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La postal de Navidad

Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

En la Navidad de 1956, cuando yo tenía cuatro años, dibujé para mis padres una tarjeta navideña en la que aparecía un ángel superhéroe, musculoso y con enormes alas desplegadas.

A mamá le gustó tanto que me abrazó y se largó a llorar, pero me aclaró que eran lágrimas de agradecimiento. Al otro día me recompensó con varias postales de verdad compradas especialmente para mí. Así nació mi pasión de coleccionista: a los diez años ya había juntado más de mil tarjetas navideñas.

El tiempo se aceleró, la niñez quedó atrás y las cajas de cartón donde yo guardaba mi colección quedaron olvidadas en la casa de mis padres.

Un día la casa se incendió.

Mis pobres viejos, ya muy mayores, vendieron la estructura ennegrecida con los muebles calcinados y se vinieron a vivir con nosotros. Fallecieron unos años más tarde.

Diana, nuestra única hija, se casó con un compañero de facultad, ambos se recibieron de arquitectos, tuvieron dos varoncitos y se fueron a vivir a Madrid. Allí tenían importantes propuestas de trabajo, pero también una atención médica de excelencia para Diana que desde chica padecía una insuficiencia renal crónica.

Mis dos hermanas mayores debieron mudarse a ciudades lejanas, una al norte y la otra al sur, así que entre que cae la noche y el sol reaparece por el otro lado, mi esposa Esther y yo nos quedamos en la más silenciosa de las soledades.

 

Una tarde alguien me llama por teléfono y me dice que tiene para entregarme una caja rotulada con mi nombre y apellido, hallada en el entrepiso de una casa en demolición.

Era una de mis viejas cajas con postales navideñas que se había salvado del fuego quizás por estar debajo de las otras que quedaron completamente carbonizadas.

Coincidentemente se acercaba la Navidad, y esa proximidad nos había puesto melancólicos porque nuestra hija y su familia no ven­drían tampoco este año a pasar las Fiestas con nosotros. La excusa era la crisis económica europea, pero yo me temía un empeoramiento de la salud de Diana.

Me traje la caja y llamé a Esther para que la abriéramos juntos. Había por lo menos trescientas tarjetas. Las fui reconociendo una a una entre exclamaciones de alegría. Todos los recuerdos de mi infancia se juntaron para sonreírme.

Hasta que mi mujer me dice:

─Mirá ésta qué original: es el niño Jesús en el pesebre y tres angelitos de ojos achinados que aletean sonrientes.

─A ver ─dije extrañado─, no recuerdo esa imagen.

Era una postal de bellos colores pastel timbrada en España. Estaba seguro de no haberla visto nunca. En el dorso tenía un texto manuscrito que me cortó la respiración:

“Queridos Matilde y Juan: quiero que sepáis que Severino, el angelito que dejasteis a mi cuidado, está mejorando su salud y ya comienza a caminar. Es un chiquillo encantador a pesar de su problema. Le he hablado de vosotros y le prometí que alguna vez os va a conocer. Que paséis una muy feliz Navidad. María Pilar”.

Estaba fechada en Segovia, España, en diciembre de 1949.

Quedé paralizado y en silencio.

─Está dirigida a tus padres…─comentó Esther─. ¿Quién es Severino?

Quedé mirándola un instante antes de contestar.

─Nuestro hermano mayor. Nació en España. Mis padres dijeron que había fallecido a poco de nacer…

─¿Y esa tal María Pilar…?

─Una hermana de mamá. Nunca la conocí.

─Parecería que le dejaron a Severino…

─Entonces… ─dije aturdido─, no estaba muerto… lo abandonaron porque tenía no sé qué problema.

─No sabemos, Héctor… ¿Nunca habías visto esta postal?

─Jamás. Mi madre debió de haberla guardado en esta caja cuando yo ya no vivía en la casa.

Revisamos hasta la última postal. No había otra que yo no reconociera.

Si necesitábamos algún pretexto adicional para decidirnos a gastar nuestros ahorros en un viaje a España para pasar la Navidad con nuestra hija, yerno y nietos, ya lo teníamos.

El 21 de diciembre estábamos en el aeropuerto de Barajas.


Mientras mi esposa desempacaba, se instalaba y se ponía al día con las novedades de la familia madrileña, yo, sin decir nada, tomé el tren y me fui a Segovia.

Cuando llamé en el domicilio que figuraba en la postal se asomó un hombre de unos sesenta y tantos años, bajo, calvo, algo gordo, de cuello corto y ancho, con gruesos anteojos y una mirada blanda y tranquila: todas las características del síndrome de Down. Le dije quién era yo y se quedó paralizado. Enseguida gritó alegre:

─Cristo, ¿eres… mi hermano Héctor?

─Así parece, recién me enteré de tu existencia.

─Pero… toda la vida te imaginé como un chiquillo y ahora veo que eres viejo como yo─. Festejó su ocurrencia con una carcajada y me dio un fuerte abrazo.

Mi tía María Pilar había fallecido hacía muchos años. Severino vivía ahora con Francisca, su prima y virtual hermana menor, hija única de María Pilar. Francisca, que era divorciada y criaba un hijo adolescente, se ocupaba de Severino como lo había hecho amorosamente su madre.

Al día siguiente regresé con mi esposa, mi hija y nuestros dos nietos. El encuentro familiar fue muy emotivo. Severino, pobrecito, estaba tan feliz que no dejaba de reír y abrazarnos. “Mis parientes argentinos”, repetía, y nos abrazaba de nuevo. Era increíblemente cariñoso, sensible y de apacible temperamento.

Francisca me contó en privado lo que sabía. Después de la guerra mis padres iban a emigrar a la Argentina. Cuando estaban por embarcar nace prematuramente Severino. Según los médicos de entonces, no vi­v­i­ría mucho, tal vez unos pocos meses. Afrontar una emigración con un bebé que requería cuidados especiales era impensable. La primera intención de mis padres fue desistir del viaje, pero María Pilar se opuso enérgicamente, se comprometió a hacerse cargo del pequeño y darle la mejor atención durante el tiempo que viviera, y literalmente los empujó al barco a punto de zarpar.

Estas noticias me aplastaron. Nunca tuve nada que reprocharles a mis padres, pero descubrir años después de su muerte que abandonaron a Severino y que jamás nos hablaron de él me causó un desencanto lacerante.

Francisca trató de disipar mi perturbación recordándome que eran otros tiempos, otros conceptos acerca de los niños Down. No había esperanzas para ellos y hasta se los escondía por los prejuicios de la época. Y para aliviar mi aflicción me hizo leer una carta de mi madre a su hermana:

“Han pasado muchos años, nuestros hijos se están haciendo adultos y todavía no les hemos dicho nada. Al principio eran muy chicos, pensamos que no entenderían. Lo fuimos postergando. Ahora que son grandes sabemos que van a entender menos, porque no hay justificación para lo que hicimos. No podríamos enfrentar sus miradas”.

Ese párrafo me desgarró el alma porque desnudaba el sufrimiento jamás revelado de mis padres. Vivieron en silencio una gran tragedia personal, envejecieron y murieron sin volver a ver a su pequeño Severino y sin haber tenido el valor de hablarnos de nuestro hermano.
 

Esa Nochebuena nos reunimos todos en Madrid, y para fin de año, en la bella Segovia.

Pasadas las Fiestas, Diana, que siempre había relativizado sus problemas de salud para no preocuparnos, se sinceró con nosotros y nos confió entre lágrimas que su vida dependía urgentemente de un trasplante renal.

Reunimos a toda la familia, incluidos Francisca, Severino y los chicos, para decidir entre todos lo que debía hacerse. Severino nos sorprendió con su voz chillona:

─Yo le voy a donar un riñón a mi sobrina.

Quedamos todos callados. Esther y yo ya habíamos decidido que aquel de los dos que fuera biológicamente más apto le daría un riñón a nuestra hija, pero Severino lo dijo primero, sin dudarlo, con una determinación conmovedora. No hubo forma de disuadirlo, pero aceptó que nosotros también nos haríamos los estudios de compatibilidad.

Severino resultó ser el donante mejor calificado: tenía el mismo grupo sanguíneo que Diana, idéntico tipo de tejido renal y notable semejanza en proteínas y anticuerpos. “Compatibilidad perfecta”, dijeron los médicos, y pronosticaron: “Va ser como si tuviera su propio riñón”.

Francisca, curadora de Severino, respetó su voluntad e hizo todos los trámites legales. En pocas semanas la delicada intervención se llevó exitosamente a cabo. Severino le había salvado la vida a nuestra hija.

Fue un milagro, ¿qué duda cabe?, pero un milagro que se gestó lentamente a través de una asombrosa urdiembre de destinos, escenarios y sucesos que comenzaron a entretejerse pacientemente en mi niñez y en estrecha relación con mi colección de postales navideñas. Sólo me intrigaba una duda: ¿en qué momento saltó la chispa iniciadora de esa secuencia maravillosa? No tardaría en descubrirlo.

 A Severino lo trajimos a la Argentina para que conociera a sus hermanas y disfrutara de viajes, paseos y merecidas atenciones. Estuvo un largo tiempo con nosotros, siempre jovial y entrañable.

Hasta que se puso nostálgico y quiso regresar a España.

Cuando el avión levantó vuelo, un comentario de Esther me retrotrajo a la remota Navidad de 1956. Me dijo con la voz entrecortada por la emoción: “Ahí se va nuestro ángel, volando con alas gigantes”.

Muerdago

©Enrique Arenz

Prohibida su reproducción en internet
sin la expresa autorización del autor

Publicado en:
Diario La Capital de Mar del Plata

Diciembre de 2012





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