La libertad económica como meta cultural
El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz
Capítulo 2º
En 1989 los líderes comunistas de China y de lo que todavía era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, sorprendieron al mundo lanzando el novedoso concepto ideológico del posmarxismo. Pero lo más asombroso fue que abjuraron del principal fundamento filosófico
del comunismo: la lucha de clases, por considerarla arcaica y enfrentada irreconciliablemente con la realidad del mundo moderno. Y además cuestionaron el mismísimo postulado de la propiedad estatal de los medios de producción, con lo cual el pobre Marx quedó reducido a la nada.
Las dos potencias insinuaron entonces la posibilidad de reemplazar el sistema de economía centralmente planificada por una… ¡economía de mercado!
Claro que los jerarcas comunistas -asustados por el terremoto ideológico que amenazaba la estabilidad del paraíso de los trabajadores- no podían admitir semejanza alguna entre el anunciado posmarxismo y el liberalismo capitalista opresor de Occidente.
Por eso los líderes chinos aseguraron que su «economía de mercado» no habrá de ser estatal, pero tampoco privada (¿) sino… ¡pública! Se trata, según ellos, de crear una nueva ideología del futuro: el socialismo posmarxista, nada menos.
Esto suena tan caricaturesco como los términos neonazismo o neofascismo. Cuando las ideologías totalitarias llegan a su fin jamás se humanizan o se democratizan, simplemente desaparecen de la historia.
Pero en una cosa tienen razón: estamos ciertamente en una venturosa era posmarxista. Pero el sistema de ideas que deberá predominar ahora en el mundo es el orden social de la libertad y no un desteñido socialismo que concede toda clase de libertades mientras se dedica a condicionar, restringir o estorbar torpemente el ejercicio de la libertad económica, principal condición de la prosperidad.
Si hay un posmarxismo, éste no es otro que el liberalismo. Es más, antes de irrumpir el marxismo en el mundo, ya era el liberalismo la perfecta definición de posmarxismo, por la sencilla razón de que el marxismo jamás fue una ideología de avanzada sino un intento grandioso de algunos agitadores por volver al pasado, al absolutismo primitivo, al hombre despojado de su individualidad y de sus derechos naturales. En una palabra, se nos quiso retrotraer al colectivismo tribal. Fue una reacción de los modernos bárbaros contra la cultura liberal.
Ortega y Gasset lo dijo con estas certeras palabras: «Todo lo antiliberal es anterior al liberalismo. Nada moderno puede ser antiliberal porque lo antiliberal era precisamente lo que existía antes del liberalismo»
Liberalismo a medias
Pero, atención. El liberalismo posmarxista no ha de ser el liberalismo a medias que conocemos en los países industrializados. El sistema que hoy exhibe Japón y Europa Occidental tiene ciertamente suficientes ingredientes liberales como para permitir que, pese a todo, la iniciativa privada y la creatividad humana hagan progresar el mundo.
Pero ese sistema está contaminado de socialismo y de marxismo. La culpa es de los políticos socialdemócratas occidentales, ávidos
de poder a cualquier precio, y de los intelectuales estructuralistas y keynesianos que les escriben sus recetas y libretos demagógicos. Esta gente ha preferido falsificar las ideas de la libertad en lugar de luchar honradamente por la verdad.
Y es precisamente en el plano económico -por una falencia cultural- donde la adulteración pasa asombrosamente inadvertida.
Es necesario que tengamos esto bien en claro: Lo que hoy conocemos como sistema apitalista es una forma híbrida donde el Estado manipula la economía con intervenciones muy parecidas a lo que era la planificación centralizada de la ex Unión Soviética. Es cierto que los medios de producción están en manos privadas, pero ¿qué diferencia de fondo hay si los empresarios no arriesgan sus posiciones en mercados verdaderamente abiertos y competitivos? Son empresarios para disfrutar de las ganancias, pero las decisiones trascendentales las toman -sin riesgo para ellos- los políticos y los funcionarios públicos.
Es así que la burocracia tiene el control dictatorial de la moneda y la banca a través de los bancos centrales, condiciona y traba el
libre comercio exterior; distorsiona los mercados laborales con leyes reguladoras e impuestos al trabajo y dilapida fortunas incalculables en costosos e ingobernables sistemas de seguridad social.
Ese es el liberalismo que conocemos, groseramente adulterado, rebajado por lo menos al 50 por ciento. Pero no obstante, lo que todavía queda de genuinamente liberal en él, nos ha dado la informática, esa maravilla de la comunicación global que es Internet, las comunicaciones satelitales, la asombrosa medicina moderna y la microbiología, entre otros prodigios de este tiempo.
A la otra mitad, en cambio -la del intervencionismo estatal- le debemos el doloroso contraste de los bolsones de extrema pobreza en ciudades opulentas como Nueva York o Londres, la inflación, la desocupación en Europa, el proteccionismo que aísla a las naciones y agudiza la miseria; los subsidios que benefician a unos pocos privilegiados en perjuicio de toda la comunidad; la corrupción, inseparable del poder de los funcionarios para conceder o denegar arbitrariamente privilegios y sinecuras; y, en fin, la oprimente deuda externa de los países en desarrollo, la marginación social, el atraso tecnológico y los conflictos armados en muchas partes del mundo.
Culpables por inocentes
En resumen: lo que tiene de auténticamente liberal el mundo libre genera todo lo bueno de nuestro tiempo. Lo que tiene de marxista produce la mayor parte de las calamidades que hoy azotan a la humanidad.
El siglo XX ha sido signado por la mentalidad antiliberal. Pero un puñado de intelectuales bien organizados ha sabido invertir hábilmente las cosas, haciendo pasar culpables por inocentes. Ahora resulta que esas nefastas influencias marxistas que contaminaron la cultura occidental son «conquistas sociales», y que todos los males de nuestra época son causados por la insensibilidad del «capitalismo salvaje».
Y eso es muy preocupante porque no son pocos los liberales que llegaron a pensar así. Hay entre ellos quienes consideran al intervencionismo estatal del mundo libre como un ejemplo de pragmatismo digno de ser imitado.
Ahora bien, si en plena desintegración de ese verdadero epítome de todos los absolutismos de la historia que ha sido y sigue siendo (China, Cuba, Corea del Norte) el mundo comunista, las clases dirigentes no tienen las ideas claras para llenar ese vacío con un nuevo orden social que devuelva a la criatura humana su libertad y su dignidad, detrás de aquel delirio kafkiano podrían venir otros, de igual o distinto signo, y con ellos una nueva era de humillaciones e injusticias.
Sólo la idea luminosa de la libertad individual, considerada como valor absoluto y superlativa meta cultural, habrá de preservarnos de nuevas variantes de opresión. Pero al ingenuo concepto que todo el mundo tiene de la libertad individual debemos incorporarle su dimensión más importante e ignorada: la libertad económica. Y esa es una tarea cultural mucho más ardua de lo que se supone. Y aquí vienen a mi memoria las palabras de Gregorio Marañón en su ensayo Socialismo, inteligencia, civilidad:
«La cultura no la dan las escuelas —escuelas, institutos, universidades— sino en mínima parte; su fuente verdadera está en el ambiente cargado de curiosidad y de inquietud espiritual; en todo lo que está fuera de la enseñanza organizada». |
Nuestra ardua tarea cultural ha de ser, ahora más que nunca, principalmente eso: cargar el ambiente de curiosidad e inquietud espiritual. (1)
La era posmarxista que estamos inaugurando y que habrá de ser la esperanza de este nuevo siglo, deberá ser una era liberal, pero no liberal a medias sino en serio, como los grandes pensadores de esa doctrina, Adam Smith, Ludwig von Mises, Juan Bautista Alberdi y Sarmiento, entre muchos otros, la imaginaron para el mundo del futuro.
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(1) Después de oírle decir al Secretario de Cultura de la Nación (junio de 2004) que la cultura no es prioritaria ni para el presidente de la Nación ni para él, ha quedado semiprobada una antigua sospecha: le incultura no es solamente el resultado de la desidia e irresponsabilidad de muchos políticos y gobiernos. A veces constituye un auténtico proyecto demagógico
para estupidizar a la gente.