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El subte de las 9,13

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

El hombre de mediana edad, bien trajeado y de finos modales, ha descendido del subterráneo que viene desde Federico Lacroze y se dispone a hacer la combinación a Retiro. Se le ha hecho tarde. El micro que lo regresará a la ciudad de Córdoba parte a las diez menos cuarto de la noche. Se apura en medio de un río de personas y llega por fin a la estación Diagonal Norte.

Le llama la atención ver a muy poca gente en ese andén. El subte está a punto de salir. Cuando va a subir se le cruza un mendigo él reconoce por haberlo visto en la otra línea. Vestido de coya, tocaba simultáneamente el charango y una flauta autóctona sujetada a su pecho.

—Señor, me permite…—le dice con humildad el mendigo.

—No tengo nada.

—No, no, escuche…

—Apártese, tengo que subir…

El pasajero sube al primer coche, la puerta se cierra y el convoy se pone en movimiento. A través de la ventanilla ve al mendigo que se ha quedado en la plataforma mirándolo con tristeza.

«Qué gente molesta —piensa el pasajero—, ¿Cuándo se terminarán los vagabundos en el subte?»
Se acomoda en uno de los primeros asientos. Le extraña que haya pocas personas en el coche, todas con ese aspecto de solitarios melancólicos que tienen los porteños cuando viajan en el subterráneo. Se abstrae en sus pensamientos y clava la mirada en el piso.

Ha permanecido ensimismado durante algunos minutos. Vuelve a la realidad, mira a su alrededor y ve que no ha quedado nadie. Los pocos pasajeros han ido bajando en las últimas estaciones. Por lo visto él es el único que va a Retiro. Raro, ¿no? Observa con inquietud los asientos de madera vacíos. Las argollas del techo se mecen en una danza pendular uniforme que acompaña las rítmicas imperfecciones de los viejos rieles.

La soledad acentúa su depresión. Aquel día fue terrible. Tuvo que rematar una importante venta para la empresa en la que trabaja y eso lo dejó exhausto. Estaba convencido de que la venta no era para él. No tenía temperamento para eso; pero ya no estaba en edad para cambiar de trabajo. Por suerte la próxima estación es retiro. Está cansado, con sueño. Espera poder dormir en el micro durante toda la noche. Cierra los ojos y por un segundo se adormece. Se sobresalta: ¿Cómo no hemos llegado todavía a Retiro?

El subte avanza a toda velocidad por el oscuro túnel. Los rieles siguen chirriando y las argollas bailando acompasadamente.

Pasan los minutos y el tren no llega a ningún lugar.

El pasajero se asusta. ¿Qué está pasando? ¿Se habrá desviado por un túnel lateral y se dirige quizás a algún taller? La idea le parece absurda, pero a lo mejor el conductor creyó que no viajaba nadie.

Comienza a sentir pánico. Ya pasaron más de quince minutos desde que el tren se detuvo en la última estación. Es imposible que aún no hubiese llegado a Retiro.

Angustiado, golpea la puerta de la cabina del conductor. Nadie le contesta. Tímidamente, repite el llamado un par de veces. Finalmente se decide y abre cautelosamente la puerta.

El conductor, un hombre de unos sesenta y cinco años, de lentes gruesos y grandes bigotes grises, giró levemente la cabeza y lo saludó con una agradable sonrisa.

—Señor, perdone… —le dice respetuosamente el pasajero—, ¿por qué no hemos llegado todavía a Retiro?

—¿A Retiro? Este es el subte de las 9,13…

—No entiendo…, ¿este tren no iba a Retiro?

—¿Nadie le avisó? —El conductor frunció el ceño como preocupado.

—¿Avisarme qué cosa?

—Es que el subte que pasa a las 9,13 por Diagonal Norte con dirección a Retiro es el que… levanta a las almas que van al otro mundo, más exactamente, al infierno.

El pasajero pensó que el conductor le estaba tomando el pelo. Se sintió molesto y terriblemente angustiado.



—Señor, por favor, contésteme, por qué no llegamos a…

Enmudeció. Había mirado al descuido por el parabrisas de la cabina y sólo vio el reflejo sobre el cristal de las dos personas que estaban allí. Nada se veía del otro lado. El tren avanzaba en medio de una total oscuridad. No había luces en el túnel, ni los clásicos fluorescentes en las paredes ni el haz de luz de los faros del vehículo. El viejo, sin embargo, con sus mano sobre la palanca de marcha miraba hacia fuera como si viera por dónde iban.

—¿A… adónde vamos?— preguntó con voz temblorosa y casi inaudible.

—Ya se lo dije, a la eternidad, a la eternidad demoníaca.

La forma como se lo dijo el viejo, la oscuridad exterior, la marcha interminable del subte, toda esa atmósfera tan irreal y amenazadora le hizo presentir que aquello no era una broma. Algo espantoso le había ocurrido.

—Bueno, si vamos a esa eternidad, yo quisiera bajarme antes de llegar —dijo con fingido sentido del humor— . Todavía estoy vivo…

El viejo lo miró con compasión.

—No, señor, cuánto lo lamento, pero usted ya murió. En algún lugar de Buenos Aires ha quedado su cuerpo inerte. Lo que me extraña es que no le hayan advertido de esto. Usted podría haber eludido este subte como lo hacen todos.

—¿Quién debió advertirme?

—El coya.

—¿El coya? ¿Qué coya?

—Uno que toca la quena y el charango y anda tirando la manga por los coches.

—Ah, sí, ya sé quién es. Subió en la Línea B, en Carlos Gardel. Lo recuerdo porque yo venía de Medrano. Quiso decirme algo pero yo no lo escuché, supongo que quería pedirme limosna. Después me lo volví a encontrar en Diagonal Norte y me paró cuando yo iba a subir a este coche. No le di bola, me molestan los mendigos.

—Qué macana ¿no?, ese es el encargado de advertir a las personas para que no suban al subte de las 9,13. Este vehículo está reservado para la Hermandad Demolátrica.

—¿Qué diablos es eso?

El conductor rio de buena gana.

—Usted lo ha dicho, somos adoradores del Diablo. Casi todos los porteños conocen el peligro de Diagonal Norte a las 9,13 de la noche, aunque nadie habla de eso porque no quieren pasar por supersticiosos ignorantes. Los más audaces se atreven a viajar un par de estaciones. Hasta San Martín se puede llegar sin peligro. Al coya lo tenemos para advertir a los distraídos y a los que no son de la Capital. Lástima que no lo quiso atender. Bueno, paciencia, ahora ya está muerto y va a tener que hablar con el Ángel Caído.

—Pero ¿cuál es mi destino? Yo no he hecho mal a nadie.

—Perdone mi curiosidad, ¿usted es cristiano?

—Sí, claro, soy católico… bah, no practico mucho, pero estoy bautizado…

—Ajá… vea, con el debido respeto, debo decirle que no nos gustan los católicos. Sin embargo, si usted no ha pecado nunca, me refiero a pecados grandes, el Maestro no tiene más remedio que transferirlo al paraíso. De lo contrario, perdóneme la franqueza, pero no hay mejores esclavos para el Infierno que los malos católicos.

—No es mi caso…

—¿Seguro?

—Eso creo.

—A ver, ¿nunca mató?

—¡Por Dios, hombre…!

—¿Robó?

—Jamás.

—¿Violó a alguna mujer, a un chico, a un animal…?

—Pero ¡qué dice, hombre!

—¿Cometió adulterio?

—Bueno…

—No importa, ese pecado es perdonable. Pero contésteme a esto: ¿es usted por casualidad un hombre callado?

—No sé a qué se refiere.

—Callado, cazurro, taciturno.

—La verdad… sí, soy un tipo que habla poco.

—Ya me lo imaginaba, no quiso hablar con el coya. Entonces, lo lamento, pero usted ya está condenado. El peor pecado de un cristiano es no hablar con sus semejantes.

—¿No hablar es un pecado? Pero hágame el favor, eso no lo vi escrito en ninguna parte.

—Aunque usted no lo crea es el decimoprimer mandamiento de Dios: «No le negarás conversación a tus hijos y a tu vecino, serás locuaz y agradable con tu prójimo».

—¿Decimoprimer mandamiento? —exclamó estupefacto el pasajero—, yo sólo conozco diez.

—Sabe qué pasa, cuando Moisés reescribió los Mandamientos de Dios luego de romper colérico las Tablas de la Ley, olvidó transcribir este último que el Creador consideró el más importante de todos.

—Pero señor, en qué cabeza cabe que ser reservado y hablar poco pueda ser un pecado mortal, merecedor del Infierno.

—Ah, ¿no? ¿Qué dicen las Escrituras?: «En el principio era el verbo, y el verbo era Dios». Dios hizo todo con la palabra. El verbo es la sustancia de la vida. No hablar con la gente provoca daños terribles. ¿Por qué Adán y Eva le desobedecieron a Dios, eh? ¿Por qué? Porque Dios no había hablado lo suficiente con ellos y en cambio el Demonio, convertido en serpiente de lengua ligera, le hizo la oreja a Eva, hasta que la convenció de que sería divertido espiar lo que tenía su compañero debajo de la hoja de parra. Fue el primer triunfo, digamos «político» de Satanás sobre Jehová. Créame, a veces el silencio obstinado deriva en tragedias familiares, guerras, holocaustos.

—Yo creo que los charlatanes son aún peores.

—No, qué va…

—Cronófagos llamó Goethe a los latosos que nos roban el tiempo. Nos quitan la soledad sin darnos compañía…

—¿Goethe, el alemán que escribió Fausto? Ese está castigado en el Infierno. A mi señor no le gustan los escritores que escriben sobre él, y a Dios parece que tampoco. Pero usted está equivocado con respecto a los que hablan demasiado. ¿Qué mal pueden hacer? Aburrirlo a uno, invadirle esa escasa media hora que uno tiene para leer el diario tranquilo, romperle los quinotos. Pero eso es todo. Vea, si usted hubiera sido un conversador simpático seguramente lo habría atendido al coya, se habría interesado por lo que tenía que decirle. En cambio no le dio bola, lo echó, no pudo con su genio chúcaro. ¡Le negó la palabra! Eso explica por qué falló nuestro sistema de advertencias. Usted, desde el punto de vista de Dios, se merece el castigo eterno.

—Pero yo nunca creí que hacía mal a nadie por hablar poco.

—Sin embargo, ya ve, es lo peor que puede hacer una persona.

—Mi mujer suele culparme de todo lo que pasa en casa por no hablar…

—Ahí tiene.

—¿Entonces yo…?

El viejo se encogió de hombros.

—Usted en cambio es un buen conversador —comentó el pasajero—; para ser empleado de Mefistófeles parece una buena persona, ¿por qué está en este… tren diabólico?

El viejo se rio.

—Buena pregunta. Yo era un callado total. Peor que usted. Mudo como los durmientes de este Subte. Era incapaz hasta de decir buen día. Estaba condenado, por eso ingresé en esta cofradía. Pero fíjese qué cosa, aquí me enseñaron a ser sociable con mis hermanos demolátricos, y también con los cristianos, pero ojo, sólo para inducirlos a obrar mal, como la serpiente, ¿vio?

—Supongo que usted también está muerto.

—Sí, pero yo subí voluntariamente al subte de las 9,13. Me cansé del mundo y como ya estaba iniciado en la hermandad quise venir a esta vida con el adorado Maestro. El subte nos proporciona una muerte sin sufrimiento. Es una elección libre. Usted pone el pie aquí arriba y listo, a las dos estaciones está muerto y ni se dio cuenta. Si se arrepiente siempre está a tiempo de bajarse en San Martín.

—¿Y por qué le dieron este destino tan poco interesante?

—Es que una vez ayudé a una viejita a cruzar la calle.

—Ajá, ¿y…?

—La viejita era testigo de Jehová. Qué sé yo, le vi aspecto de bruja, me equivoqué feo… y después, para sacármela de encima, casi le compro La Atalaya. Los satánicos no podemos tener ningún gesto de bondad salvo entre nosotros. La ley del Averno nos exige lealtad y generosidad con nuestros hermanos. Pero fuera de la cofradía tenemos que ser siempre bien hijos de puta. Créame que no es fácil ser malo todo el tiempo.

—¿Y cómo pueden ser bondadosos entre ustedes?

—La bondad es un concepto cristiano, pero con los siglos lo hemos adaptado a la moral demoníaca. Es que dañarnos entre nosotros era una estupidez autodestructiva. Nuestra organización nunca prosperaba porque nos recagábamos unos a otros. Hasta que vino un gran profeta demolátrico, un tal Hitler; lo conoce, ¿no?

—¡Hitler! ¿Adolfo Hitler?

—El mismo, gran estratega de la maldad. Él nos enseñó que practicar la solidaridad entre nosotros era altamente conveniente para el desarrollo de nuestra organización. Desde entonces nadie jode a un hermano, sólo jodemos a los de afuera. Pero aún las maldades que hacemos a los demás tienen que ser racionales para que no se vuelvan contra nosotros.

—¿Y son felices ustedes?

—¡Qué le parece! En vida ganamos dinero y a veces poder, tenemos placeres, practicamos el sexo grupal, el intercambio de parejas, nos divertimos como locos. Pero es duro mantenerse en la mala senda, a veces nos domina la tentación de hacer alguna cosa buena, de compadecernos por algún desdichado, y caemos en el bien como suelen caer ustedes en el pecado. Es que es tan difícil ser bueno todo el tiempo como ser malo todo el tiempo, en fin…

—¿Y qué castigo tienen ustedes si no alcanzan la perfecta maldad?

—Nadie alcanza la perfecta maldad, salvo el Maestro. Tenemos que ser simplemente malignos, crueles, perversos, lo más que podamos. Es la tendencia lo que vale. Si retrocedemos los castigos varían desde hacer de conductor en este subte, que es un castigo leve, o hacer de mendigo en los andenes, como el coya, o bien andar penando como un paria por el submundo de los muertos (usted habrá oído sobre las almas en pena), hasta la más terrible de todas las sanciones: el Infierno de los Infiernos.

—¿El Infierno de los Infiernos?

—Si, es el lugar adónde también van los malos católicos, o los cazurros, como usted. Bueno, no quiero asustarlo, pero creo que lo van a mandar allí.

—¿Pero cómo me van a reservar ese destino tan tremendo si ni siquiera sabía que no hablar era pecado tan ignominioso? No le creo, usted quiere asustarme, es parte de su juego malvado…

—No, vea, usted me ha caído simpático. No estoy siendo malo con usted. Cuando nos agrada una persona es dificilísimo forzar contra ella malas acciones. Por eso inventamos los prejuicios raciales, los odios de clase, las intolerancias políticas y religiosas. Para hacer grandes maldades hay que odiar a la gente, si no es muy difícil, casi imposible.

—Contésteme entonces lo que le pregunté. Por qué me van a castigar si yo ignoraba…

—Ah, eso pregúnteselo a Moisés, él tiene la culpa por lo de las Tablas…

—¿Moisés está en el Infierno?

—Así es. Al principio había ido al Cielo, y con todos los honores. Hasta que Dios descubrió que el gran héroe del Exodo había olvidado transcribir el 11º Mandamiento. ¡Para qué le voy a contar! Dicen que Dios tronaba como su colega Júpiter. Nadie lo había visto tan furioso desde el Diluvio. Y esto fue apenas hace un par de siglos. Jehová lo arrojó al Averno. Pero no crea que la está pasando tan mal. A Lucifer le encanta que le cuente cómo les hizo tragar oro derretido a los tres mil judíos que adoraron en su ausencia el becerro de oro. Lo tiene a Moisés para que lo entretenga cuando está aburrido. Se calcula que Dios lo va a perdonar tarde o temprano, al fin y al cabo fue Satanás quién corrompió al pueblo elegido para hacer encolerizar a Moisés. Ahí tiene, ¿ve?, otro triunfo del astuto Satanás sobre Dios. Hay que reconocer que le ganó unas cuantas. Pero el problema de Dios es que no sabe cómo agregar ahora el 11º Mandamiento después de tantos milenios en que a la Ley Suprema se la conoce como El Decálogo del Monte Sinaí. He oído el rumor de que San Expedito lo está convenciendo para que derogue el sexto Mandamiento, que ha caído en desuetudo, e inserte en su lugar uno muy sintético que diga: «No cometerás mutismo cuando hablar sea menester».

—Está bien, pero mientras tanto, ¿por qué nos exigen que cumplamos lo que no conocemos?



—¿Y los sicólogos, para qué están?

—¿Los sicólogos…?

—Claro, Dios los creó para que le digan a la gente que hay que hablar, que hay que comunicarse, que hay que decir «te amo» o «no me gusta eso que me hiciste» y todas esas cosas.

—¿Dios hizo a esos tipos?

—Sí, lo puso a Freud, otro judío, para que reparara la macana que se mandó Moisés. Pero Freud se le puso en contra, nadie sabe por qué. Desde entonces todos los psicólogos son agnósticos. Dios está bastante decepcionado con ellos, aunque los perdona porque mal o bien cumplen su misión de divulgar el 11º Mandamiento. Hablan por televisión, escriben libros, dan conferencias, hacen de todo para difundir la bienaventuranza de la charlatanería.

Se produjo un silencio. El viejo siguió conduciendo mientras encendía plácidamente una olorosa pipa.

—¿Cuál es su nombre?—le preguntó al pasajero.

—Carlos Furione.

—Yo soy Casimiro, mucho gusto —dijo el conductor tendiéndole la mano.

El pasajero se ha quedado callado pensando. Miró al viejo en silencio, con los ojos entrecerrados, como tramando algo. Al rato comentó en tono de lamentación:

—Yo podría haber sido un buen hermano de ustedes, ahora estaría en mejor situación.

—Y bueh… qué se le va a hacer.

—Pude haber contribuido con la causa de ustedes.

—Sin duda, un tipo callado suele ser un gran demoníaco.

—Tal vez a su Maestro le habría gustado tenerme de acólito.

—Eso seguro, los taciturnos son sus predilectos, pero… en fin.

—Le aseguro Casimiro, que soy capaz de permanecer mudo las veinticuatro horas durante días y días. ¡Si lo sabrán mis vecinos! Eso sí, con un pequeño entrenamiento podría ser conversador y simpático con mis hermanos demoníacos.

—¿Y con su familia?

—No, ellos son católicos. Con mi familia sería más callado y odioso que nunca. Los haría sufrir terriblemente.

—Oiga, usted parece tener muchas condiciones —comentó con entusiasmo el conductor.

—Sí, pero lamentablemente ya no podré demostrarle al Maestro de lo que soy capaz.

—Claro, usted subió a este subte sin estar preparado. Qué pena ¿no?

—Sí, y para Satanás la pérdida puede ser incalculable.

—¿Por…?

—Imagínese. Con todas las maldades que yo podría hacer en el mundo, tal vez la historia cambiaría.

—Tiene razón…

—Y cómo se va a indignar el Maestro cuando se entere de que sus adoradores no supieron descubrirme a tiempo para tentarme y aprovecharme. En lugar de eso me dejaron entrar en este coche sin estar preparado. ¡Qué negligentes!

—Eso es cierto, Satanás es severo con nuestros descuidos.

—Me parece que usted no se da cuenta de lo que estoy tratando de decirle.

—No sé a qué se refiere.

—Esta vez los culpables van a ser el coya y usted.

—¿Por qué? —preguntó Casimiro con evidente nerviosismo—; yo no lo conocía a usted antes…

—Pero tiene malos antecedentes, ayudó a la viejita. ¿Le creerá el Maestro si yo le digo que nos conocíamos de toda la vida?

—¡Pero eso no es verdad!—exclamó Casimiro indignado.

—¿Cómo califican ustedes la mentira y el falso testimonio? ¿No es una maldad? Si yo voy a ser castigado como un mal católico es porque no soy uno de ustedes. Entonces no estoy obligado a guardarle a usted ninguna lealtad.

—Pero Carlos, yo no le hice nada.

—Otro error en su conducta. Usted no parece ser un verdadero malvado. A ver si Satanás se termina de desilusionar con usted y lo manda a penar hasta que los ingleses devuelvan las Malvinas.

—Ya veo, ya veo, usted es bastante hijo de puta. No me parecía… Lo paradójico es que ha quedado afuera de la cofradía.

—Pero a lo mejor todavía puede hacer algo y conseguir que yo me ponga de su lado. Como un hermano demolátrico digo. ¿No está aburrido de conducir este subte?

—¿Qué le parece?, estoy desde principios de siglo, desde que se inauguró la Línea A. Antes el subte de las 9,13 pasaba por Congreso para Plaza de Mayo. Sí, me gustaría dejar esta cabina de mierda y disfrutar de los placeres infernales…

—Y bueno, usted tiene experiencia para las diabluras.

—No entiendo.

—Digo que debe de tener algún poder para arreglar esta situación antes de que lleguemos a destino.

El viejo se quedó callado. Pensaba. Al cabo de un tiempo dijo:

—Creo que podríamos hacer algo.

—¿Como qué? —preguntó Carlos Furione disimulando su ansiedad.

—Vea, es cierto, yo tengo algunos poderes. Si usted se compromete a ser un buen adorador de Satanás… Si se compromete a ser un buen adorador de Satanás… puedo intentar que usted llegue a Retiro…

—¿Habré vuelto a la vida?

—Si hacemos esa operación, sí. Pero esto es muy riesgoso para mí. ¿Qué me dará a cambio?

—Puedo interceder por usted ante el Maestro, le diría que usted me convenció para ser un buen luciferino. Le rogaría que lo exima del error cometido.

—La viejita llevaba una escoba, ¿cómo podía saber…?

—Claro, hombre, eso le puede pasar a cualquiera, yo se lo voy a explicar al Maestro cuando me llegue la hora natural, descuide.

—Bueno, vamos a ver —dijo el viejo sacando un teléfono celular de su bolsillo—; pero primero tengo que comunicarme con mi superior inmediato. Déjeme solo un momento. El conductor cerró la cabina. En un par de minutos la puerta volvió a abrirse. El conductor sonreía.

—El jefe me autoriza a transferirlo a otro subte para que pueda bajar directamente en Retiro, así no llega tarde a la terminal, todo bajo mi responsabilidad.

—¡Fantástico!—exclamó Furione.

—Pero me recomendó que me asegure de que usted va a cumplir el compromiso.

—Lo prometo.

—No basta.

—¿Qué quiere que haga?

—Tiene que jurar que obedecerá los preceptos de Satanás por el resto de su vida.

—No hay problema.

—Pero vea que si no cumple con lo que jura su castigo será horroroso. Lucifer es muy cruel con los que lo traicionan.

—Pierda cuidad, honraré mi palabra.

—No le queda otra. Una vez que jure sólo tiene como alternativa lograr ser un cristiano ejemplar para que Dios lo libre de las garras de nuestro rencoroso Maestro. Pero ni lo piense —el viejo se rió a carcajadas—, para alcanzar esa perfecta virtud usted tendría que volverse un gran conversador con su familia y con la gente, sobre todo con su familia, y ese esfuerzo le va a resultar mucho más difícil e insoportable que comportarse como un buen satánico.

—Téngalo por seguro. Bueno, ¿qué le parece si juro?

—Repita conmigo: juro solemnemente obedecer los oscuros preceptos de Satanás por toda la eternidad.

—Juro solemnemente obedecer los oscuros preceptos de Satanás por toda la eternidad… Amén.

Carlos Furione abrió los ojos sobresaltado. La gente se estaba levantando de los asientos y se amontonaba en las puertas corredizas. El subte acababa de llegar a Retiro. Miró el reloj: eran las 9,20.

Aturdido, se llegó caminando hasta la estación terminal, subió al autobús, viajó hasta la ciudad mediterránea y luego fue en taxi hasta su casa. Allí encontró a su mujer planchando y a dos de sus hijos menores estudiando en la cocina.

—¿Cómo te fue en Buenos Aires? —le preguntó ella sin esperar mayores comentarios de su parco marido.

Carlos Furione la miró serio, miró a los chicos. Gran silencio. Todos lo observaron esperando el monosílabo habitual. Pero él no pronunciaba ni ese monosílabo. En eso comenzó a reír. Había descubierto que era un buen vendedor. Ahora tenía que prepararse para el gran cambio de su vida.

 

© Enrique Arenz 2000.
Prohibida su reproducción por cualquier medio.





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