La Navidad del futuro
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
Me llamo Matute, ladro y ando en cuatro patas. Pero soy algo más, soy un ángel enviado al futuro para ayudar a una familia que vivirá en el año 2315.
Ah, pero no querrán saber lo que vi en ese futuro desolador: la gente ya no festeja la Navidad, Dios ha sido olvidado y las iglesias, transformadas en bingos y centros comerciales.
En una pequeña ciudad sudamericana llamada Catamis vive una familia que todavía celebra la Navidad, aunque lo hace a escondidas. Es la familia de Nicanor Valdivares, de 113 años, su esposa Elisa, de 99, sus dos hijos, de apenas algo más de setenta, sus esposas, tres nietos grandes, y dos bisnietos pequeños.
Son personas diferentes en un tiempo en que la uniformidad se impone como valor predominante. Viven en una vieja y espaciosa casona de ladrillos y tejas cuando todo el mundo lo hace en casas inteligentes hechas con módulos de plástico que se ensamblan para arriba y para los costados. Pero como si eso fuera poco, se movilizan en el único auto eléctrico que se ve por las calles, mientras los catamisenses lo hacen en pequeñas burbujas voladoras.
Los vecinos les demandan que demuelan la casa de material y levanten una vivienda modular que no desentone con la identidad colectiva, y hasta pretenden que cubran con baldosas plásticas el amplio terreno donde cultivan un parque con rosales y azaleas. Los Valdivares resisten las presiones y defienden su estilo de vida que los preserva de las acechanzas de un mundo sombrío en el que arrecian los suicidios, las venganzas, los enfrentamientos generacionales y el aislamiento paranoico de las personas que desconfían hasta de sus familiares más cercanos.
Imaginen mi sorpresa cuando el Arcángel me llama y, sin darme explicaciones, me ordena presentarme en Catamis para la Navidad de 2315 con la misión de ayudar a esa familia. «¿Instrucciones?», atiné a preguntar; «Tu propia iniciativa», fue la parca respuesta.
Llegué a Catamis el primer domingo de Adviento de ese año. Y es aquí donde aparecen mis cuatro patas: busqué un perrito vagabundo que se pareciera a Matute, la mascota de ojos celestes de los Valdivares que había muerto hacía un año. Encontré un animalito de similares características y con él me fui trotando hasta la extravagante casa del jardín de rosales y azaleas. Me eché en el portón de la calle. Cuando salió la esposa de Nicanor la miré con mis ojos llamativos sin levantar la cabeza del suelo y moví tímidamente la cola.
─Hola, perrito lindo, qué parecido a nuestro pobre Matute. ¿Tenés hambre?, vení, pasá, pasá.
Toda la familia me aceptó de inmediato y comenzaron a llamarme Matute. El 8 de diciembre Elisa subió conmigo al altillo y bajó varias cajas con arcaicos adornos navideños (similares a los que usan ustedes ahora). Primero cerró las persianas de las ventanas que daban a la calle, y luego armó un pequeño pesebre y un pinito de metro y medio con muchos adornos pero curiosamente sin luces. Había una explicación: Elisa quería evitar que algo inusual llamara la atención de los transeúntes.
Una noche en que toda la familia se reunió en el comedor vi la ocasión esperada para iniciar mi plan. Subí sigilosamente al altillo donde había visto muchas cajas enormes con adornos y luminarias que alguna vez debieron de estar en el exterior de la casa, mordí suavemente el enchufe que estaba en el extremo de una larga guirnalda y la arrastré cuidadosamente por la escalera hasta la planta baja.
—Matute, ¿qué estás haciendo, travieso? ─exclamó el señor Valdivares sorprendido.
─Miren lo que se trajo este bandido, ¿qué es? —preguntó Matilde, una de sus nueras.
─Una guirnalda de las muchas que instalaba mi abuelo en el exterior de esta misma casa. Hay cientos de luces en esas cajas, y hasta un pesebre con las siluetas de la sagrada Familia en tamaño real. Cuando yo era chico mi abuelo adornaba todo el frente de esta casa para Navidad, tal como lo habían hecho sus padres.
Todos quedaron pensativos. Entonces fui hasta Nicanor y le puse en la mano el enchufe de la guirnalda que subía serpenteante por la escalera y se perdía en el primer piso. Desconcertado, Nicanor miró la ficha, me miró a mí y dijo entre risas: «Tenés razón, Matute». Se levantó y buscó un tomacorriente cercano. Una gran luminosidad multicolor provocó una exclamación de alegría en los más jóvenes. Yo ladré varias veces y todos rieron.
─Qué lindo sería poder instalar estas luces en el jardín para que las vieran todos ─dijo Elisa.
─Sí, me gustaría hacerlo, pero nuestros vecinos no lo soportarían ─respondió casi avergonzado Nicanor.
Uno de los chicos apagó la luz del comedor y todos contemplamos extasiados las lucecitas multicolores que ahora habían comenzado a parpadear creando un ambiente mágico. Yo volví a ladrar insistentemente y todos me miraron.
El hijo mayor de Nicanor, sin dejar de mirarme a los ojos, dijo con voz firme:
─Nos discriminan, nos maltratan, ¿por qué tenemos que hacer lo que ellos quieren? ¿Y si adornamos todo el exterior de la casa como lo hacía tu abuelo y les demostramos que somos personas libres dispuestas a expresar nuestras creencias como se nos antoje?
─Sí, ¿por qué no? ─apoyó su hermano─. Ninguna ley prohíbe iluminar el exterior de una casa.
─Pero estaríamos provocando alguna reacción violenta… ─reflexionó Nicanor.
Todos permanecieron callados; a Nicanor no se le escapó que ese silencio era una expresión unánime de desacuerdo. Sonrió, dijo que está bien, que no sería un cobarde en la vejez, y que a partir del día siguiente se dedicarían todos a adornar el exterior de la casa.
Por la mañana el viejo y sus dos hijos con la ayuda entusiasta de los bisnietos fueron bajando todos los adornos del altillo y extendiéndolos prolijamente sobre el césped.
Siguiendo las instrucciones de Nicanor trabajaron todo ese día y el siguiente subidos a los techos y trepados a dos escaleras. El pesebre gigante fue montado cerca del enrejado de la calle e iluminado por dos potentes reflectores ocultos tras unos arbustos.
Cuando todo estuvo dispuesto y llegó la noche, Nicanor puso un dedo tembloroso sobre la llave de luz e hizo clic.
En Catamis rápidamente se corrió la voz de que los raros de los Valdivares acababan de iluminar y adornar insólitamente toda la fachada de su casa. La gente comenzó a amontonarse frente al increíble espectáculo mientras ágiles burbujas lo sobrevolaban en círculos intimidantes. Percibí una fuerte carga de irritación y agresividad en esa multitud. Temeroso de que mi idea derivara en algún hecho grave decidí hacer algo extraordinario. Para decirlo con sencillez: les toqué el corazón a cada uno de aquellos renegados.
Entonces repentinamente todo cambió: las burbujas descendieron suavemente y los vecinos congregados quedaron muy callados y tranquilos leyendo como hipnotizados el letrero que los Valdivares habían colocado al lado del pesebre:
«Un 25 de diciembre, hace 2315 años, en una
gruta de Belén, nació el niño Jesús,
hijo de Dios hecho hombre que vino
al mundo para salvarnos»
Todos comenzaron a murmurar entre asombrados y desconcertados. Algunos ancianos centenarios recordaron lo que significó para sus infancias la fe y la alegría sencilla de esperar todos los años la Navidad.
Uno tomó la iniciativa de golpear las manos. Nicanor y sus dos hijos salieron de la casa y se acercaron cautelosos a la reja. Los vecinos lejos de agredirlos les mostraron su curiosidad por esos bellos adornos antiguos y les pidieron que les hablaran sobre la Navidad.
Nicanor les explicó lo importante que había sido para la humanidad la festividad del Nacimiento del Mesías y les dio una verdadera clase sobre los Evangelios de Lucas y Mateo.
Una vecina le pidió que la ayudara a diseñar adornos similares con los materiales que se conseguían en ese momento porque también quería adornar su casa antes del 25 de diciembre. Otros se sumaron entusiastas y decidieron entre todos que trabajarían en conjunto bajo la dirección de Nicanor.
Unos días antes de Navidad casi todas las casas de Catamis fueron decoradas primorosamente con moderna luminotecnia y pesebres de distintos tamaños. Hasta los políticos del Ayuntamiento, siempre atentos a los cambios sociales, se apuraron a adornar la calle principal.
La noticia cruzó mares y fronteras y de todo el mundo vinieron cronistas para cubrir el extraño caso de una ciudad sudamericana que había vuelto a la vieja y ya olvidada tradición de los festejos navideños.
Me preguntarán si la Navidad volvió a ser popular en el mundo después de 2315. Lo ignoro porque ahora estoy otra vez en este tiempo. Pero déjenme advertirles algo: es posible que los hechos que les acabo de contar nunca sucedan, porque el futuro se rehace todos los días a partir de las decisiones del presente. Aunque, viendo cómo va el mundo…
Pero, esperen un momento, acaba de ocurrirme algo inesperado que me devuelve la ilusión de un porvenir en el que la humanidad jamás se olvide de Dios ni deje de celebrar la Navidad. Si ese futuro deseado se construye en el presente con la suma de pequeños actos de amor, creo que hoy tuve un anticipo esperanzador:
Una joven se me acercó, me acarició, me habló dulcemente, me puso un collar con una correíta ¡y me llevó a su casa!
© Enrique Arenz
Diciembre de 2015.
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