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El liberalismo, un moderno sistema

Ensayo de Enrique Arenz sobre la doctrina liberal

 

Capítulo 1º

 

El liberalismo es la forma de organización social más moderna y eficiente que existe. Apenas tiene dos siglos de vida, mientras los totalitarismos de todas las especies han venido sojuzgando a la humanidad durante miles de años.

Si no tuviésemos este íntimo convencimiento, ninguna razón moral podría justificar el esfuerzo que representa el estudio metódico de la doctrina liberal y su divulgación.

Nada más actual que el liberalismo; nada más eficientemente social; y nada más espiritual que aquel racional sistema que supo generar los más inverosímiles medios con los cuales el ser humano moderno ha logrado alcanzar los grandes proyectos del espíritu jamás soñados.

Lo más admirable del liberalismo es su poder de irradiación universal. Fueron unos pocos países de occidente los que adoptaron sin vacilaciones sus revolucionarios principios, y sin embargo sus fantásticos resultados beneficiaron al mundo entero, aun a aquellos pueblos más atrasados y aislados, como África y el Oriente, y también los países que se opusieron tenazmente a su bienhechora influencia.

El espectacular crecimiento demográfico de Europa verificado desde 1750 a 1914 muestra elocuentemente la superioridad social del nuevo sistema: abunda la comida y la vida de las masas se hace más llevadera. La humanidad triunfa sobre la naturaleza; en 1798 el inglés Jenner descubre la vacuna antivariólica, la medicina hace avances sensacionales y la mejora de las condiciones materiales de la existencia provoca un drástico descenso en los índices de mortalidad. Entre 1750 y 1850 la población urbana de Inglaterra (país que más enérgicamente había adoptado el liberalismo económico) experimentó un crecimiento del 500 por ciento. La población europea se triplicó entre 1800 y 1914.

El liberalismo brilló en todo su esplendor durante el siglo xix. Pero este asombroso período de la humanidad no se caracterizó únicamente por el progreso vertiginoso de las ciencias y técnicas aplicadas a la acelerada producción de maquinarias y bienes de consumo que humanizaron la penosa carga del trabajo manual e hicieron más placentera la vida de millones de trabajadores. Fue además una época de esplendor en las letras y en las artes. El ambiente de tolerancia y libertad de conciencia que llegó a prevalecer en aquellos países afortunados (sobre todo en Inglaterra y en los Estados Unidos, y también en la Argentina de 1853 por obra del liberal Juan Bautista Alberdi) y la libertad económica que generó los recursos materiales para satisfacer los fines del espíritu, estimuló la conciencia crítica de los hombres, despertó su latente creatividad y permitió así el surgimiento espontáneo y vertiginoso de múltiples expresiones de la filosofía, la política, la economía y las ciencias naturales.

Nunca antes el hombre común había podido disfrutar de los bienes materiales y al mismo tiempo de las obras del espíritu. Estaban a su servicio los mejores escritores, y también las imprentas, que mediante modernas técnicas ponían a su alcance las económicas ediciones de sus libros. Jamás como entonces un modesto trabajador había podido asistir a un concierto, viajar en cómodos y veloces medios de transporte o ahorrar una pequeña fortuna con su esfuerzo personal.

A fines del siglo xix el hombre medio ya vivía mejor, más seguro y más confortablemente que un noble de la Edad Media.

Ahora bien, ¿se produjo por sí solo todo esto? ¿Fue tanta maravilla obra de misteriosas fuerzas productivas desvinculadas de todo factor ideológico, tal como el marxismo se empeñó en hacer creer a la gente? ¿Fue la Revolución Industrial un fenómeno de la naturaleza ajeno a la fuerza de las ideas? De ninguna manera.

El éxito de este movimiento totalizador cuyos remotos orígenes habría que buscarlos en la Edad Media, pero que hunde sus raíces en el espíritu impregnado de tolerancia del Renacimiento, fue la obra titánica y solitaria de un puñado de pensadores y economistas del siglo xviii (John Locke, Adam Smith, David Ricardo, David Hume y otros) que dieron fundamento científico a las ideas sobre la libertad, desafiando y derrotando a la antigua y poderosa estructura mercantilista que dominaba la reducida actividad comercial y artesanal de la época bajo el signo del proteccionismo, el monopolio y el privilegio corporativo.

Ludwig von Mises (a cuya monumental obra La acción hu­mana habremos de recurrir reiteradamente a lo largo del presen­te libro) enfatiza de esta manera lo que afirmo arriba:

«La denominada revolución industrial fue consecuencia de la revolución ideológica provocada por las doctrinas de algunos economistas. Estos economistas demostraron la in­con­sistencia de los viejos dogmas, a saber: 1) que no era justo ni legítimo vencer al competidor produciendo artículos mejores y más baratos; 2) que era reprobable desviarse de los métodos tradicionales de producción; 3)que las máquinas resultaban perniciosas porque causaban recesión y desempleo; 4) que el deber del gobernante consistía en impedir el enriquecimiento del empresario, debiendo, en cambio, conceder protección a los menos aptos frente a la competencia de los más eficientes; 5) que restringir la libertad empresarial mediante la fuerza y la coacción del Estado o de otros organismos o asociaciones, promovía el bienestar general. La Escuela de Manchester y los fisiócratas franceses formaron la vanguardia del capitalismo moderno. Fueron ellos quienes hicieron progresar las ciencias naturales que han derramado el cuerno de la abundancia sobre las masas populares».

Debemos sin duda a estos hombres geniales ¾y a los gobernantes que escucharon sus teorías y las pusieron en práctica¾ la asombrosa transformación del mundo moderno. Por algo Benedetto Crocce llamó al liberalismo: la nueva religión de Occidente.

No hubo en toda la historia de la humanidad un movimiento ideológico que, como el liberalismo, se hubiese propuesto alcanzar no el bienestar de grupos minoritarios sino de toda la humanidad y lo haya logrado.

Por eso Ortega y Gasset pudo afirmar acerca de esta sorprendente etapa de nuestra historia: «Todo lo antiliberal es anterior al liberalismo. Nada moderno puede ser antiliberal porque lo antiliberal era precisamente lo que existía en la sociedad antes del liberalismo».

Historia de la pobreza

Según los textos, se llamó capitalismo a una era iniciada en 1750 cuyo principio básico fue la libertad para adquirir, producir y disponer de bienes, y su consecuencia inmediata la Revolución Industrial. Fue un cambio trascendental y de favorables consecuencias sociales. Sin embargo, el marxismo y algunas otras ideologías se empeñan en afirmar que si en este mundo de sufrimientos unos tienen más y otros tienen menos es porque así se cumpliría el inexorable fin último del sistema capitalista: la explotación del hombre por el hombre.

Vamos a demostrar la falsedad de esta afirmación.

Si repasamos cualquier libro de historia económica o universal advertimos que la pobreza de las masas ha sido una constante trágica desde los más remotos tiempos de la humanidad. Los períodos de crisis denominados cíclicos provocaban años de verdadera calamidad. La Biblia hace una descripción del primero de estos ciclos de hambre registrados en la historia cuando José, el hijo de Jacob, interpretando el sueño pro­fético del faraón de las siete vacas gordas y las siete vacas flacas, le aconsejó almacenar una gran reserva de grano para paliar los siete años de absoluta carencia que se abatirían sobre la tierra luego de siete años de abundancia. Según el Antiguo Testamento estos ciclos se cumplieron y los judíos, para sobrevivir a la hambruna, debieron venderse como esclavos a los egipcios.

Una crisis similar sacudió a Roma en el año 446 antes de Cristo, por cuya causa miles de hambrientos se suicidaron arrojándose a las aguas del Tíber.

Durante la Edad Media las condiciones miserables en que arrastraban su existencia los «villanos» son de un dramatismo patético. A partir del siglo v Europa Occidental se convierte en una sociedad esencialmente agraria, con una economía rural de subsistencia centrada en los límites de cada señorío. Los grandes dominios señoriales estaban formados por una parcela de tierra cultivada directamente por el señor, y una porción, mucho mayor, subdividida en fundos o arrendamientos campesinos. El centro del dominio lo constituía la residencia del señor con sus dependencias: graneros, establos, molinos, almacenes e iglesia. Esta zona estaba generalmente rodeada de una muralla de piedra y dentro de ella se edificaban las miserables viviendas de los siervos.

Algunos campesinos eran teóricamente libres, pero vivían oprimidos por las crecientes cargas impositivas derivadas de la necesidad de feudal de mantener ejércitos poderosos. Esta circunstancia fue obligando a los campesinos a ceder o vender sus tierras, quedando hereditariamente atados al dominio del señor para quien debían trabajar como esclavos. En la medida en que iban creciendo los latifundios, los colonos pedían su libertad personal. En el siglo xi la propiedad privada ya había desaparecido.


Los únicos instrumentos de trabajo que se conocen son el arado tirado por bueyes, una hoz dentada, la rueda, que va introduciéndose len­tamente en la Europa occidental, y, hacia el siglo xv, el molino de agua ya conocido en la época romana. El feudo era un núcleo económico cerrado que consumía únicamente lo poco que producía, a excepción de ciertos artículos de lujo, como el aceite, el vino, la sal o el lino, que podían llegar a adquirirse en otros dominios.

La vida de estas gentes era espantosa. Millares de personas perecían diariamente víctimas de la miseria. Las familias vivían en el hacinamiento, sin las mínimas condiciones de higiene y carentes de la más elemental forma de lo que hoy conocemos como servicios sanitarios. Convivían con animales en edificaciones miserables, sucias, húmedas, alumbradas con humeantes lámparas de aceite y rodeadas e impregnadas de una irrespirable atmósfera nauseabunda proveniente de desechos orgánicos. Be­bían aguas contaminadas, hundían sus pies en un lodo permanente y putrefacto y hacían sus necesidades fisio­lógicas en las proximidades de las viviendas, cuando no dentro de ellas. Las estrechas fortificaciones no poseían drenajes cloa­cales que impidieran la acumulación de residuos orgánicos que rápidamente se convertían en terribles focos infecciosos. Raramente los niños sobrevivían al primer año, y los que llegaban a adultos no conservaban mucho tiempo su salud física y mental. Su condición era peor que la de los animales: no tenían ninguna alegría, carecían de esperanzas y razón para vivir. Estaban inexorablemente condenados al padecimiento. Sólo la Iglesia,  a través de sus piadosas abadías benedictinas, proporcionaba algún alivio a los pobres, viudas y huérfanos mediante limosnas. El señor feudal, que daba tierras en arren­damiento a cambio de un juramento de vasallaje de por vida, nacía y moría señor. El siervo, en cambio, nacía y moría siervo. Nada en el mundo podía torcer la fatalidad de ese destino. Dormían unos sobre otros, en la peor promiscuidad concebible, y eran frecuentemente víctimas de temibles flagelos epidémicos que, sumados al hambre y a la violencia inclemente de los poderosos, arrastraban a los seres humanos a sufrimientos hoy inimaginables.

En Inglaterra, los ciclos depresivos se producían cada catorce años. Entre los años 1200 y 1600 se produjeron siete ciclos de hambre. Hacia 1586 murieron en ese país cerca de cuatrocientas mil personas por inanición, y en Francia, en 1709, el hambre provocó más de un millón de muertos.

Curiosamente, las únicas excepciones que podemos hallar en esta trágica descripción de la Edad Media están íntimamente ligadas a algunos ejemplos de libertad económica, verdaderos antecedentes del liberalismo moderno: Venecia, durante el siglo xi, y Holanda, durante el llamado auge comercial de Ámsterdam, por ejemplo.

El advenimiento del sistema capitalista hacia 1750 produjo el gran milagro: terminó con el hambre y transformó al vasallo en un trabajador, jerarquía social que le permitiría adquirir una dimensión humana desconocida hasta entonces y comenzar a tomar conciencia de su dignidad como persona, de sus derechos y de su importancia en el nuevo orden económico.

El surgimiento de las primeras ideas socialistas como expresión de la rebeldía popular contra las sin duda duras e injustas condiciones de trabajo que caracterizaron a la época (condiciones que se irían atenuando en la medida en que la lenta y dificultosa formación de capitales e incorporación de mejores tecnologías lo fueron haciendo posible), constituye el mejor testimonio de aquella conciencia popular inexistente antes. Esta asombrosa transformación del pensamiento de las clases humildes se verifica, aunque a muchos les cueste admitirlo, gracias al advenimiento del capitalismo y por la influencia irresistible que ejerció el pensamiento liberal de la burguesía sobre la conciencia virgen del proletariado. Estos burgueses, que venían constituyendo desde algunos siglos atrás una nueva y poderosa clase social que llegó a desplazar a la nobleza del poder político por su capacidad creadora y su sentido de la organización, no detuvieron su arrolladora marcha triunfal de inteligencia y trabajo hasta la culminación de lo que Arnold Toynbee llamó Revolución Industrial, a mi juicio la más útil, trascendente y auténtica de cuantas revoluciones se hicieron en la historia de la humanidad. (Como veremos más adelante, esta revolución pudo en realidad concretarse gracias a tres factores concurrentes: la mentalidad burguesa, el prestigio de la libertad y las ideas científicas de los economistas clásicos del siglo xviii).

No fueron más que dos siglos. Apenas la vida de unas pocas generaciones. Y sin embargo bastó tan poco tiempo para lograr que los seres humanos dejaran de estar condenados a la pobreza para quedar solamente expuestos a ella.

Más que un sistema se trata en verdad de toda una era. El capitalismo es una etapa superior de la evolución cultural y espiritual de la humanidad que probablemente esté muy próxima al todavía ignorado y trascendente destino de la humanidad. Por algo Ortega definió al liberalismo como el grito más generoso que haya sonado en el planeta.

El Renacimiento, origen del liberalismo

Desde mediados del siglo xv comienzan a aparecer en la vida europea una serie de cambios notorios de rasgos claramente diferenciados que permiten avizorar la iniciación de un nuevo período histórico. Esta nueva era fue llamada Renacimiento.

Allí encontramos las primeras manifestaciones del espíritu liberal, un nuevo espíritu caracterizado por la tolerancia, el afán de investigación científica y el auge de una nueva clase: la burguesía comercial.

El mundo ansiaba respirar aire puro, salirse de esa pesada atmósfera de intolerancia y fanatismo religioso que a fines de la Edad Media había literalmente paralizado el pensamiento y la conciencia crítica de las personas inteligentes. La gente estaba harta de tanta intransigencia, de los dogmatismos sacrosantos y de las guerras de religión. Ansiaba la libertad de conciencia por una razón práctica: era una necesidad de todos por igual, ya no se podía vivir en ese ambiente de violencias sectarias y de credos impuestos por el terror.

Fueron en realidad los primeros protestantes, al proclamar su derecho de interpretar las Escrituras libremente, quienes se convirtieron en los precursores de un nuevo orden social que más tarde habría de consolidarse con el nombre de liberalismo. (Adam Smith empleó por primera vez el término liberal dos siglos más tarde). Podemos, por lo tanto, convenir en que el origen histórico del liberalismo se halla estrechamente vinculado a las guerras de religión y a la búsqueda de la libertad religiosa.

Refiriéndose a los antecedentes renacentistas del liberalismo, el ensayista argentino Manuel Tagle escribe lo siguiente en un artículo publi­cado en el diario La Prensa el 17 de noviembre de 1969: «Frente al fanatismo y a la intransigencia que indu­cían a invadir el sagrado recinto de la conciencia de nuestros semejantes para imponer a la fuerza la propia fe, el liberalismo aflora revestido con la bella túnica de la tolerancia. Ser liberal equivale entonces a confiar menos en la capacidad personal para aprehender la verdad absoluta, y a dejar un resquicio para que pueda filtrarse la verdad ajena. Es la época en que la duda metódica de René Descartes se da la mano con el sonriente escepticismo de Miguel de Montaigne, en un ambiente de auge de las letras y las ciencias».

En el aspecto económico, sin embargo, la nueva era no se caracterizó por las ideas auténticamente liberales que los economistas clásicos habrían de imponer en el siglo xviii, sino simplemente por el afán de la búsqueda del bienestar material sin la subordinación del principio ético o científico alguno.

Los empresarios de entonces aplicaron todos sus esfuerzos e inteligencia en la búsqueda de la riqueza. El afán por aumentar el rendimiento del dinero fue extraordinario y permitió transformar las viejas instituciones políticas, económicas y sociales a fin de poder materializar, mediante ellas, estos deseos de enriquecimiento.

El intervencionismo estatal

Pero aquí vemos aparecer al Estado moderno que comienza a despilfarrar sus recursos y que, a fin de poder financiar sus gastos militares y burocráticos, no se le ocurre mejor idea que intervenir en la economía de sus respectivos países, aliándose con los hombres de negocios, siempre dispuestos ¾antes como ahora¾ a ceder su libertad a cambio de algún privilegio.

Esto provocó un grave daño al proceso de libre empresa que en forma natural veníase insinuando por toda Europa como una tendencia concordante con las nuevas ideas de libertad que impregnaban la vida social del Renacimiento. Se puede decir que ante los primeros atisbos de libre competencia que prometían hacer de la ganancia y del comercio factores socialmente útiles, irrumpe el Estado intervencionista que propone a los comerciantes y artesanos una tentadora protección contra la competencia extranjera y el establecimiento de leyes especiales que favorezcan la formación de monopolios y otros privilegios, a cambio de ser dóciles instrumentos de una política tendiente a satisfacer la necesidad de financiamiento de los gastos públicos.

Vemos así aparecer por primera vez una llamada «Economía nacional» y una «Política económica» dirigida por el soberano que busca afanosamente el enriquecimiento del Estado.

Finalmente el poder político se apoya en la burguesía mercantil y en los ejércitos mercenarios, y el Estado se convierte en rector de la actividad económica.

Se consolida así en toda Europa un rígido sistema de economía dirigida, corporativa y monopolística que se denominó mercantilismo. (Por un lado, el espíritu liberal del Renacimiento y la nueva mentalidad económica de la clase burguesa hicieron posible el advenimiento del capitalismo del siglo xviii, pero por otro lado ¾es fundamental dejar todo esto bien en claro¾, el mercantilismo representó un sistema opuesto a lo que habría de ser el liberalismo de los economistas clásicos, como Adam Smith, David Ricardo y otros).

El mercantilismo

Con el mercantilismo llega a predominar el ansia de lucro mediante prácticas monopolísticas y usurarias. La acumulación de grandes fortunas se desvincula del trabajo creativo, metódico y perseverante que fue precisamente el fundamento de la era capitalista inaugurada más tarde, en 1750.

Refiriéndose a esta era pre capitalista, dice Valentín Váz­quez de Prada en su Historia económica mundial:

«La obra de centralización emprendida por los monarcas renacentistas, afectó fundamentalmente la vida económica, ya que los soberanos, para el despliegue de su política nacional e incluso para la organización de sus cancillerías y estructuras burocráticas, necesitaron medios económicos abundantes y permanentes. (…) La hacienda nacional se nutrió de impuestos e ingresos aduaneros principalmente. Pero como éstos se revelaron insuficientes, a causa de los dispendios de una política militar expansiva que se extiende prácticamente durante toda la época, se recurrió a diversos expedientes y arbitrios entre los cuales se destacan las aportaciones extraordinarias de los súbditos, y, sobre todo, los monopolios comerciales, mineros o industriales, que rompían con la ética económica medieval, y que tantas protestas levantaron sobre todo en Alemania e Inglaterra».

Durante los tres siglos anteriores a la era capitalista, el mercantilismo fue consolidándose no como una doctrina formal sino más bien como un conjunto de medidas pragmáticas que beneficiaban únicamente al Estado y a las minorías burguesas.

El italiano Antonio Serra publicó el primer trabajo sobre   teo­rí­a mercantilista en 1613. Tres años después, en 1615, el francés Antonio Montchrestien menciona por primera vez en la historia el término oeconomie politique, estableciendo reglas precisas para lograr el enriquecimiento de los estados. A mediados del siglo xviii el mercantilismo alcanza su máxima elaboración teórica por obra de tratadistas como Thomas Munn y Charles Davenant, ambos altos funcionarios de la corona inglesa. Finalmente, los aspectos teóricos del mercantilismo tuvieron una última expresión en Alemania y Austria durante los comienzos del siglo xviii.

Pero nunca este heterogéneo conjunto de ideas, reglamentos y recomendaciones conformaron una doctrina científicamente estructurada, ya que ninguno de aquellos tratadistas pudo comprender la interdependencia orgánica de los diversos factores que rigen el complejo funcionamiento del mercado, mérito que habría de corresponder a los economistas clásicos del siglo xviii como veremos más adelante.

 

Las corporaciones y sus privilegios

Pero no hagamos demasiado pesado y minucioso este necesario repaso histórico.

¿Cuáles fueron, en definitiva, las reglas básicas del mercantilismo?

El mercantilismo fue esencialmente un sistema de unificación y de poder tendiente a generar una economía nacional, ya que la tesis que sustentaba su aplicación era que el Estado únicamente podía ser fuerte si era económicamente poderoso.

Para lograr este objetivo supremo se establecieron monopolios estatales, férreo dirigismo económico, licencias especiales para el ejercicio del comercio, fuerte protección aduanera, tarifas a las exportaciones de materias primas, legalización y control de las corporaciones (algo así como la colegiación profesional obli­gatorios de nuestros días) y subsidios y exenciones a aquellos establecimientos industriales que no resultaban rentables a sus propietarios. Desde el punto de vista ético, se desvinculó a la economía de la moral, uniéndola al interés y a la fuerza. (Donde más rígidamente se aplicó este sistema fue en Francia bajo la influencia de Colbert, el famoso ministro de Hacienda de Luis xiv, 1661).

Pero lo más pernicioso de la mentalidad mercantilista fue la tenaz resistencia de las industrias corporativas, fundadas sobre especializaciones artesanales y rodeadas de privilegios, a todo lo que significara innovación técnica.

¡Que a nadie se le ocurriera innovar los medios de producción! Era tal la aversión hacia toda forma de competencia que cuando aparecía algún empresario dotado de medios económicos y mentalidad más ágil y creativa, todas las corporaciones afectadas se movilizaban a fin de impedir que el insolente competidor aplicara algún progreso técnico que hiciera peligrar sus posiciones.

Precisamente en 1598 irrumpió en la sociedad comercial de Inglaterra uno de estos temerarios aventureros, el inglés William Lee, quien tuvo la osadía de inventar nada menos que la máquina de tejer medias. Este inmoral aparatejo era capaz de realizar en una jornada, ¡el trabajo de diez operarios manuales! Tal fue la alarma de las corporaciones textiles que no sólo el Estado le denegó el permiso para la utilización industrial de su invento, sino que un grupo de violentos artesanos invadió sus talleres y destruyó todas sus máquinas, debiendo el inglés huir precipi­tadamente de su propia patria para salvar su vida.

Esta anécdota revela nítidamente la mentalidad mezquina e inmoral que dominaba el mundo económico de la era precapitalista.

Las corporaciones conservaban su estructura medieval y ante cada inevitable avance de las nuevas técnicas que a pesar de todo se iban imponiendo muy dificultosamente, y de la competencia de los comerciantes que ampliaban sus mercados en el exterior y amenazaban con invadirlo todo, aquellas instituciones se cerraban aún más y procuraban conservar celosamente sus privilegios. El ingreso a las corporaciones se fue haciendo cada vez más difícil, se aumentaron los derechos de ingreso y se endurecieron las condiciones para acceder a la categoría de maestro del oficio de que se tratara. Durante el siglo xviii las corporaciones se convierten en cuerpos sociales petrificados, ocultan celosa­mente los secretos y técnicas de sus oficios y métodos de fabricación, reservan para sus miembros más prominentes importantes funciones en los municipios, y llegan a desarrollar un «honor de clase» mediante el cual desprecian a personas de bajo nacimiento.

Fácilmente imaginará el lector que un sistema así no puede ofrecer ningún progreso importante a la sociedad. También es fácil advertir que sin la intervención compulsiva del Estado jamás podría consolidarse semejante sistema. El inventor de la máquina de tejer medias habría derrotado fácilmente a sus anticuados adversarios y beneficiado al país si el Estado lo hubiese protegido en sus derechos individuales en lugar de solidarizarse con las corporaciones para inhibir sus energías creadoras. Esto confirma una regla que los liberales jamás debemos olvidar: siempre que en el mundo se arraigó un sistema monopolístico, es porque el Estado así lo ha querido.

En Francia llegó a declararse de utilidad pública a las corporaciones que quedaron así subordinadas al Estado. En otros países esta tendencia se manifestó con alguna moderación, aunque en todos lados las corporaciones recibieron importantes privilegios de orden social a cambio de convertirse en instrumentos económicos del Estado. «El control industrial aparece así como un procedimiento fiscal autorizado, como una especie de impuesto indirecto que habría de pagar el consumidor a través del artesano monopolista», escribe Heckscher. 

Naturalmente que los trabajadores no podían estar muy conformes con un sistema que sólo beneficiaba a los funcionarios públicos, a los militares y a la clase burguesa. Ya en los siglos xvi y xvii había en toda Europa sindicatos obreros que organizaban frecuentes huelgas, si bien actuaban en la clandestinidad porque el mercantilismo los había prohibido.

¡Qué difícil le iba a resultar a Adam Smith y sus colegas demoler con sus ideas toda esa superestructura de privilegio y persuadir a los gobernantes de que no había otra forma de hacer progresar el mundo que no fuera sobre la base de la libertad individual, la libre competencia, la liberación de los mercados, el libre cambio, la máxima austeridad en los gastos públicos y la abstención del Estado en materia de planificación económica!

 

Los economistas liberales del siglo XVIII

Durante siglos investigadores y filósofos se habían empeñado en develar el misterio de la existencia. ¿Cuáles eran los designios de Dios (o la Naturaleza) con respecto a su criatura pensante?

Los metafísicos querían llegar al fondo, a la posesión de los verdaderos principios y causas primeras, a partir de las cuales sería sencillo conocer las razones de cuanto fuera posible saber. «El conocimiento de un efecto depende del conocimiento de su causa, e implica esta misma causa», dice Spinoza en su Ethica. ¿Pero cómo organizar la sociedad mientras aquellos interrogantes no podían hallar respuesta?

Algunos pensadores se preocuparon por reducir sus investigaciones a la realidad política y social de su tiempo a fin de dar respuesta a las inquietudes más inmediatas de la humanidad.

Sin embargo estas interminables indagaciones no lograban jamás su objetivo debido a que no partían del individuo como unidad actuante sino de entidades abstractas tales como la humanidad, la nación la raza, la religión. ¿Qué representaban en verdad cada una de estas entelequias?

Ninguno de aquellos pensadores lograba descubrir las fuerzas que impulsan a las personas a comportarse de determinada manera, a proceder de forma tal que aquellas entidades alcanzaran los altos fines a que supuestamente estaban destinadas. Era obvio que el individuo no siempre actuaba en el sentido adecuado y conveniente para la entidad en cuestión. Sin embargo, los filósofos se resistían a observar al individuo como unidad actuante. Persistían en sus abstracciones.

Algunos invocaron a cierta «divinidad milagrosa» o «astucia de la naturaleza» que provocaba en el hombre impulsos que, aun involuntariamente, lo conducían por la senda deseada. Otros filósofos más prácticos contemplaron aquellas grandes generalizaciones (humanidad, na­ción, etc.) desde el punto de vista político y establecieron precisas normas de comportamiento público y verdaderos planes de reforma de la sociedad.

Pero estos pensadores cometieron un error: se negaron a estudiar las leyes de la vida social porque no creían que en el orden social se produjesen los diversos fenómenos con la misma regularidad que observan en el ámbito de la lógica y las ciencias naturales. Se ignoraba, por ejemplo, que así como el agua hierve con regularidad a los cien grados centígrados, el ser humano se empeña deliberadamente en la búsqueda de una situación más satisfactoria que reemplace de otra menos satisfactoria, fenómeno que explica toda la infinita complejidad de la acción humana en sus aspectos económicos, sociales, políticos y espirituales.

Al desconocer tal regularidad fenomenológica en el orden social, creían que el hombre podía organizar la sociedad como mejor lo estimara.

Von Mises analiza esto estupendamente en su obra La acción humana. Dice que cuando las realidades sociales no encajaban con los deseos del reformador o las utopías resultaban irrealizables, el fracaso se atribuía cómodamente a la imperfección moral de los seres humanos. Los problemas sociales eran considerados como simples problemas éticos. Todo era entonces muy sencillo: para edificar una sociedad ideal en la que todos pudiésemos ser felices, sólo era necesario contar con rectos gobernantes y súbditos virtuosos. Cualquier utopía podía así ser convertida en realidad.

Ante este estado de cosas surge en el siglo xviii la más joven de todas las ciencias: la economía, cuyo mérito trascendente fue haber descubierto las leyes de la interdependencia de los fenómenos del mercado dejando abierta a la investigación científica una zona desconocida hasta entonces.

Este descubrimiento que habría de demoler al sistema mercantilista y revolucionar el ámbito de las ciencias sociales, establece que no corresponde estudiar el comportamiento de las personas juzgando si lo que hacen es bueno o malo, honesto o deshonesto, justo o injusto. Carece de sentido ¾afirmaron los economistas¾ enfrentarse con las realidades sociales a modo del censor que aprueba o desaprueba.

La conclusión es contundente e irrebatible: hay que estudiar las leyes que determinan la actividad humana con total objetividad analítica, como el físico examina las que regulan la naturaleza.

Adam Smith fue quien formuló ¾sobre la base de estos principios científicos anticipados por la Escuela Fisiocrática¾ las bases teóricas del liberalismo económico en su obra Ensayo sobre la riqueza de las naciones, publicada en 1776. Debemos mencionar como los más importantes representantes de la escuela fisiocrática a Quesnay, autor de la célebre Tableau économique (1758) que se oponía al mercantilismo y sostenía que la economía debía regirse por las leyes naturales, sin intervención estatal. También debemos mencionar a Le Mercier de la Riviére y Dupont de Nemours, todos contemporáneos de Smith.

Con la aplicación de estas ideas innovadoras, se instala en Europa el primer (y hasta ahora único) sistema de organización social capaz de producir suficiente comida, medicinas, viviendas y abundantes bienes de consumo para felicidad de todos y cada uno de los miembros de una sociedad, desde el más humilde y menos dotado hasta el más encumbrado y talentoso. Este sistema se llamó «capitalismo» y está basado en la libertad para adquirir, disfrutar y disponer de bienes, en donde las personas son libres de actuar económicamente, comprar y vender, organizarse en empresas comerciales o industriales, explotar cualquier clase de negocio lícito, escoger voluntariamente el trabajo o actividad que su vocación le indique, invertir sus ahorros en donde mejor les convenga, disponer de sus bienes y emprender cualquier tipo de iniciativa indivi­dual o colectiva sin otro impedimento que las limitaciones impuestas por la libertad de los demás, y sin otra garantía por parte del Estado que la de la protección jurídica de ese conjunto de libertades inviolables.

Adam Smith nos demuestra que el hombre, impulsado naturalmente por el interés, se orienta hacia el trabajo y el ahorro que le proporcionarán, y permitirán conservar, los bienes que ambiciona, constituyendo el capital y el trabajo los dos elementos básicos del sistema capitalista. Pero esta ansia de lucro ¾nos señala el economista escocés¾, en un régimen de libertad, empuja al hombre a cumplir una finalidad que no cuenta en absoluto entre sus intenciones: la de enriquecer a la nación.

Von Mises asegura que el liberalismo del siglo xviii desterró los métodos precapitalistas de producción e implantó la economía de mercado y de libre empresa que barrió el absolutismo real y oligárquico, instauró el gobierno representativo, y liberó a las masas de las servidumbres personales, la esclavitud y demás sistemas opresivos.

Lamentablemente no se acepta en nuestro tiempo que el progreso de la humanidad de los últimos doscientos años se debe pura y exclusivamente a la genialidad de aquellos economistas clásicos.

El marxismo se encargó de hacer creer a la gente que la revolución industrial, que en ningún momento ha negado, se produjo por acción de misteriosas fuerzas productivas independientes del factor ideológico. Se ha pretendido aviesamente que el advenimiento del capitalismo nada tuvo que ver con las ideas de los clásicos y que más bien estas ideas surgieron con posterioridad a ese fenómeno histórico, y con el solo propósito de justificar científicamente las pretensiones del capitalismo explotador. Las ideas de Adam Smith serían, según el punto de vista del marxismo (y también del curioso socialismo trotskista), mera doctrina «justificativa» del inhumano capitalismo y no su generadora.

La deliberada distorsión de la historia de los últimos doscientos años ¾actitud fuertemente influida por la mentalidad socializante¾ ha logrado imponer la leyenda según la cual el sistema capitalista del siglo xviii empeoró las condiciones de vida de las masas con respecto a los siglos anteriores, generando hambre y servilismo.  

Friedrich A. Hayek, en su ensayo Historia y política analiza esta distorsión y plantea la opinión de que todo el pensamiento político de las dos o tres últimas generaciones se ha visto dominado por una interpretación socialista de la historia, y que dicho pensamiento político se basa en una peculiar visión de la historia económica. Hayek observa inteligentemente que aunque la mayoría de las personas no haya leído jamás un libro de historia todas ellas aceptan como hechos demostrados muchas de las leyendas que en algún momento fueron puestas en circulación por autores de obras de historia económica. Ya sea a través de nuevas ideas políticas inspiradas por los puntos de vista del historiador, o a través de la novela, el diario, el cine y el discurso político, y, finalmente, a través de la escuela y la conversación cotidiana, el hombre medio se forma sus concepciones históricas, recibiendo la influencia de las ideas distorsionadas del historiador luego de su reelaboración intelectual en diversas fases ulteriores.

Hayek nos propone, a modo de elocuente ejemplo, la opinión de uno de los más eminentes pensadores del siglo xx, Bertrand Russell: «La Revolución Industrial provocó en Inglaterra, como también en América, una miseria indescriptible. En mi opinión, apenas nadie que se ocupa de historia económica puede dudar de que el nivel medio de vida en Inglaterra en los primeros años del siglo xix era más bajo que el de cien años antes; y esto ha de atribuirse casi exclusivamente a la técnica científica».

La falacia consiste en creer que el proletariado que se hacinaba alrededor de las fábricas había existido antes de las grandes transformaciones del capitalismo. Estas masas no existieron antes ni habrían existido jamás si el capitalismo no hubiera creado suficiente comida y medios económicos para su subsistencia y multiplicación. Hasta tal punto esto es cierto, que la gran mayoría de quienes hoy habitamos este mundo no existiríamos si no se hubiese producido aquella explosión demográfica causada por el sistema capitalista.

Veamos lo que opina Hayek al respecto: «Las cifras de población, que durante muchos siglos habían permanecido prác­ti­camente constantes, empezaron ahora a elevarse extra­or­di­na­ria­mente. El proletariado, que el capitalismo creó, por así decirlo, no era, por consiguiente, una parte de la población que habría existido sin el nuevo sistema, y que fue reducido por él a un nivel de vida más bajo; se trata más bien de un incremento de la población que sólo pudo tener lugar gracias a las nuevas posibilidades de ocupación creadas por el capitalismo. La afirmación de que el aumento de capital hizo posible la aparición del proletariado sólo es verdad en el sentido de que el capital elevó la productividad del trabajo, y, en consecuencia, un número mayor de hombres, a los cuales sus padres no habrían podido dar los necesarios medios de producción, pudo mantenerse gracias solamente a su trabajo; pero primero hubo que crear el capital. Es cierto que esto no tuvo como causa la generosidad, pero por primera vez en la historia ocurrió que un grupo de hombres tuvo interés en invertir gran parte de sus ingresos en nuevos medios de producción, que debían ser utilizados por personas cuyos alimentos no habrían podido ser producidos sin aquellos medios de producción”.

Desafortunadamente, no existe hoy una interpretación liberal de la historia lo suficientemente vigorosa como para oponer resistencia a la interpretación socialista y contribuir a modificar en algo la suicida mentalidad política de nuestro tiempo. Se puede afirmar que el mundo desconoce hoy los fundamentos de la doctrina liberal. Sin embargo, todos se oponen apasionadamente a esas ideas que ignoran porque han aceptado los mitos divulgados por quienes (como Marx, Engels, Ruggiero y Wernes Sombart) han hecho del estudio de la historia económica un instrumento de agitación política.

Con amargura nos señala von Mises que este desconocimiento universal de la trascendencia que estas ideas de libertad económica tuvieron para el progreso de la humanidad, es el gran error de nuestro siglo, y que por eso, la llamada economía ortodoxa hallase desterrada de casi todas las universidades del mundo y es virtualmente desconocida por estadistas, políticos y escritores.

 

Hitos históricos del liberalismo

No deseo aburrir a mis lectores, pero ya que nos hemos metido someramente en la historia, no podemos salir de ella sin antes repasar, así sea muy breve y sintéticamente, los cuatro acontecimientos históricos que marcaron a fuego la consolidación del ideario liberal en el mundo civilizado.

 

  • Año 1620: Llegan los «padres peregrinos» a América. A bordo del Mayflower llegan a América del Norte los padres peregrinos quienes establecen las primeras colonias de Plymouth y Jamestown. Eran hombres que anhelaban la libertad, dispuestos a enfrentar los peligros y el padecimiento del nuevo mundo a cambio de liberarse del despotismo intolerante del rey de Inglaterra. Estos colonos, luego de un frustrado ensayo colectivista, resolvieron abrazar un principio que sería el germen de la Revolución Americana de 1776: «Para cada cual de acuerdo con lo que haya sabido producir».

 

  • Año 1688: Revolución Inglesa. Oliverio Cronwell organizó un ejército de puritanos que venció a la milicia rea­lista, instituyó un tribunal de justicia que en 1849 ajus­tició al tirano Carlos i, y se erigió en «Protector de la República de Inglaterra». Así comenzó la Revolución Inglesa que habría de culminar en 1688 con el definitivo triunfo del parlamento sobre la autoridad del rey ¾principio básico del liberalismo político¾ y con la Declaración de Derechos en 1689. La Revolución Inglesa tiene como memorables antecedentes la Carta Magna de 1215, la Petición de Derechos de 1627, el Habeas Corpus de 1679 y el Bill of Rights de 1689, verdaderas conquistas de limitación al poder absoluto que la nobleza logró im­po­ner a la corona con heroica lucidez.

 

  • Año 1776: Revolución Americana. Según Lonard Read ésta fue la única revolución «ideal» que bajo la influencia del liberalismo se produjo en el mundo hasta ahora. Remitámonos a las palabras que este pensador pronunció en una conferencia ofrecida en Buenos Aires en 1958: «Contrariando lo que a la mayoría se nos ha enseñado en la escuela, la Revolución Americana no fue esencialmente un conflicto armado contra Inglaterra. La Revolución Americana constituyó una idea revolucionaria, un viraje de la fórmula del viejo mundo según la cual el Estado es Soberano, hacia el concepto de que el Soberano es Dios. Creo que ésta ha sido la única revolución ideal de toda la historia política».

Tal vez los americanos de 1776 no sabían mucho de política o de filosofía pero estaban lúcidamente empeñados en constituir un gobierno que no tuviera facultades para ejercer control sobre las tareas creativas de los individuos. La Declaración de Independencia estableció: «Consideramos estas verdades como evi­den­tes por sí mismas: Que todos los hombres fueron creados iguales; Que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; Que entre éstos se encuentran el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad;  Que para asegurar tales derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres, con sus justas facultades derivadas del consentimiento de los gobernados». Si bien los Estados Unidos se han apartado desde hace algún tiempo de su propia revolución, debemos reconocer que tenemos en la Revolución Americana iniciada en 1776 el modelo más acabado que haya producido hasta ahora la humanidad en lo referente a la aplicación del liberalismo en sus aspectos espiritual, político y económico.

 

  • Año 1789: Revolución Francesa. Con la Declaración de los Derechos del Hombre se cierra el círculo de conquistas políticas del liberalismo del siglo xviii; luego de un largo proceso, el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad quedan establecidos para siempre. Sin embargo, la Revolución Francesa constituyó la primera desviación de las ideas de la libertad ya que provocó una verdadera lucha de clases inexistente en las dos revoluciones mencionadas anteriormente. Predominó el «igualitarismo» del socialista Malby. Con la Revolución Francesa el liberalismo toma una vertiente autoritaria que, con Rousseau y Malby, se acerca peligrosamente a la negación de sus propios principios y a la justificación de las ideas colectivizantes más tarde expuestas por Marx.

 

 Una ciencia moderna: la praxeología

 Adam Smith y los economistas de su época desterraron con sus ideas la mentalidad mercantilista e impusieron el liberalismo económico que produjo tanto progreso a la humanidad. Hemos analizado ya la significación del aporte de aquellos pensadores a nuestra civilización occidental.

Sin embargo no se agota en el esfuerzo genial de aquellos economistas toda la evolución y perfeccionamiento de la nueva ciencia económica. Algunos errores cometidos en la investigación impidieron a sus iniciadores llegar más allá de los límites alcanzados. Todavía faltaba un eslabón más en la brillante cadena deductiva para que de aquella ciencia surgiera su más acabada y apasionante expresión: la teoría general de la acción hu­ma­na, o praxeología.

Adam Smith y sus contemporáneos no pudieron resolver el problema del valor.

¿Qué factores determinan el valor de una cosa cualquiera?

Probablemente este interrogante les quitó el sueño. Y se equivocaron.

Llegaron a creer que el valor de un determinado objeto estaba dado por la cantidad de trabajo insumido en su producción. «El trabajo es la medida real del valor de cambio de todos los artículos», escribió Adam Smith en 1776.

Si esta teoría fuese acertada, una empanada de barro tendría que valer lo mismo que una empanada de carne picada, ya que la producción de ambas insumiría el mismo trabajo. (El ejemplo es de Leonard Read).

Ya los clásicos se habían enfrentado a un problema parecido que contradecía sus erróneas ideas sobre el valor: la aparente antinomia del valor. No podían explicarse por qué el hombre prefiere el oro al hierro, siendo más útil el segundo que el primero.

Investigaciones posteriores habrían de demostrar que el hombre nunca se ve precisado a elegir en términos absolutos entre el oro y el hierro, es decir, entre todo el oro del mundo y todo el hierro del mundo. El hombre elige, en ciertas circunstancias, entre una cantidad determinada de oro y una cantidad determinada de hierro.

Al elegir, las personas comparan los valores de las cantidades determinadas que les interesan (de oro o de hierro), y no los valores del total de cantidad absoluta de ambos metales.

Esto implicó un valioso descubrimiento: que valorar es expresar una preferencia, que todas las acciones de los seres humanos se reducen a una elección o sucesión de elecciones individuales motivadas por personales deseos y preferencias. Este hallazgo permitió que el economista alemán Herman Gossen (1810-1865) y más tarde, alrededor de 1870, Carl Menger,  uno de los fundadores de la célebre Escuela austríaca, formularan la moderna teoría subjetiva del valor en reemplazo de la imperfecta teoría del valor-trabajo erróneamente sustentada por la Escuela Clásica.

La moderna teoría subjetiva del valor (que analizaremos detalladamente en el capítulo 5º) establece que el valor no está intrínseco en las cosas sino que se lo atribuimos nosotros de acuerdo con nuestras particulares necesidades y con ajuste a nuestra personal e intransferible escala de valores.

Imposibilitados los economistas clásicos de resolver este obstáculo (es evidente que ellos intuyeron el error por cuanto dejaron el tema inconcluso) debieron renunciar a la formulación de una teoría general de la acción humana y se limitaron a desarrollar su ciencia en un ámbito más reducido: las actividades mercantiles.

Si bien los principales postulados de dichos economistas, referidos a las leyes que regulan el funcionamiento del mercado, establecen con claridad que los precios son un fenómeno producido por la acción de la oferta y la demanda, no atinaron a encontrar las pautas deductivas que los llevaran a desentrañar el problema del valor. Para ellos existía un «valor natural» y un «valor de mercado». Habían descubierto la interdependencia de los fenómenos del mercado, pero no advirtieron que todo ese fantástico juego de acciones y contrarreacciones que determinan aquellos fenómenos, surge pura y exclusivamente de las apetencias de los consumidores, es decir, de las valoraciones subjetivas, impredecibles y cambiantes de cada uno de ellos.

No puede, por lo tanto, haber un «valor natural»  para ninguna cosa en este mundo. Sólo existe el «valor subjetivo» que es el que cada ser humano le atribuye a los bienes materiales, espirituales y morales.

Al restringirse el campo de sus investigaciones, los clásicos debieron limitarse a teorizar sobre las actividades de los empresarios, quedando el consumidor excluido de su ámbito de observación. Durante más de cien años se circunscribió la nueva ciencia económica al simple estudio del lucro y de los negocios. Recién a fines del siglo xix la Escuela Austríaca completó su moderna teoría del valor subjetivo y comienza a tomar cuerpo una incipiente teoría de la elección humana. El filósofo francés Alfredo Víctor Espinas usa por primera vez, en 1890. El término praxeología (ciencia de la acción) en sus obras Historia de las doctrinas económicas y Los orígenes de la tecnología.

Muchos economistas eminentes contribuyeron durante las primeras décadas de nuestro siglo a desarrollar esta moderna ciencia, pero el mundo debe al más genial de todos ellos, Ludwig von Mises, su formulación más acabada a través de esa obra monumental que se llama La acción humana, cuyos postulados irrebatibles y deducciones demoledoras demostraron epistemo­lógicamente tanto la superioridad social del liberalismo, cuanto la falacia e impracticabilidad del socialismo marxista.

Otros investigadores modernos, tales como Frederick Ha­yek, Leonard Reed, Jacques Rueff, Hans F. Sennholz, Wilhem Röpke, Percy Graves, Milton Friedman, Murray Rothbard, y en nuestro país, Alberto Benegas Linch, Alberto Benegas Linch (hijo), Álvaro C. Alsogaray, Manuel Tagle, Carlos Sánchez Sañudo y ese joven y talentoso investigador, filósofo y docente, que es Gabriel Zanotti, entre muchos otros, han enriquecido con sus propios hallazgos esta sólida ciencia social y contribuido al desarrollo de una ideología política capaz de ofrecer al mundo las respuestas a sus más angustiosos interrogantes.

 

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