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La última Navidad del padre Andrés

Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

 

Hoy en Alem nadie se acuerda del padre Andrés Hensen. Fue párroco de Santa Teresita del Niño Jesús hasta que debió retirarse por su edad, pero siguió activo en la parroquia como simple sacerdote.

En 1994 tenía ochenta y siete años y presentía que aquella Navidad iba a ser la última de su vida.

Fue muy querido por las familias de Alem, casi todas descendientes de inmigrantes centroeuropeos y escandinavos que fundaron la ciudad antes de que Misiones fuera una provincia.

Este viejo cura amaba la Navidad con exaltación. La consideraba el suceso más trascendental de la fe cristiana, contradiciendo a la Iglesia que tiene a la Semana Santa como la celebración central del año litúrgico.

Pero el padre Andrés era, dentro del catolicismo (y también en el universo de los más de treinta credos cristianos de Alem), un pastor muy singular. Afirmaba que un acontecimiento tan prodigioso como la llegada de Jesús a este mundo, debía ser conmemorado con tanta devoción como su Sacrificio y Resurrección, porque en el embarazo milagroso de María ya estaban sellados el amargo cáliz y la gloria del domingo de Pascua.

Pero iba aún más lejos. Les decía a sus fieles que debían esperar al menos un milagro de Navidad en sus vidas.

—Observen con atención todo cuando los rodea —señalaba en sus homilías—,   porque si se distraen se perderán revelaciones que podrían cambiar sus vidas.

Sus palabras encantaban a la gente pero hacían renegar al obispo. También a los pastores evangélicos, luteranos, pentecostales y adventistas, con quienes solía debatir amigablemente.

—Hay algo más trascendente, más grandioso en los tiempos de Navidad, y todos ustedes debieran saberlo y predicarlo —los reprendía—. En Adviento, se produce una cercanía de la Providencia a nosotros y se manifiesta en sucesos extraordinarios para recordarnos el mensaje de amor, paz, y hermandad universal que nos trajo el Redentor. Él nos quiere recordar cada año (porque somos olvidadizos y mal agradecidos) que vino a este mundo hecho carne humana, frágil y sufriente, para salvarnos.

Pero guardaba un secreto que lo mortificaba (y lo dejó anotado en un diario que solía escribir por las noches): él nunca había recibido un milagro de Navidad.

 

A mediados de noviembre de 1994, cuatro meses antes de su muerte, el padre Andrés se subió a su destartalada rastrojera y recorrió diez kilómetros para visitar el Salto Oasis, un lugar paradisíaco de entorno selvático que por iniciativa suya se iba a transformar en un parque de turismo religioso bajo la advocación de la Inmaculada Concepción. Era su «Proyecto Oasis» que albergaría a todas las religiones cristianas de Alem.

Le tocó una tarde sin viento ni calor sofocante. El murmullo lejano de la cascadita acentuaba el silencio acogedor de ese entorno tan propicio para la meditación y el sosiego.

Se sentó en una roca al costado de un caminito bajo la sombra de la exuberante espesura misionera. Acunado por aquella quietud se entregó a una plácida somnolencia. Hasta que una voz familiar lo sacó del grato sopor.

—Hola, Andrés.

El cura sonrió.

—Eneas, qué gusto verte.

—Te anduve buscando.

—Bien, aquí me tenés.

Eneas se sentó junto al sacerdote.

—Andrés, ¿por qué pensás que nunca tuviste un milagro de Navidad?

—¿De dónde sacaste eso?

—Vamos, Andrés…

El cura hizo un gesto de resignación.

—Está bien, no te voy a mentir. Sí, y a veces se lo reprocho al Señor.  

—Injustamente, Andrés.

—Puede ser, pero esa privación me hace dudar de lo que prediqué siempre.

—¿Privación, decís? Vamos a ver. ¿Te acordás de los festejos del cincuentenario de Alem en 1976?

—¿Cómo no lo recordaría? Vino el obispo desde Posadas y concelebramos una misa en la calle. Media ciudad estuvo presente, muchos con las vestimentas de sus comunidades: noruegos, daneses, alemanes, franceses e islandeses como yo.

—Ese día, al anochecer, encontraste acurrucado en la iglesia a un niño de unos ocho años…

—Esperá, se llamaba… Elarse, Elarsito. Un chico indígena que llevaba varios días perdido. Llegó desde la selva asustado y hambriento.

—¿Y vos que hiciste?

—Nada extraordinario. Le di de comer y le armé un catre en la sacristía para que descansara. Al otro día me lo llevé en mi rastrojera a recorrer las distintas comunidades Mbyá guaraníes. Íbamos por un camino muy difícil cuando se detuvo el motor, y, fijate vos, Elarse reconoció el lugar: ahí cerquita vivía su familia.

—Sus padres te consideraron un santo porque te recorriste media selva para llevarles al pequeño. ¿Y cómo es que se te quedó la rastrojera justo ahí?

—Una casualidad.

—Mirá vos… ¿Y cuando le salvaste la vida a Raquel?

—Ah, sí… pobre Raquel. Su marido y su único hijo habían muerto en un accidente. Una mañana vino a misa, y cuando le di la comunión la vi tan deprimida que tuve un mal presentimiento. Me fui hasta su casa esa misma la tarde y la encontré retorciéndose colgada de una soga. Llegué justo en el momento en que había pateado un banquito. La sujeté de las piernas y la alcé todo lo que pude. Ella misma se aflojó el lazo y así logré bajarla.

—¿Otra casualidad?

El sacerdote se encogió de hombros.

—Intuición, diría.

—Raquel se casó luego con un ucraniano y ahora tiene una familia feliz con dos hijos grandes. Cuántos hechos azarosos, ¿no Andrés? Bien, sigamos: ¿Recordás la noche en que una mujer vino desesperada a la parroquia y te sacó de la cama gritando que su marido se moría?

—Sí, Clarisa. Arnost era alcohólico y esa noche cayó en coma etílico.

—Ellos son suizos y evangélicos, pero Clarisa no fue a lo del pastor Hartier, te fue a buscar a vos. ¿Otra casualidad? Y vos agarraste tu rastrojera, fuiste con Clarisa hasta su casa, cargaste al marido y lo llevaste al hospital. ¿Y qué hiciste después?

—Teníamos varios alcohólicos en Alem. Los visité uno por uno y organizamos un grupo de Alcohólicos Anónimos. Pudimos recuperar a esos adictos y a muchos otros.

–Podría enumerarte cientos de «casualidades» en tu vida, Andrés. Pero la voy a hacer corta: ¡hasta te enfrentaste a una banda de narcotraficantes que quiso instalarse en Alem!

El padre Andrés se tomó la cabeza entre risas.

—Ah, lo de los narcos fue muy temerario. ¡Qué locura, casi me liquidan!

—Te gatillaron varias veces, pero, oh casualidad, las balas no salieron.

—¡Qué momento, Dios mío! Por suerte los vecinos me ayudaron y logramos echarlos de aquí. Sí, bueno. No es para tanto, Eneas. Cumplí con mi deber de cristiano.

—Eso no te lo niego, Andrés. Pero fuiste un distraído total.

—¿Por qué, Eneas?

—Porque nunca pensaste que Dios estaba detrás de esas simples casualidades.    

El sacerdote se quedó pensando. Eneas tenía razón: su vida fue una sucesión de emociones asombrosas que él no supo interpretar.

Este original árbol de Navidad, realizado artesanalmente, es uno de los muchos que se instalan en las calles de Leandro N. Alem (Misiones) cada Navidad.

—¿Sabés que tenés razón, Eneas? Qué necio he sido ¿no?

—Ahora hablame de lo que estás preparando para esta Navidad.

—Ah, sí, estoy muy embalado. Hablé con algunos pastores de otros credos y hasta con el Intendente. Los entusiasmé a todos.

—Te creo. A tozudo no te gana nadie.

—He reunido a un grupo de mujeres y jóvenes de distintos cultos para preparar decoraciones artesanales que instalaremos en las calles, pondremos luces por todos lados, grandes árboles de Navidad en cada esquina, Pesebres y Reyes Magos, y hasta algún Trineo con Santa Claus para los chicos. Mi sueño es que Alem sea la Ciudad de la Navidad, ¿qué te parece?

—Una gran idea, Andrés. Y te voy a anticipar lo que va a pasar cuando te hayas ido: Todos los años se va a celebrar en Alem la Fiesta Nacional de la Navidad del Litoral.

—¿También hacés futurismo, Eneas? —lo interrumpió burlón el cura.

—Todos van a ayudar a preparar las decoraciones desde marzo. Alem será la única ciudad del mundo donde la alegría de la Navidad se vivirá todo el año. Esa será tu gran obra para la buena gente de esta comunidad.

 

El padre Andrés dejó registrado este episodio en su diario, que fue entregado al obispo luego de su fallecimiento. En el último párrafo había escrito:

«En ese momento abrí los ojos y miré como aturdido la soledad que me rodeaba. Habría jurado que mi amigo Eneas estuvo ahí mismo, hablándome del futuro y recriminándome lo distraído que fui al no ver la constelación de hechos sobrenaturales que acompañaron mi vida.

«¿Acabo de escribir ‘mi amigo Eneas’? ¿Mi amigo? Si nunca conocí a ningún Eneas,

«Fue como un resplandor en mi corazón: Dios me había regalado el úl­timo milagro de Navidad.»

Diciembre 2022

El lector que quiera conocer más sobre la Navidad en Alem, puede visitar este sitio:
FIESTA NACIONAL DE LA NAVIDAD.
(Si quieren saber cómo llegó a mis manos el diario de padre Andrés, lo lamento, es un secreto que no puedo revelar).

 


© Enrique Arenz 2022 (Prohibida su reproducción sin expresa autorización del autor)

 

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