La mala onda es un costo adicional
Ensayo de Enrique Arenz
Publicado el 1/7/94 en el diario La Capital.
«Si usted hace preguntas, por lo menos compre algo». Esta filípica ahuyentaclientes estaba escritas con grandes y feas letras en un quiosco céntrico de Buenos Aires.
En una conocida veterinaria de Mar del Plata donde exhiben cachorros en la vidriera, se lee esta agria leyenda: «No golpee el vidrio. Los perros no entienden el lenguaje de los golpes». ¿Apasionada defensa de la tranquilidad de los pobres animalitos? No, simplemente hostilidad: el golpeteo en los vidrios irrita a los intolerantes humanos que atienden el negocio, no a los perritos.
Y ni hablar de lo que está escrito en los baños de un ámbito intelectual, también de mi ciudad, una biblioteca pública: «Lávese las manos», ordena autoritariamente un belicoso cartel; y uno cree adivinar lo que sigue (al menos en la mente de quien lo escribió): «… ¡pedazo de roñoso!».
Esto es sencillamente contaminación ambiental de mala onda. Al igual que los cilindros budistas, estos mensajes lanzan al aire la negatividad inconsciente de quienes los redactaron.
La gente positiva
Es que los argentinos tenemos un enorme potencial de rencor y agresividad que descargamos sobre los demás sin sospechar el daño que nos hacemos a nosotros mismos. En la actividad comercial esta carga de mufa es un costo más pesado que los impuestos y los gastos en personal.
Curiosamente todos coincidimos en nuestra atracción hacia la gente positiva. ¡Cuánto bien nos hace su contacto cotidiano! El mozo del café que nos atiende con una sonrisa sin cera; ese empleado público que se levanta instantáneamente de su silla cuando se acerca un contribuyente al mostrador; o el taxista que en lugar de abrumar al pasajero con sus problemas le cuenta cosas agradable.
¿A quién no le alegra la vida comenzar la mañana con una circunstancia tan gratificante? Es que también coincidimos en que no es común encontrar esta bella cualidad en las personas a quienes tratamos a diario. Pero en esto somos contradictorios: a todos nos gustan las personas positivas, todos queremos hallar esas virtudes en la gente a la que debemos tratar, pero muy pocos nos preocupamos en ser nosotros mismos personas positivas ante los demás.
Esa misma vendedora joven, aburrida y malhumorada, que tutea a personas mayores (porque su empleador se lo permite) y que por añadidura se muestra impaciente por tener que abrir muchas cajas para el indeciso cliente, se siente, por supuesto, sumamente molesta y agraviada cuando es descortésmente atendida en otro comercio o en una oficina pública.
La paja en el ojo ajeno
Es decir, somos negativos con los demás pero pretendemos que los demás sean positivos con nosotros. Si todos actuáramos así, ¿qué actitud positiva podría haber en la vida?
Por suerte hay excepciones. Las personas con alta positividad actúan unilateralmente. Han sido educadas así, o han adoptado voluntariamente el hábito de la positividad al descubrir que ese estilo de vida los favorece extraordinariamente. No creo que se nazca con esta virtud, se trata más bien de un proceso cultural.
Según los estudiosos de las relaciones humanas, el secreto está en cambiar uno mismo en lugar de pretender que cambien los demás. Quien comienza a comportarse positivamente, logra revertir la negatividad de quien tiene enfrente.
Naturalmente no estamos obligados a andar por la calle sonriéndole a todo el mundo. Tenemos derecho a la reserva, a la soledad e incluso a la taciturnidad. Pero en nuestro trabajo diario —sobre todo si nos dedicamos a actividades comerciales o de servicios— y en todas aquellas circunstancias cotidianas que nos obligan a tratar con otras personas, deberíamos ser cordiales, comprensivos, pacientes, optimistas y activos sembradores de esperanzas y buenas ideas.
Las ventajas de ser positivo
Esta actitud, llevada a la perfección, suele ser un gran negocio. Por ejemplo, en el mundo capitalista la venta es la más prometedora de todas las profesiones. Las ganancias del gran vendedor son ilimitadas. Pero de diez personas que se dedican a esta actividad, una triunfa, dos vegetan y el resto fracasa. ¿Por qué? Porque la venta es la profesión del encanto personal por excelencia. Antes que su producto, el vendedor vende su personalidad. Y nadie quiere comprar una personalidad negativa, opaca, pesimista y deprimente.
Hay en el mundo vendedores altamente exitosos que han ganado fortunas. Vendedores que venden cualquier cosa que se propongan vender. Pero son pocos, precisamente porque no abundan las personalidades atrayentes por su caudalosa positividad.
Ahora bien, todos nosotros, hagamos lo que hagamos en la vida, tenemos que vender si queremos sobrevivir. Vendemos ideas, vendemos imagen, vendemos confiabilidad, vendemos ilusiones. Y, ¡ay!, lo primero que tenemos que vender (y vender muy bien) es nuestra personalidad…
Si usted es de los que para sonreír esperan que el otro sonría primero y lo «conquiste» con su simpatía, y si no lo hace dice de ese otro que es un antipático y un imbancable, entonces usted no está actuando positivamente.
No culpe únicamente a la recesión ni al plan económico por sus fracasos. Usted podrá esforzarse en reducir costos y modernizare su negocio para adaptarse a los cambios, pero si no agrega una cuota de encanto en su propia actitud y no logra dibujar una sonrisa simpática y bien educada en el rostro de todos sus empleados, los consumidores, que en el mundo capitalista sólo toleran las caras largas cuando los precios son superlativamente bajos, no pisarán dos veces su insalubre negocio.
En fin, yo tengo la sospecha de que si en la Argentina las cosas andan mal (más allá de las causas políticas y económicas), es en buena medida porque no valoramos en su exacta dimensión la importancia de actuar positivamente en vez de andar echando vinagre en las heridas.
© 1993 Enrique Arenz
(Se permite la reproducción de este artículo con la condición de citar la fuente)