresar una preferencia, que todas las acciones de los hombres se reducen a una elección o sucesión de elecciones individuales motivadas por personales deseos y preferencias. Este hallazgo permitió que el economista alemán Herman Gossen (1810-1865) y más tarde, alrededor de 1870, Carl Menger, uno de los fundadores de la célebre Escuela austríaca, formularan la moderna teoría subjetiva del valoren reemplazo de la imperfecta teoría del valor-trabajoerróneamente sustentada por la Escuela Clásica.
La moderna teoría subjetiva del valor (que analizaremos más detalladamente en el capítulo 5º) establece que el valor no está intrínseco en las cosas sino que se lo atribuimos nosotros de acuerdo a nuestras particulares necesidades y con ajuste a nuestra personal e intransferible escala de valores.
Imposibilitados los economistas clásicos de resolver este obstáculo (es evidente que ellos intuyeron el error por cuanto dejaron el tema inconcluso) debieron renunciar a la formulación de una teoría general de la acción humana y se limitaron a desarrollar su ciencia en un ámbito más reducido: las actividades mercantiles.
Si bien los principales postulados de dichos economistas, referidos a las leyes que regulan el funcionamiento del mercado, establecen con claridad que los precios son un fenómeno producido por la acción de la oferta y la demanda, no atinaron a encontrar las pautas deductivas que los llevaran a desentrañar el problema del valor. Para ellos existía un “valor natural” y un “valor de mercado”. Habían descubierto la interdependencia de los fenómenos del mercado, pero no advirtieron que todo ese fantástico juego de acciones y contrarreacciones que determinan aquellos fenómenos, surge pura y exclusivamente de las apetencias de los consumidores, es decir, de las valoraciones subjetivas, impredecibles y cambiantes de cada uno de ellos.
No puede, por lo tanto, haber un “valor natural” para ninguna cosa en este mundo. Sólo existe el “valor subjetivo” que es el que cada ser humano le atribuye a los bienes materiales, espirituales y morales.
Al restringirse el campo de sus investigaciones, los clásicos debieron limitarse a teorizar sobre las actividades de los empresarios, quedando el consumidor excluido de su ámbito de observación. Durante más de cien años se circunscribió la nueva ciencia económica al simple estudio del lucro y de los negocios. Recién a fines del siglo XIX la Escuela Austríaca completó su moderna teoría del valor subjetivo y comienza a tomar cuerpo una incipiente teoría de la elección humana. El filósofo francés Alfredo Víctor Espinas usa por primera vez, en 1890. El término praxeología (ciencia de la acción) en sus obras Historia de las doctrinas económicas y Los orígenes de la tecnología.
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