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El misterio del altillo

Cuento, para niños y mayores, del escritor argentino Enrique Arenz

 

Capítulo 1º

La casa

Era enorme la vieja y maravillosa casa de campo que papá recibió en pago de una deuda. Tenía diez dormitorios, un sótano oscuro, una cocina casi de hotel y un altillo interminable que se extendía como viboreando bajo toda la gigantesca techumbre de pizarra.

Yo había quedado encantado cuando la vi desde afuera por primera vez. Sus persianas cerradas, las paredes cubiertas por una espesa hiedra, los descascarados aleros del techo, el parque hecho un yuyal y la quietud de un pequeño estanque con plantas acuáticas, le daban un aire de fascinante misterio. Era el mejor lugar del mundo para explorar e investigar.

Les pedí a mis padres que fuéramos a pasar un fin de semana en la casa para arreglar el jardín y conocerla por dentro. ¡Es una locura!, protestó mamá, ¿cómo vamos a dormir en un lugar tan abandonado, sucio, seguramente lleno de ratones…? ¡Sí, mamá, por favor, quiero pasar una noche en esa casa!

Mis padres nunca me niegan nada. Me vieron tan entusiasmado que comenzaron a ceder.

—Bueno, ratones no hay —contemporizó papá—, por allí andan siempre los tres gatos de don Rudesindo.

—¿Rudesindo…?

—Sí, un buen vecino que de vez en cuando ventila y limpia la casa.

—¿Y vos decís que pasemos allí una noche? —preguntó mamá ya entregada.

—Mirá, hace buen tiempo. Nos vamos el sábado a la mañana y nos volvemos el domingo. Tendríamos que llevar alimentos, sábanas y algunas frazadas. La casa tiene gas envasado y luz eléctrica. Para Pablín va a ser muy divertido, y para nosotros también. De paso vemos qué reparaciones necesita la casa para ponerla en venta…

Mamá aceptó y yo salté de alegría.

Quedaba cerca de la Laguna de los Padres, a unos quince kilómetros de Mar del Plata. Papá me contó que había sido el casco de una antigua estancia, ahora con su terreno reducido a una manzana, ya que el resto se había loteado y vendido. La casa, así como estaba, con sus muebles y cosas que nunca habían sido retirados por sus primitivos dueños, había sido vendida ya dos veces. Lo curioso, lo que no tenía explicación (ahora sí la tiene para mí), es que en cada venta sus nuevos dueños, por distintas vinculaciones, se la habían ofrecido a papá.

Fuimos el sábado muy temprano. Tras un corto viaje por la ruta 226 y luego de andar a los barquinazos por una solitaria calle de tierra llegamos a la casa. Desde el exterior sólo se veía un portón de madera, un altísimo cerco de ligustros y las copas de enormes eucaliptos que rodeaban la manzana como centinelas de un cuento de hadas. Papá abrió el portón y entramos con el auto. Allí nomás se nos presentó la mansión en toda su grandiosidad. Silenciosa y soñolienta, nos miró con los párpados entornados de sus celosías. Los tres gatos de don Rudesindo, mansos y barrigones, vinieron a recibirnos amistosamente y a pedirnos comida.

Papá sacó un manojo de llaves. La puerta principal se quejó al abrirse como si le dolieran las bisagras, y nos lanzó su pesado aliento de casa húmeda y deshabitada. Entramos con desconfianza porque estaba todo en penumbras. Mientras papá abría, con bastante trabajo, una a una todas las ventanas de la sala, el sol primaveral iba iluminando y reviviendo los detalles del extraño lugar. Me impresionaron las sábanas extendidas sobre los muebles, pero cuando las quitamos la sala tomó el aspecto normal de cualquier casa. Mamá comentó que no había mucho polvo, seguramente porque don Rudesindo había barrido los pisos recientemente.

Bajamos todas las cosas y elegimos dos habitaciones cercanas a la sala para usarlas como nuestros dormitorios. En la que ocuparían mis padres había una cama de matrimonio, un escritorio, dos sillas y un ropero. La otra, ubicada justo al lado, era pequeña, con una cama de una plaza, un roperito y una cómoda con un espejo grande al costado. Ese iba a ser mi dormitorio. Ventilamos solamente esos dos cuartos, ya que no había necesidad de hacerlo con los otros ocho que se encolumnaban hacia el fondo a ambos lados de un largo pasillo.

Capítulo 2º

El desván

La cocina era grande y bien iluminada. Una angosta puerta daba a la escalera del sótano. Papá me advirtió que no bajara porque no funcionaba la luz y era peligroso. Al altillo sí subimos. Era un lugar encantador y misterioso, totalmente de madera porque estaba conformado bajo la estructura del techo. Tenía recovecos que acompañaban el desarrollo del techo y sus distintas pendientes. Una suave claridad entraba mezquinamente por tres pequeñas lucarnas circulares. Había baúles y cajas apiladas por todos lados. Abrí al azar una de esas cajas y descubrí con gran alegría un montón de historietas viejas: el Pato Donald, Patoruzito, El Tony y otras que yo no conocía y que seguramente eran muy antiguas. Entusiasmado por el descubrimiento, les pedí a mis padres que me dejaran revisar el altillo mientras ellos limpiaban y ordenaban los dormitorios de la planta baja.

Accedieron aunque no muy convencidos. A mis padres les cuesta dejarme solo en algún lugar. Me cuidan como si fuera un bebé, pero yo ya tengo diez años y soy muy responsable.

Cuando quedé solo me inquietaron algunos ruidosos sacudones seguramente causados por el viento sobre el techo, pero mis ganas de ver el contenido de esos recipientes me hizo olvidar enseguida esa impresión. Fui abriendo las distintas cajas luego de quitarles el polvo con un paño húmedo que me dio mamá. Algunas cajas eran grandes, otras más chicas; unas estaban sueltas y otras atadas con cintas de colores. ¡Qué emoción! Contenían cosas viejas. En una encontré ropa usada y zapatos de chicos. En otra, juguetes. Juguetes raros, de otras épocas: un tranvía a cuerda hecho de chapa muy colorida, un revólver sin gatillo con una cartuchera de cuero, una caja con un equipo de química, un juego raro que tenía escrito las palabras Cerebro mágico, un par de patines con ruedas de madera, un montón de listoncitos metálicos agujereados, con tornillos y tuercas, que según papá se llamaba mecano, varios rompecabezas y cientos de bolitas de vidrio de todos los tamaños y colores. Para mí esto era como un tesoro escondido. A cada nuevo descubrimiento bajaba corriendo por la escalera caracol para mostrarles a mis padres lo que había encontrado. Mi papá sonreía asombrado. Me dijo que esos juguetes eran de cuando él tenía mi edad. Tanto le gustaron que dejó a mi mamá haciendo las camas y subió conmigo para revisar las cajas. Mamá dice que papá es como un chico; “juguetón”, escucho a veces que le dice, ah, y también “toquetón”.

Una de las cajas mejor cerradas y atadas contenía cuadernos y libros de escuela primaria. Por las prolijas etiquetas supimos que habían pertenecido a un niño que se llamaba Juan Ignacio Fernández. Eran cuadernos Laprida y Lancero de segundo y tercer grado. Hojeamos el de tercero. Mi papá se asombró cuando vio las fechas: Juan Ignacio había cursado ese grado en 1950. Y curiosamente, ese cuaderno quedaba interrumpido en julio de ese año. La última tarea que Juan Ignacio había hecho era una composición sobre “Mi familia” y estaba fechada el 17 de julio de 1950. La maestra le había puesto un “Muy bien 10” en el margen, pero el cuaderno había quedado totalmente en blanco a partir de esa fecha.

—Qué raro—comentó mi papá—; fijate, Pablín, parecería que este chico no siguió en la escuela. Es… es como si el 17 de julio hubiera sido el último día de clase para él.

—¿Qué dice la composición? —pregunté.

Papá comenzó a leer lentamente:

Mi familia es lo más lindo que tengo. Mi papá, mi mamá y mis siete hermanos mayores son las personas más buenas y compañeras que conozco y todos ellos me quieren mucho y se preocupan por mí. Últimamente están muy serios porque yo no ando bien de salud. Me fatigo mucho y ya me desmayé dos veces. Los otros días estaban todos reunidos en la cocina y yo me acerqué sin hacer ruido. Les oí comentar que tenían que operarme del corazón. Mi mamá comenzó a llorar y papá la consoló diciéndole que todo iba a salir bien, que teníamos que confiar en Dios. Yo me aparté y me hice el que no sabía nada. Ayer finalmente me lo dijeron. Tengo un poco de miedo pero no se lo digo a mamá para que no se ponga más triste de lo que está. El doctor habló conmigo y me dijo que tenía que ser valiente, que la operación no me iba a doler y que me recuperaría en dos meses. Después de todo, estar un poco enfermo no me disgusta tanto, ya que así puedo disfrutar del cariño y el cuidado de toda mi familia”.

Papá terminó de leer y me miró de reojo. “Qué bien escrito…”, comentó apenas. Nos quedamos en silencio. Ninguno quería decir lo que pensaba.

—Parece que este chico, pobrecito, estaba enfermo…—dijo papá.

—Y no fue más a la escuela —comenté yo.

—Bueno, dejemos estos cuadernos y sigamos buscando cosas.

—Papá…

—¿Sí…?

—¿Se habrá muerto?

—No… quién sabe, a lo mejor no.

—Pero no fue más a la escuela.

—Bueno, tal vez volvió al otro año.

—Pero mirá, no hay más cuadernos —insistí mientras sacaba un montón de libros escolares forrados con un feo papel azul oscuro—: los libros son de primer grado inferior, primero superior (¿se decía así antes, no?), segundo y tercero, mirá: Upa, Alborada, Manual Estrada II y III. No hay libros de grados superiores.

Papá se encogió de hombros. Parecía como si no quisiera seguir hablando del asunto.

—Seguro que a Juan Ignacio lo operaron y se murió —opiné.

—Bueno, bueno —dijo papá algo molesto—, eso pasó en 1950, no podemos estar seguros. Abramos esa caja más chica.

Había fotografías familiares, montones de fotografías en negro y blanco y algunas amarillentas. Detrás de muchas de ellas estaban anotados las fechas y los nombres de las personas que posaban sonrientes. Era la familia de Juan Ignacio. Sin decirlo, papá y yo buscábamos alguna foto en la que estuviera ese misterioso niño. Hasta que papá la encontró. Se puso serio, la miró unos segundos y me la pasó sin decir palabra. Al verla me llevé un susto.

—¡Es igualito a mí!— exclamé.

—Bueno… tanto como igualito, no —opinó papá tratando de atenuar el efecto de esa semejanza—, tiene un parecido…

—Vamos a mostrársela a mamá.

—No —dijo papá nervioso mientras guardaba nuevamente la foto y cerraba la caja—, mamá podría… no sé, impresionarse.

Seguimos revisando cajas y baúles. Vimos viejos adornos navideños, disfraces de carnaval, velas, ropa de toda clase, frazadas raídas, algunas herramientas en buen estado que papá apartó para llevarse, un viejo violín sin cuerdas, más revistas viejas que yo apilé para llevarme y paquetes con boletas de impuestos y viejas facturas de luz.

Como se hizo el mediodía y teníamos hambre, bajamos a la cocina. Mamá ya había preparado y servido la comida. Después de almorzar nos fuimos los tres al jardín para cortar un poco los yuyos y juntar las hojas secas. La tarde se había puesto calurosa y pesada. Los gatos de don Rudesindo se dedicaban a cazar aguaciles que zumbaban inquietos por todos lados. Se viene una tormenta, pronosticó papá.

Esa tarde no volví al altillo, aunque no podía dejar de pensar en Juan Ignacio, su gran parecido a mí y su extraña historia.

Capítulo 3

El encuentro

En la casa no había ni un miserable televisor, así que luego de cenar jugamos un rato a las cartas y papá dijo: “A dormir todo el mundo”, aunque era temprano y yo no tenía nada de sueño. Siempre que pasamos la noche fuera de casa a mis padres les da el apuro por ir a dormir, como si les encantara probar camas desconocidas. Y como de costumbre, esa noche los oí reírse y chacotear. Seguramente ellos tampoco tenían ganas de dormir. ¿Por qué tanto apuro, entonces?

Cuando estuve solo en mi habitación me puse a curiosear. Las paredes estaban revestidas con un desteñido papel verdoso con grandes flores amarillas. El espejo al lado de la cómoda llegaba casi hasta el piso y reflejaba mi imagen caminando por el dormitorio. Me llamó la atención unas líneas oscuras en un rincón de la pared. Me acerqué y vi que se trataba de una escritura hecha con lápiz. La letrita pequeña y pareja me resultó conocida. ¡Claro, era la letra de Juan Ignacio, la misma que había visto en su cuaderno! Entonces… ése había sido su dormitorio. Las letras estaban algo borrosas, pero igual pude leer las dos primeras líneas: “Mamá, papá, estoy en peligro, por favor, no me dejen solo con Teodoro…”

El resto era ilegible. ¿Qué le había pasado a Juan Ignacio hace cincuenta años? Ahí decía que estaba amenazado por un tal Teodoro. ¿Quién sería ese Teodoro? ¿Habrán visto sus padres ese pedido de auxilio? En ese momento tuve la certeza de que nadie hasta hoy había leído ese desesperado mensaje. Me puse a revisar el ropero y la cómoda con la idea de encontrar algo, no sabía qué, algún otro indicio de lo que había ocurrido en esa casa, pero los muebles estaban vacíos. Finalmente me acosté con la idea de leer algunas de las revistas con nombres raros que había encontrado en el altillo: Mandrake el mago, Pif Paf y Flash Gordon. Pero en ese momento algo me pasó por la cabeza. Recordaba que segundos antes yo había estado caminando por la habitación, y, sin prestar atención, había visto mi figura en el espejo yendo y viniendo del ropero a la cómoda y de la cómoda al ropero. Pero… yo estaba vestido con mi pijama celeste, y me parecía recordar ahora (no podía estar seguro), que mi imagen en el espejo tenía ropa de otro color. Esto es ridículo, pensé. Desde la cama no me veía en el espejo, así que me levanté y me acerqué lentamente a la cómoda. Cuando estuve frente al espejo comprobé que no me había equivocado: allí estaba yo, mirándome… con una tricota marrón a rayas verdes, pantalones cortos oscuros, zapatos negros y medias grises largas, hasta las rodillas.

“¿Estoy soñando?”. La imagen estaba inmóvil, como yo, mirándome a los ojos. Con temor levanté lentamente una mano, pero la imagen del espejo no se movió. Mi corazón estuvo por explotar. Moví lentamente la otra mano. Lo mismo. Permanecí inmóvil varios segundos, contemplándome en el espejo vestido con esa ropa rara. Finalmente me decidí y pregunté con voz temblorosa:

—¿Quién sos…?

—Juan Ignacio— me contestó la imagen del espejo. Su vocecita era como la de una nena.

Es curioso, pero al oír ese nombre se me fue el miedo. Más tarde comprendí por qué en ese momento tomé todo aquello con tanta naturalidad.

—¿Sos el espíritu del chico que murió después de una operación? —le pregunté con curiosidad.

—Soy el espíritu de Juan Ignacio Fernández, pero no morí por la operación, fui asesinado por un sirviente de esta casa.

—¿Ese tal Teodoro?

—Se llamaba Teodoro Strápulos…

—¿Cómo te asesinó?

—Después de que me operaron, mamá me daba tres veces al día una medicina que estaba en un frasco sobre esta cómoda. Yo me sentía cada vez peor, dormía casi todo el tiempo, no podía hablar ni moverme casi. Teodoro pasaba largas horas conmigo, cuidándome. Una noche me despierto y lo sorprendo echando unas gotas en el frasco del remedio. Por el nerviosismo de Teodoro me di cuenta de que me estaba envenenando lentamente. Pero era demasiado tarde, ya no pude hacer nada. Esa noche me levanté tambaleando de la cama y como no podía gritar ni salir de esta habitación por lo débil que me sentía, escribí esas palabras en la pared y me desmayé. Mis padres me encontraron en estado de coma, tirado en ese rincón, al lado de la escritura, pero nunca vieron el mensaje ni se enteraron de la verdad. Yo morí una semana más tarde.

—¿Pero por qué hizo eso Teodoro?

—No lo sé. Tenemos que averiguarlo.

—¿Tenemos…?

—Necesito tu ayuda. Él está aquí.

—¿Teodoro… está aquí? ¿Vive en esta casa?

—No vive, él murió un año después que yo. Pero tuvo la astucia de recurrir a un conjuro mágico que le permitió recluirse en el altillo. Así se salvó de ir al Infierno. Cuando Teodoro apareció muerto en su dormitorio, mamá y papá ya no quisieron vivir en esta casa. Se mudaron a la ciudad con mis hermanos y nunca más vinieron aquí. Lo peor es que yo quedé prisionero en este espejo, no sé por qué. Llevo ya medio siglo pensando en las razones de este encierro. Varias veces me visitó mi ángel. El me anunció la muerte de mis padres. Cuando le pregunté sobre mi encierro, me dijo que no sabía nada, pero que en su opinión yo debía permanecer aquí hasta saber por qué Teodoro me mató. El ángel creía que cuando se aclarara ese misterio, Teodoro no podría ocultarse más y yo quedaría en libertad para irme con mis padres.

—¿Y cómo puedo ayudarte?

—Hay una sola forma…

—¿Cuál es?

—Tenés que ir al altillo a buscarlo, pero después de la medianoche, que es la hora en que se vuelven visibles los espíritus corruptos. No tengas miedo, Teodoro intentará asustarte, pero no tiene poder para hacerte ningún daño. Él ya debe de saber que estás aquí y seguramente te ha confundido conmigo. Tenés que encararlo haciéndote pasar por mí y preguntarle por qué te asesinó. No será sencillo hacerle decir la verdad, aunque él ignora que al reconocer su crimen va a ser atrapado por los demonios en ese mismo instante. Y yo quedaré vengado y liberado. Tenés que convencerlo para que hable. Por favor, Pablín, sos el único que me puede ayudar

—Pero ¿hacerme pasar por vos…?

—Somos casi igualitos.

Le salió otra vez ese tonito… raro, como de niña.

—¿Por qué nos parecemos tanto? pregunté.

—No lo sé, es parte del misterio. Cuando me libere tal vez lo averigüemos.

Capítulo 4º

El fantasma de Teodoro

No sé si será porque mis padres me enseñaron a ser valiente en la vida —prudente y precavido, sí, pero nunca un cobarde—, que no tuve miedo de ayudar a Juan Ignacio. Me vestí sin apuro y me quedé conversando con él hasta que se hicieron las doce.

Salí de mi dormitorio sin hacer ruido, fui hasta la cocina a recoger la linterna que papá había guardado en uno de los cajones de la mesa y subí lentamente por la escalera procurando que sus angostos peldaños en abanico no crujieran bajo mis pies.

Cuando estuve en el altillo empecé a temblar de miedo. La luz de la linterna apenas rompía tenuemente la negra oscuridad del lugar. Se oían, más nítidos que durante el día, esos lúgubres sonidos causados por el viento sobre las resecas cabreadas del techo. Respiré hondo y me tranquilicé. Caminé unos metros por la oscuridad. No se veía nada. Por alguna de las lucarnas entraban los pálidos destellos de una lejana tormenta eléctrica. Hice coraje y me decidí a llamar a Teodoro.

—Teodoro— dije con voz suave pero firme.

Nadie contestó. Yo insistí:

—Teodoro, ¿dónde estás?

Me pareció ver como una sombra que se deslizaba detrás de una esquina del techo. Avancé lentamente hacia el lugar. No había nada. Seguí caminando hacia el ala más alejada del desván, un sector tan sombrío y extraño que no me había animado a explorar durante la mañana. En un rincón había un perchero con ropa colgada. Más allá una vieja máquina de coser. El círculo de luz de mi linterna se desplazaba agitadamente de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo. Otra vez ese ruido. Esta vez lo oí cerca de mí. Sentí un deseo furioso de huir de ese antro y llamar a mis padres para contarles todo lo que me había sucedido. ¿Me creerían? Seguramente pensarían que estoy desvariando.

Ya estaba por volver sobre mis pasos cuando oí a mi derecha algo parecido a un quejido. Enfoqué instintivamente la linterna hacia ese lugar y allí estaba. ¡Dios santo, qué espantosa visión! Un hombre que aparentaba tener unos cincuenta años, vestido de negro, con la ropa andrajosa y sucia, flaco, encorvado, de repugnante palidez, con ojos inexpresivos, hundidos y rodeados de negras ojeras, cejas gruesas y mandíbula caída. Estaba como acurrucado en un rincón, tratando de ocultarse. Me pareció que temblaba.

—¡Qué querés!—me dijo con voz grave y respiración sibilante, como la de un asmático— ¿Para qué viniste?

—Tengo que hacerte una pregunta— dije audazmente, encandilándolo con la linterna.

—¿Qué pregunta?

—¿Por qué me envenenaste?

Teodoro lanzó un sollozo desgarrador. Le siguió coincidentemente un gran trueno, quizás un rayo, tan potente que hizo vibrar bajo mis pies el piso de madera. Quedé paralizado por la impresión. Teodoro, llorando convulsivamente, salió corriendo y volvió a esconderse.

—Quiero que me digas por qué lo hiciste —dije en voz alta, haciendo un esfuerzo por reponerme del sobresalto.

—¡Aaaaaaaah!— gritó desde algún rincón del altillo. Pero ese grito era parte de su llanto desconsolado, por lo que no me asustó. Esperé hasta que sus sollozos se apagaron

—No te voy a dejar tranquilo hasta que me digas la verdad.

Silencio.

—¿Teodoro…?

Silencio.

—Sólo quiero que me digas por qué lo hiciste. Después te dejaré en paz y no le diré a nadie que estás en este lugar.

—¿Por qué querés saber eso? —preguntó Teodoro desde la oscuridad. Su voz era más jadeante que antes. Se notaba que estaba más asustado que yo.

—Vos me mataste. Que yo esté enterado no puede preocuparte porque estás muerto y nadie podrá arrestarte por ese crimen. Yo sólo necesito saber por qué lo hiciste…

—¿Para qué?

No sabía qué contestarle, así que le dije lo primero que se me ocurrió:

—Para rezar por mi propia alma…

—¿Los muertos rezan por ellos mismos? —preguntó incrédulo.

—Claro… Pero para hacerlo necesito saber si mi muerte fue injusta… o si me la merecía. Tal vez vos fuiste un instrumento de la Providencia.

Silencio.

—¿Teodoro…?

—No entiendo bien lo que dijiste…

—Muy sencillo, si yo he merecido mi temprana muerte debo pedir perdón en lugar de rezar por mi alma. Si en cambio mi muerte fue injusta, puedo pedirle al Señor que me lleve junto a mis padres.

—No tengo nada que decirte.

—Pero Teodoro, yo no puedo hacerte ningún daño, no puedo vengarme, no puedo denunciarte. Me decís lo que necesito saber, me las tomo y nunca te vuelvo a molestar.

—¡No voy a decirte nada! ¡Fuera de mi altillo!

—No me iré de acá hasta que contestes mi pregunta.

Se oyó un largo gemido que terminó en un nuevo sollozo.

—Teodoro… puedo hacer que los nuevos dueños demuelan esta casa.

—¿Eh?

—Ese señor que vino hoy la compró para repararla y venderla. Pero yo podría hacer que se decidiera a demolerla…

—¡No podés hacer eso, este es mi refugio!

—Ya lo creo que puedo. ¿Qué harías fuera de este altillo?

Volvió a lloriquear. Era evidente que la demolición de esa casa dejaría desprotegido a Teodoro y expuesto al castigo Divino. Había encontrado su punto débil. Respiraba con gran dificultad. Casi sentí lástima por ese pobre y solitario espectro.

—Pero no te desesperes, Teodoro. Si me decís por qué me mataste, te podrás quedar para siempre en este lugar sin que nadie te moleste.

—¿No van a demoler la casa?— preguntó ansioso.

—Si me contestás lo que te estoy preguntando, te aseguro que no.

—Está bien —dijo al cabo de unos segundos— voy a contarte lo que sucedió en aquel tiempo. He sido tan desdichado desde que tomé esa determinación, estoy tan solo y asustado, que necesito desahogarme y aliviar mi conciencia.

Salió de su escondite y se acercó a mí. Me pidió que lo siguiera y rengueando y jadeando avanzó hasta un rincón del altillo, junto a una de las lucarnas por donde se filtraban los fogonazos de la tormenta eléctrica que se acercaba implacable desde el negro horizonte. Teodoro sacudió el polvo de una desvencijada silla para que yo me sentara, y él hizo lo propio sobre un baúl que empujó hasta ubicarlo frente a mí.

Capítulo 5º

Una visita a las sombras del pasado

—He pasado todos estos años recluido en este ático, pensando en los castigos que me esperan fuera de aquí. Y así estaré, quizá siglos, mientras no demuelan o incendien esta casa. Después, ¡qué horror!, tendré que enfrentarme a mi merecido destino. En fin… bueno, para que comprendas lo que sucedió en 1950 vamos a tener que regresar al pasado. Cerrá los ojos.

—¿Para qué?—pregunté desconfiado.

—Tenés que cerrar los ojos si querés que vayamos juntos al año 1950, ¿qué problema te hacés? Los muertos podemos viajar hacia el pasado para contemplar nuestras propias imágenes haciendo las mismas cosas que hicimos cuando estábamos vivos.

—Sí, claro… bueh… —dije yo, y cerré los ojos.

Oí un lejano trueno que instantáneamente se transformó en voces de niños y cantos de benteveos. A través de mis párpados cerrados percibí una gran claridad, como si estuviéramos a la luz del día. Sobresaltado, abrí los ojos y no pude creer lo que veía: estábamos Teodoro y yo en el jardín de la vieja casa en un hermoso día de sol, pero la casa no era vieja. Se veía distinta, con su hiedra prolijamente recortada, los aleros recién pintados, el jardín con su césped cortado y los canteros llenos de flores. Tres niños jugaban junto al estanque. Uno de ellos era Juan Ignacio.

—Estamos en febrero de 1950. Ahí estás vos con dos de tus hermanos. No te preocupes, ellos no pueden vernos, somos dos espectros y ellos tan sólo imágenes de lo que un día fueron… o fuimos.

Me asombró todo aquello porque yo no era un espectro, y sin embargo estaba allí como si también estuviera muerto. Los niños jugaban a las bolitas. Me puse en medio de ellos y observé con extrañeza cómo hablaban entre sí y se miraban a través de mí. En eso vi a un señor muy elegante vestido de negro que se acercaba a los niños. No lo reconocí al principio: era Teodoro, mucho más joven, más jovial, más limpio y más saludable que su actual fantasma. Qué curioso: sonreía con gran simpatía y no parecía tan mala persona.

—Juan Ignacio —dijo Teodoro— tu mamá te llama para llevarte al doctor Antúnez. Tenés que bañarte y cambiarte.

—Ufa— rezongó Juan Ignacio—, estábamos jugando bien, ¿otra vez tengo que ir al doctor? Bueno, ya voy.

Juan Ignacio guardó sus bolitas en un frasco y se dirigió a la casa junto con Teodoro quien lo llevó cariñosamente tomado por el hombro.

—¿Estaba muy enfermo, no? —le pregunté a Teodoro que, con tristeza, se contemplaba a sí mismo en tiempos mejores para él.

—Vos no lo sabías, pero tenías una rara enfermedad virósica en una válvula del corazón. Era incurable hace cincuenta años…

—¿Pero no me operaron?

—Ahora vas a ver lo que pasó. Vamos al consultorio del doctor Antúnez. Cerrá los ojos.

En un segundo estuvimos en la sala de espera. José Ignacio y su mamá pasaron de inmediato al consultorio. El doctor Antúnez revisa a Juan Ignacio, luego lee los informes de unos análisis y mira unas enormes radiografías a través de la luz de la ventana. Mientras Juan Ignacio se viste, el médico lleva a la madre a una oficina contigua. Nosotros también entramos.

—No veo otra alternativa que una operación— dijo el médico.

—Pero, ¿tiene posibilidades de vivir?— preguntó ansiosa la madre.

—Quiero ser honesto con usted, señora Fernández —le contestó el facultativo—, las posibilidades de recuperación son casi nulas. El virus está avanzando, no hay forma de neutralizarlo. Sin operación va a morir en algunos meses. Con operación puede vivir algún tiempo más, y, con la ayuda de Dios, tal vez curarse, pero no es en absoluto probable. La única garantía que le puedo dar es que el doctor Hernández es un brillante cirujano que ha hecho estas operaciones en los Estados Unidos. Pero aún allí, las esperanzas son mínimas, lo siento…

—Dios mío, ¿qué vamos a hacer?

—Por ahora, sólo darle los medicamentos que le receté y cuidarlo de los enfriamientos. Tienen tiempo para decidir si lo operamos o no.

La madre de Juan Ignacio se secó los ojos, saludó al médico y recogió al niño que ya se había terminado de vestir.

Teodoro me hizo cerrar nuevamente los ojos y aparecimos en el dormitorio de los padres de Juan Ignacio. La madre lloraba y le contaba a su esposo lo que le había dicho el médico momentos antes.

—Mirá, allí estoy yo —me dijo Teodoro señalándome un celosía de calefacción instalada en una pared del dormitorio. Fuimos hacia el lugar. Detrás de la celosía estaba la imagen de Teodoro escuchando lo que hablaban los patrones. “¿Acostumbra espiar y escuchar lo que hacen y dicen los padres de Juan Ignacio en su dormitorio?”

—Mirame bien —me dijo Teodoro en voz baja, como si temiera ser escuchado por su propia imagen.

Por las mejillas del “otro” Teodoro corrían las lágrimas. Sorprendido por lo que veía interrogué con la mirada a mi acompañante.

—Yo te amaba, Juan Ignacio, eras tan hermoso, tan sensible… me sentí morir cuando escuché aquella conversación.

—¿Vos… me amabas?—pregunté en el colmo del asombro.

—¿Te olvidás de que yo te tuve en brazos desde que naciste? Te cuidé y jugué con vos desde que comenzaste a gatear. Te ayudaba a hacer tus deberes y te llevaba los domingos a la calesita de Manolo. Mientras crecías yo te admiraba cada vez más. Tu personalidad, la dulzura de tus ojos, tus bellas poesías, tus demostraciones de afecto hacia mí… No podía pensar en otra cosa que en estar con vos y ayudarte a crecer. Disfrutaba de tu ya cercana transformación en adolescente.

—¿Pero entonces… por qué…?

—Esperá, todo a su tiempo. Cerrá los ojos.

En un segundo nos encontramos de noche, en una calle brumosa y oscura. La sombra de Teodoro llamaba a una puerta.

—Esa es la casa de un brujo —me explicó el espectro de Teodoro—un tal Mefisto Safirio, que practicaba ritos afrobrasileños y tenía poderes especiales para hacer tanto el bien como el mal, según lo que le encargara el cliente.

Entramos en la casa. Un ayudante jorobado hizo pasar a Teodoro (y nosotros detrás) al despacho principal del brujo, un hombre negro de blancas motas, de unos sesenta años, barrigón, con anteojos oscuros y vestido con una extraña túnica de colores chillones. El despacho olía a cebo e incienso. Cientos de velas encendidas rendían honores a santos y fetiches de distintos tamaños.

—Sé a lo que viene —le dijo el brujo—, se trata de ese niño gravemente enfermo.

—Sí, don Mefisto, los médicos no pueden hacer nada. Quiero pedirle que me lo salve.

—No puedo.

—Por favor…— suplicó Teodoro.

—No puedo —repitió el brujo—, no tengo poder para curar esa enfermedad. El niño va a morir indefectiblemente.

—Pero, don Mefisto, pruebe hacer algo.

—Lo único que yo podría hacer es un trabajo que a lo mejor a usted no le va a gustar.

—Dígame.

—No sé…

—Por favor, señor, le pagaré lo que me pida.

—Cuando las personas contraen ciertas enfermedades incurables lo único que puedo hacer por ellas es… acelerar su muerte, hacer un fuerte conjuro, un pacto con mi Maestro, y lograr que esa persona vuelva a la vida.

—No entiendo.

—Salvarlo no podemos. Pero sí hacerlo volver a la vida después de muerto… no sé si esa solución lo convence.

Teodoro se quedó pensativo mirando al brujo a los ojos.

—De todas maneras él va a morir— dijo Safirio encogiéndose de hombros. Unas gotas de un brebaje y usted le ahorra días o tal vez algunos meses de sufrimiento inútil. Yo hago mi trabajo espiritual y el niño vuelve a la vida. Todo por mil pesos…

—Pero sería un asesinato —protestó Teodoro.

—Es una operación riesgosa, pero si la hace como es debido nadie se va a enterar. La pócima no deja rastros en las vísceras. En el trabajo que yo hago hay un doble seguro para usted: impunidad en este mundo y también en el otro.

—¿Cómo?

—Ninguna autopsia descubrirá nada, y usted, cuando muera, podrá quedar dando vueltas por aquí sin recibir el castigo Divino.

—Lo del otro mundo no me importa porque yo no soy creyente. Pero quiero el bien de ese chico, no darle muerte.

—Usted no lo mata, acelera su inevitable muerte que es una cosa distinta. Digamos, algo así como una especie de eutanasia, pero para que la persona querida vuelva a la vida.

—¿Cómo y cuándo volvería a la vida?

—Eso nunca se sabe. Juan Ignacio volverá a vivir, de eso tenga la seguridad.

—¿Lo veré vivo nuevamente?

—Seguro, usted lo verá y posiblemente tendrá que darle explicaciones. Pero tenga la seguridad de que el chico finalmente le estará agradecido.

—Lo voy a pensar. En unos días le contesto.

Capítulo 6º

La misteriosa muerte de Juan Ignacio

Igual que cuando se acelera la velocidad de las películas de video, así hizo pasar Teodoro ante mis ojos las siguientes secuencias: transcurrieron los meses, vino el invierno, Juan Ignacio cada vez se veía peor. Lo operaron a fines de julio, cuando ya casi no podía sentarse en la cama sin agitarse. Vi su rápida decadencia. La madre con rostro sombrío que le da a distintas horas una cucharada de la medicina que está sobre la cómoda. Y observé a un personaje nuevo que me llamó la atención: una enfermera que iba a la mañana y a la noche a ponerle una inyección al enfermo. Finalmente vi a Teodoro que vuelve a visitar al brujo Mefisto, le entrega los mil pesos, una fotografía suya y otra del niño para que haga el sortilegio, y se lleva un pequeño gotero con la pócima. Cómo última acción vimos a Teodoro entrando en la pequeña habitación para verter, como le indicó el brujo, unas gotas en el frasco de la medicina.

Concluida esta vertiginosa recorrida por las sombras del pasado, regresamos Teodoro y yo al oscuro desván. Había comenzado a llover torrencialmente. Por el vidrio de la lucarna caía una catarata de agua. Los truenos y los relámpagos eran infernales.

—Y esa es la verdad, toda la verdad —dijo Teodoro entre gemidos. Yo te maté, Juan Ignacio. Pero quise hacerte un bien. El brujo me engañó. No volviste a la vida. Estás muerto igual que yo. Jamás debí haber hecho eso. Si tenías que morir debía ser cuando Dios así lo dispusiera. Estoy arrepentido y tendré que pagar por lo que hice. Te pido perdón.

Teodoro prorrumpió en llanto. Mientras escuchaba su confesión mi intuición me decía que algo no encajaba bien en ese relato. Es que Teodoro seguía allí, como si nada, y según me había dicho Juan Ignacio no bien él revelara el motivo de su crimen iba a ser conducido al infierno. Y nada de eso había ocurrido.

—Teodoro, ¿estás seguro de que yo morí por esa pócima?

Me miró sin comprender.

—Quiero decir —aclaré—, a pesar de que me hiciste tragar el veneno, ¿no pude haber muerto por otra causa? ¿Te dijo el brujo cuál era la dosis total de la pócima?

—Tenía que ponerte en el remedio dos gotas diarias durante… ¡Santo cielo!

—¿Qué pasa?

—¡Eran diez días, diez días! ¡Y yo solamente pude hacerlo durante tres noches antes de que entraras en coma y te llevaran al hospital! ¡No pudo haberte hecho efecto con tan poca cantidad!

—Teodoro, creo que tenemos que volver al pasado y averiguar qué fue lo que pasó.

—¡Sí, sí, cerrá los ojos! ¡Rápido…!

Volvimos a 1950. Según yo le iba indicando, Teodoro aceleraba las secuencias. Otra vez la enfermera inyectándolo a Juan Ignacio.

—Esperá, Teodoro, esa enfermera… Tenemos que ver qué me está inyectando.

—Es Matilda, nunca me gustó esa mujer. A ver, retrocedamos y vayamos a la cocina donde ella esteriliza la jeringa y prepara el medicamento.

Entramos en la cocina. Matilda está hirviendo agua. Sobre la mesada tiene el frasquito con el medicamento. Teodoro dijo que era penicilina. La mujer mira como desconfiada hacia la puerta, perfora con la aguja la membrana de goma del frasco y succiona su contenido. Luego deja el frasco vacío sobre la mesada y… ¡vuelca la penicilina en la pileta! Enseguida abre su maletín de donde extrae un frasco con etiqueta roja con cuyo contenido carga rápidamente la jeringa.

—¡Pero la gran p…! —exclamó Teodoro— ¡Esa mujer cambió el medicamento!

—Veamos qué fue lo que me inyectó.

Me acerqué al maletín con la intención de abrirlo. Pero mis manos lo atravesaron torpemente: no se podían asir esas imágenes, todo allí era intangible. Teodoro se rió.

—No podemos tocar nada. Te dije que eran solo apariencias.

—Tenemos que ver qué menjunje me inyecta esta bruja todos los días.

—Volvamos atrás. Cerrá los ojos.

Otra vez Matilda que calienta el agua. Me acerqué lo suficiente como para ver bien el rótulo del frasco misterioso en el momento en que ella lo sacara del maletín. Cuando levantó el frasco pude leer en el marbete rojo una palabra que me heló la sangre: morfina.

—¡Esa mujer te está matando con altas dosis de morfina!

—Esa es la explicación de mi muerte. No me mató el brebaje del brujo sino la morfina que me inyectaba esa mujer.

—Tenemos que averiguar por qué lo hizo— dijo Teodoro sin poder disimular su alegría—. Perdoname, pero casi le estoy agradecido, después de todo evitó que yo cometiera el mismo crimen.

—Tenemos que investigar a esa mujer. ¿Podemos hacerlo?

—Sí.

—Adelante, entonces.

Capítulo 7º

Los dos espectros encuentran su destino

Estuvimos siguiendo a Matilda durante varios días. De la casa de Juan Ignacio solía ir a otras casas a poner inyecciones, de allí se iba a su departamento a descansar (vivía con su marido, un viejo borracho y demente que solía molerla a palos cuando no le daba dinero para comprar bebida). Por las mañanas se levantaba muy temprano para ir al hospital donde trabajaba, y por la tarde ponía inyecciones a domicilio y curaba el empacho.

No hacía nada que llamara la atención, ni se encontraba con nadie sospechoso, hasta que una tarde la sorprendimos tocando el timbre de una casa. “¡Esperá! —exclamó Teodoro—, ¡esa es la casa de Lucrecia!”. Se abrió la puerta y apareció una mujer de unos treinta y ocho años, nada fea y bien vestida, quien al ver a la enfermera pareció molestarse. La hizo pasar rápidamente. Nos metimos también nosotros.

—¿Por qué vino acá? —la increpó.

—Tenía que hablar con usted.

—Quedamos en que yo le haría llegar el dinero convenido y que usted nunca vendría a mi casa.

—Pero necesito el dinero ahora mismo.

—Nuestro arreglo fue que cobraría cuando terminara el trabajo.

—Pero yo lo necesito ahora. Si no me paga suspendo lo que estoy haciendo.

La mujer miró a Matilda con rabia.

—Está bien —dijo— le daré la mitad ahora, el resto cuando todo haya terminado.

—¿Y cómo sé que va a cumplir?—preguntó Matilda.

—Porque le di mi palabra y eso basta —contestó furiosa la mujer.

—¿Qué valor puede tener la palabra de una mujer que manda a matar a un chico? Tendrá que confiar usted en mí, o no hay trato.

Lucrecia se la quedó mirando con odio reconcentrado.

—Espere aquí —le dijo a Matilda—, ya le traigo el dinero.

Al instante apareció con un fajo de billetes. Matilda calculó a ojo que allí estaba el importe convenido, guardó el fajo en su cartera y le dijo a la mujer:

—Dos o tres días más y el trabajo estará cumplido.

Teodoro se había quedado estupefacto.

—¿Conocés a esa mujer? —le pregunté.

—Sí…, ya lo creo que la conozco —contestó con voz ahogada.

—¿Quién es?

—Se llamaba Lucrecia, Lucrecia Buontempo… no lo puedo creer.

—Por favor, Teodoro, aclarame de qué se trata.

—Volvamos al altillo, no necesitamos ver nada más. Tengo que recuperarme de este sobresalto. ¡Dios Santo, Dios Santo! Esto sí que no me lo esperaba…

Cuando regresamos al altillo la tormenta arreciaba con potentes ráfagas de viento que hacían vibrar toda la estructura del techo. Los relámpagos eran tan continuados que mantenían una iluminación casi permanente en el interior del desván. Teodoro había quedado destruido. Estaba otra vez jadeante y tembloroso. Impaciente, esperé a que se recuperara y se decidiera a hablar. Finalmente lo hizo:

—Lucrecia fue mi novia durante muchos años.

—¿Tu novia?

—Siempre te tuvo celos, Juan Ignacio, porque sabía que yo vivía nada más que para vos. Para mí vos eras más importante que ella. ¡Ay, como te odiaba por eso! Mi excusa para no casarme con ella era que tenía un deber que cumplir con tu crianza hasta que te hicieras hombre. Pero no podía tolerar que yo te prefiriera, que hablara siempre de vos, que te quisiera tanto. En realidad yo quería sacármela de encima. Era una mujer muy atractiva, muy sensual y seductora, pero anormal, violenta, loca, totalmente loca. Nunca me habría casado con ella. Pero en lugar de dejarla, yo la mantenía a cierta distancia y mi pretexto para no formalizar eras vos. Además, por qué negarlo, me gustaba divertirme con ella alguna que otra noche. Bueno, vos sos muy chico, y yo no tuve oportunidad de enseñarte nada, aunque, no sé si recordarás que algo habíamos empezado a hablar sobre el amor y la atracción entre las personas. Cuando ocurrió lo de tu enfermedad, yo le dije a Lucrecia que ya no podríamos seguir viéndonos porque tenía que dedicarme a cuidarte. Yo sabía la rivalidad que te tenía, pero jamás imaginé que llegaría a ese extremo.

—Así que fue Lucrecia quien me hizo matar, y por celos…

—No sólo te mató a vos, ¡seguro que también me liquidó a mí! Claro, maldita víbora, unos meses después de tu muerte ella me invitó a su casa. Debió de haber creído que ya nada se interpondría entre nosotros. La visité durante algún tiempo, casi como buscando consuelo a mi desesperación, mezcla de dolor y sentimiento de culpa. Pero un día, casi al año de tu muerte, cené por última vez en su casa. Me despedí de ella y le dije que lo nuestro quedaba definitivamente terminado. Me trató de degenerado, de enfermo y qué se yo cuántas cosas más. No recuerdo más nada. Seguramente esa asesina me envenenó.

—Bueno, Teodoro, por lo menos hemos descubierto la verdad. Ya no va a ser necesario que te sigas escondiendo en este altillo. Podés irte nomás para el otro mundo.

—Te lo debo a vos, Juan Ignacio. Lo único que lamento es que no hayas podido volver a la vida. ¡Qué paradoja! ¿Te das cuenta? Si hubieras muerto por mi culpa, hoy yo estaría condenado, pero vos habrías vuelto a vivir. Pero como quien te mató fue esa víbora, yo quedo libre de culpa mientras vos seguirás tan muerto como Gardel… ¡Ah, los misteriosos designios del Señor!

—Tengo que confesarte algo, Teodoro. Yo en realidad estoy vivo…

—¿Cómo…?

—Te mentí, no soy Juan Ignacio, mi nombre es Pablín. El espíritu de Juan Ignacio está encerrado en el espejo de su habitación. Él me pidió que, aprovechando nuestro gran parecido, averiguara por qué vos lo habías matado (porque eso es lo que Juan Ignacio cree), para así liberarse y proporcionarte a vos lo que él piensa es tu merecido castigo.

—¡Por todos los santos, eso no puede ser!—exclamó Teodoro.

—Es así como te lo cuento, y te pido disculpas.

—Vayamos al dormitorio de Juan Ignacio para aclarar todo esto. Como verás, ya no tengo miedo de abandonar este altillo. ¡Ah, que hermosa sensación de libertad!

Bajamos del altillo y entramos en la habitación. Encendí la luz y los dos nos paramos ante el espejo. Allí estaba mi imagen con los pantalones cortos y la tricota marrón.

—¡Teodoro!—exclamó Juan Ignacio al ver a mi acompañante— ¡Has podido salir del altillo! Entonces… vos no fuiste mi asesino…

—Así es, Juan Ignacio—respondí yo—, alguien le ganó de mano, quiero decir… Pero, esperá, te vamos a contar todo tal como sucedió.

Entre Teodoro y yo relatamos a Juan Ignacio lo que habíamos descubierto en nuestro viaje al pasado. Cuando concluimos, los tres nos quedamos en silencio.

—Quisiera saber ahora— les comenté a mis dos amigos— por qué pude viajar con Teodoro al pasado si yo no estoy muerto.

—Creo que estamos a punto de aclarar ese misterio —dijo enigmáticamente Teodoro—. Lo primero que tenés que hacer, Juan Ignacio, es tratar de salir del espejo. Ahora que sabés la verdad sobre tu muerte nada te ha de impedir hacerlo.

—Es verdad— dijo Juan Ignacio—, vamos a ver.

Se aproximó, desde el lado de atrás, a la superficie del espejo. Sacó primero una mano hacia la habitación, luego la otra, después la cabeza y finalmente apoyó un pie sobre la parte inferior del marco y saltó hacia nosotros.

—¡Pude salir del espejo después de cincuenta años de encierro! —exclamó feliz.

Pero en ese preciso momento su figura se empezó a descomponer en el aire, a desdibujarse, algo así como si se estuviera volviendo transparente.

—¿Qué me está pasando? —dijo sorprendido— ¡Estoy desapareciendo!

—¡Yo también!—exclamó Teodoro mirándose las manos casi esfumadas.

Los dos espectros se estaban haciendo invisibles. Ya podían verse a través de sus siluetas vidriadas los muebles y otros objetos de la habitación.

Pero lo más sorprendente fue que mientras se producía ese fenómeno yo comencé a sentir que recuperaba lejanos recuerdos perdidos y extrañas sensaciones, como si mi memoria me devolviera hechos pasados, muy remotos, que había olvidado.

—¡Juan Ignacio!—dije asustado—, ¡estoy recordando cosas de tu niñez!

—Y yo siento que estoy entrando en tu mente —exclamó estupefacto Juan Ignacio, ya casi desleído por completo.

—¡Yo sé lo que está sucediendo! —gritó alborozado Teodoro—, ¡la pócima dio resultado! No fue suficiente para matar a Juan Ignacio pero sí para completar el proceso mágico de su retorno a la vida. ¡Por eso Pablín sos tan parecido físicamente a él! Cuando vos naciste, Juan Ignacio volvía a la vida a través de vos.

—¿Eso quiere decir que yo… no soy yo sino Juan Ignacio —balbucí consternado.

—No exactamente, no te alarmes. Vos vas a ser vos mismo, con tu propia memoria y tu propia historia. Vas a recordar borrosamente algunos episodios de tu primera vida, y tu personalidad adoptará características de Juan Ignacio, pero quiero creer que eso no va a afectar para nada a tu propia personalidad.

—¿Y yo…?—preguntó tímidamente lo que iba quedando de Juan Ignacio. (Las voces de los dos se iban atenuando como si se fueran alejando rápidamente de aquel lugar)

—Vos vas a vivir en él. Sos parte de su alma y lo vas a acompañar durante toda su vida. A mí no sé que me irá a suceder, aunque no hice daño a nadie, tuve inclinaciones impropias y pensamientos que probablemente merezcan castigo…

Las dos etéreas imágenes se borraron por completo y la habitación quedó en silencio. La lluvia seguía golpeando furiosamente sobre la ventana. Me sentí repentinamente cansado y con sueño. Me tiré sobre la cama, así nomás como estaba, y me dormí inmediatamente. Cuando desperté se filtraban los rayos del sol por las celosías.

Me vestí y fui a la cocina donde mamá ya había preparado el café con leche con pan y manteca.

—Hola —saludé con un beso a mis padres.

—Buenos días —me contestaron sonrientes— ; ¿cómo dormiste anoche?

—Bien.

—¿No te dio miedo la tormenta?

—En realidad no, estuve toda la noche ocupándome de limpiar la casa de fantasmas.

—¿Ah, sí? —dijo papá riendo— ¿Y había muchos, che?

—Dos, pero quedate tranquilo que ya no están más— contesté yo todo serio.

Dentro de mí, Juan Ignacio se mataba de la risa, siempre con ese tonito tan simpático. Creo que vamos a ser muy amigos. Tal vez hasta podamos encontrar un reemplazante de Teodoro…

© Enrique Arenz 2006.
Prohibida su reproducción por cualquier medio.





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