No esperemos que las cosas mejoren (1981)
Severa crítica a la política económica y vaticinio sombrío
Sé que el título de esta nota va a molestar a mucha gente. Yo mismo, créanlo, he sentido una honda amargura al escribirlo. Pero quisiera que alguien me conteste a esta pregunta: ¿es honrado, es ético, es útil al país ser optimista cuando se tiene la certeza irrefutable de que las cosas andan pésimamente mal? (Adviértase que no hablo de ideas o conceptos, siempre relativos y discutibles, sino de certeza fundada en razón). ¿Se colabora realmente con el gobierno encubriendo sus errores y debilidades, aún cuando estamos seguros de que dichos errores nos conducen a un abismo? ¿Eso es colaborar? Yo pienso que no, y mientras no me demuestren lo contrario seguiré creyendo fervorosamente que la mejor colaboración consiste en exponer crudamente la verdad. No faltará quien me diga que este gobierno acepta la crítica. Bien, con las debidas reservas, lo acepto. Pero cuidado, no me vengan a hablar de «crítica constructiva» (para ciertas dictaduras, eufemismo de adulación), porque no soy devoto de esa religión. La crítica periodística puede ser honesta o deshonesta, bien intencionada o mal intencionada, pero nunca será constructiva (en lo que a sus efectos inmediatos se refiere) ya que toda crítica, arte de juzgar, según el diccionario, es decididamente destructivadesde el momento en que ataca una falsa doctrina, exhibe los desaciertos de un funcionario o denuncia las ocultas miserias de un gobierno corrompido. Su misión es destruir para luego construir, que es, en definitiva, su fin último y su justificación. Destruir la mentira, destruir la venalidad y destruir la inmerecida carrera política de los malos funcionarios.
Hecha esta necesaria aclaración, trataré de explicar la razón de mi pesimismo.
Ultimamente todo el mundo parece haber descubierto que el gasto público es excesivo y que nuestra recuperación económica depende exclusivamente de su inmediata y drástica reducción. Era hora de que nos pusiéramos de acuerdo en un asunto tan importante. Y conste que no lo digo con ironía aunque les aseguro que después de doce años de discutir y escribir sobre el tema, tengo cierto derecho a mostrarme irónico frente a lo que parece ser la nueva moda, seguramente tan fugaz y frívola como todas las modas; no, nada de eso, todo lo contrario, me satisface descubrir en la gente tan sensato y unánime criterio. Pero si eso fuera todo, no habría razón alguna para alarmarse. Lo malo, lo terriblemente malo, Es que esa misma gente que ha descubierto la necesidad de reducir el gasto público, cree que el gobierno lo está haciendo verdaderamente. Confieso que hasta yo he tenido la tentación de dejarme arrullar por tan grata ilusión. Y no es para menos. Declaraciones oficiales machacan constantemente sobre el tema. Los diarios, las radios, los canales de televisión, las publicaciones especializadas y hasta las revistas femeninas insisten en la imperiosa e impostergable necesidad de recortar los gastos del Estado. Y para colmo, la difusión de ciertas espectaculares noticias sobre supuestas medidas ya adoptadas en ciertas áreas oficiales para alcanzar ese preciado objetivo, contribuyen a terminar de confundirnos y engañarnos.
Y así hemos oído comentar, por ejemplo, que el ministro de Salud Pública habría suprimido de un plumazo cinco direcciones generales y no sé cuántos empleos de jaraquía inferior; que la Casa de la Moneda, en un arrebato de austeridad (que sin duda hará más felices a los falsificadores que los contribuyentes), decidió imprimir los futuros billetes de banco en un papel casi tan malo y ordinario como el «papel Prensa», en lugar del costoso «filigrana continua» provisto por la empresa Crene & Co. De los Estados Unidos; que las Fuerzas Armadas estarían estudiando la posibilidad de eliminar sus injustificables planes de acción social y reducir los gastos en publicidad; y, en fin, se habla de cambiar horarios en la administración pública, de suprimir las horas extraordinarias, de prohibir la compra de nuevos vehículos, ¡y hasta de suprimir ciertos privilegios de los cuales prefiero no hablar!
Se trata, como se puede apreciar, de seductoras promesas lo suficientemente atractivas como para ablandar al más amargado, pero que en el fondo no hacen sino reeditar las viejas y gastadas historias de siempre. (Recuérdese, por ejemplo, el plan de austeridad de Frondizi; las severas reprimendas de Onganía a sus ministros y secretarios instándolos a ser eficientes y ahorrativos; o, sin ir más lejos, el discurso de Gómez Morales durante el último gobierno peronista, denunciando el exceso de personal en la administración pública. (Hasta los radicales han hablado alguna vez de reducir los gastos del Estado, lo cual es mucho decir) En una palabra, siempre se habla de ese desesperante tema. Y en casa ocasión, los observadores superficiales -que son la mayoría, y discúlpenme la franqueza- creyeron a pie juntillas que lo prometido se cumpliría.
¡Pero esta vez sí que va en serio! -trató de hacerme entender un amigo que siempre ve el lado bueno de las cosas-; ¿No ves la agitación que hay en los ministerios, en las secretarías, en los gobiernos provinciales, en los municipios… ?
Y es aquí donde yo no puedo menos que preguntarme estupefacto: ¿Pero es que realmente cree el gobierno que en estas relativamente menudas economías radica la solución de nuestros más graves problemas? (Un momento, no estoy restando importancia a esas economías, todo lo contrario, las considero indispensables. Simplemente estoy tratando de evitar que por perseguir un pez chico, digamos, una piraña, perdamos de vista al tiburón, mil veces más voraz y depredador que la primera. Pero vayamos por partes. ¿Cree usted que las cosas están efectivamente encaminadas? Pues yo le aseguro que la situación está peor que nunca. Si quiere saber en qué me baso para una afirmación tan pesimista, lo invito a observar la distribución de las erogaciones previstas en los presupuestos nacionales de los últimos cinco años. Hay un rubro en esos presupuestos denominado «Desarrollo de la economía» (la porción más grande de la torta, la que se come el tiburón). ¿Sabe usted de qué se trata? Bien, asómbrese: en este rubro se agrupan todas las pérdidas, inversiones, endeudamientos, amortizaciones y déficit de las grandes empresas estatales de servicios públicos.¡He ahí el pez gordo del que les hablaba! Ese rubro se traga la tercera parte de nuestro presupuesto (alrededor del 33 por ciento del total de los gastos del Estado)
No se sorprenda, quizás haya oído decir recientemente que YPF -¡solamente YPF!- arrojará este año una pérdida de 6.000 millones de dólares. Súmele la pérdida de nuestros Ferrocarriles (unos dos millones de dólares diarios), las inversiones siderales en turbinas, maquinaria y equipos adquiridos en el exterior por Agua y Energía, Segba y Entel y que paga el Tesoro a través de ese rubro llamadodesarrollo de la economía, y tendrá usted una pálida idea de la realidad pavorosa que estoy tratando de hacerle ver.
Ahora bien, ¿ha oído usted en algún momento decir al ministro Sigaut, al presidente Viola o a algún integrante de la Junta de Comandantes, que se extirpará alguno de esos tumores cancerosos? En una palabra, ¿oyó usted insinuar (¡tan sólo insinuar!) la posibilidad de privatizar alguna de estas gigantescas empresas, con lo cual no sólo se reduciría espectacularmente el gasto público sino que se daría un vuelco moral, psicológico y económico al país? No, no se esfuerce. Usted no oyó decir una sola palabra de esto a nadie. De lo único que usted oyó insistentemente hablar, es de la «subsidiaridad del Estado», ingenioso hallazgo semántico que en realidad quiere decir: Estado paternalista que otorga subsidios.
Por eso afirmo que las cosas irán empeorando. Y es hora de que entendamos que la solución de la crisis económica global de la Argentina no depende de ningún ministro de Economía. Ni siquiera depende del presidente de la República. La solución está hoy en manos de los tres Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas. Y si me apuran, puedo atreverme a decir que tampoco depende de ellos: depende, sí, de los cuadros de oficiales superiores de las tres Fuerzas Armadas, entre cuyos componentes -Ay!, ojalá me equivocara- sólo una minoría aceptaría privatizar esas grandes empresas estatales.
No hay que sorprenderse. Nuestros oficiales son, al fin y al cabo, un fiel reflejo del pueblo al que pertenecen; piensan como la mayor parte de nuestra clase dirigente, como nuestros profesionales, artistas, políticos y sindicalistas. Piensan, en fin como millones y millones de nuestros conciudadanos, imbuidos de falso nacionalismo y prejuicio antiliberal.
En definitiva: cuando usted, lector, vea en la pantalla de su televisor a los tres comandantes en jefe anunciando solemnemente al país que las Fuerzas Armadas ha decidido privatizar las grandes empresas del Estado, entonces, señor, tendrá usted derecho a ser optimista y a esperar que las cosas empiecen a mejorar.
Pero mientras eso no ocurra, por favor, no crea en milagros. Y prepárese para lo que vendrá.
© Enique Arenz. (Publicado en Empresa y Finanzas edición de Abril – Mayo de 1981)