El fascinante mundo de los sonidos
Ensayo de Enrique Arenz
Publicado el 14/10/91 en el diario La Prensa
Entré a la sala de conciertos con ansiedad. Los músicos ya habían afinado y aguardaban en silencio la aparición en escena del director y los dos solistas. Se encienden los reflectores, cesan los murmullos, aplausos. El maestro alza la batuta y la sala se llena de conmovedores acordes mozartianos. El bellísimo concierto en Do mayor para flauta, arpa y orquesta del genio de Salzburgo, había comenzado.
Quedé sobrecogido, hechizado. Podía oír a mi izquierda —neta y definidamente a mi izquierda— la masa sonora de los violines. A mi derecha, la masa sonora de los violoncelos y los contrabajos. Y en el centro, justo frente a mí, las violas y las cálidas maderas. Detrás el lamento taciturno del fagot, y en un vibrante primer plano, el arpa, dulce y tenue, y la flauta traversa, lúdica y penetrante.
Esta descripción puede parecerle trivial a quien está acostumbrado a escuchar la buena música en perspectiva binaural, es decir, con sus dos oídos. Pero para alguien que durante más de veinte años había asistido a conciertos con un oído bueno y el otro sordo, resignado a una opaca audición monoaural, como la que se escucha desde una radio o un parlante convencional, y que de pronto, por el milagro de la microcirugía, había recuperado la audición perdida, todo aquel voluptuoso juego de contrastes y distancias tonales, lejos de resultarle baladí, no podía sino parecerle un fantástico sueño.
¡Había recuperado la percepción del relieve acústico, el atributo más refinado con que Dios ha dotado al sentido de la audición!
Una enfermedad muy común
Tenía catorce o quince años cuando noté una leve pérdida de audición en mi oído izquierdo. Ya adulto, el desequilibrio entre la sensibilidad de ambos oídos era notable. Me diagnosticaron otoesclerosis, un tipo de hipoacusia progresiva que ataca al oído medio y que afecta a muchísimas personas, particularmente a mujeres embarazadas.
En el oído medio existe una curiosa cadena de tres huesillos llamados martillo, yunque y estribo cuya misión es trasmitir las vibraciones sonoras desde el tímpano hasta el oído interno. El último de estos huesillos, el estribo, transfiere las vibraciones mecánicas a un líquido (paralinfa) que se encuentra en el caracol (oído interno). La comunicación vibrátil a ese líquido se produce a través de un orificio en la pared ósea del caracol que se llama ventana oval. La base del estribo —o platina— encaja perfectamente en esta ventanita de apenas dos milímetros de diámetro, y a la manera de un pistón entra y sale a gran velocidad provocando ondas en la paralinfa que son captadas en sus diferentes frecuencias por cédulas sensoriales del nervio acústico y transmitidas por éste al cerebro en forma de impulsos eléctricos que determinan la sensación sonora.
¿Qué sucede cuando se contrae otoesclerosis? La base del estribo comienza a soldarse a la parte ósea del caracol. La tenue membrana elástica que mantiene sellada la juntura entre estribo y ventana oval, se va solidificando hasta que al cabo de los años este huesillo queda inmovilizado por completo. En mi caso se necesitaron treinta años para llegar a un umbral de audición de sesenta a setenta decibeles, lo que equivale a la pérdida prácticamente total de la audición por vía aérea.
La gloriosa sordera de Beethoven
Uno conserva, sin embargo —excepto en ciertas variantes graves de esta enfermedad—, la capacidad auditiva por vía ósea y puede captar vibraciones sonoras aplicadas sobre el cráneo o maxilares. Precisamente, los modernos audífonos que se aplican detrás de la oreja son vibradores que excitan el oído interno a través del cráneo.
¿La sordera total de Ludwig van Beethoven fue acaso producida por otoesclerosis de ambos oídos? He consultado varios libros y nada aclaré al respecto. Es sin embargo conocido que el genio utilizaba para componer una chapa o varilla unida a la tabla armónica del piano, cuyo extremo sujetaba con los dientes, procedimiento con el cual podía percibir los sonidos del instrumento.
André Hévesy en su libro sobre Beethoven narra este conmovedor episodio: «En el otoño de 1822 volviose a representar Fidelio en la Ópera. Beethoven dirigió el ensayo general. Aquél fue un trágico caos al que siguió un prolongado silencio. Es que nadie tenía valor suficiente para arrebatar la batuta al enfermo. Por fin Schindler lo tomó de un brazo y se lo llevó. Beethoven, de ordinario tan irascible, lo siguió sin decir una palabra, con la muerte en el alma».
Lamentablemente a principios del siglo XIX no se conocía la moderna microcirugía de oído que se empezó a experimentar en 1953, cuando el famoso doctor Rosen movilizó, en forma casual, un estribo anquilosado, y que habría devuelto la paz y la alegría de vivir a ese atormentado gigante de la música.
Habilidad de miniaturista
Mi caso no era para nada dramático, porque al fin y al cabo siempre conservé un oído en buenas condiciones. Pero contar con un solo oído es una gran desventaja. Oye uno la mitad de lo que oye la gente normal. Las conversaciones grupales resultan penosas y se pierde el sentido de la orientación de los sonidos con los consiguientes riesgos laborales y de tránsito. Escuchar música en un solo plano es el menor de los problemas. Lo malo es el efecto psicológico de la sordera: uno se va volviendo irritable y con propensión al aislamiento.
No hay tratamiento para la otoesclerosis que no sea quirúrgico. Yo había actuado como lo hace, equivocadamente, la mayoría de las personas: me dejé estar. Un día, no hace mucho, alguien me habló del doctor Juan Carlos Ferrando, un acreditado otorrinolaringólogo radicado en Mar del Plata que se especializaba en ese tipo de operaciones.
Fui a verlo y me bastó conversar con él unos pocos minutos para quedar convencido de sus cualidades humanas y su sólida formación científica. Decidí ponerme en sus manos.
A pesar de que hoy se hacen en Buenos Aires implantes de electrodos computadorizados que reemplazan al oído interno, verdadera proeza de la ciencia contemporánea, la operación a la cual me sometí es un prodigio de microcirugía.
Se aplica al paciente anestesia general. Con la ayuda de un poderoso microscopio binocular, el cirujano ingresa a las profundidades del oído medio por el reducido espacio del conducto auditivo. Con instrumental diminuto se rebate la membrana del tímpano y se accede al minúsculo recinto del oído medio donde el cirujano deberá trabajar con pulcritud y extremada delicadeza en un reducidísimo espacio de apenas unos seis milímetros de ancho.
El cirujano deberá extraer parte del estribo enfermo, pero dejando la platina de éste soldada como está a la ventana oval. Para ello cortará los dos cartílagos (o ramas) que forman la horqueta del estribo. A continuación viene el trabajo más riesgoso y que requiere del cirujano paciencia, experiencia, pulso perfecto y habilidad de miniaturista. Con una especie de torno microscópico debe perforar la platina de lado a lado.
El orificio practicado tiene un diámetro de décimas de milímetro, y en él se introducirá el extremo de una prótesis de teflón similar a una fina mina de dibujo de cuatro o cinco milímetros de longitud que reemplazará al estribo. El otro extremo de la prótesis va engarzado al yunque, quedando así inmediatamente restablecida la comunicación vibrátil entre el tímpano y el nervio acústico.
La dicha de oír bien
Un solo día de internación, ni un dolor, ni una molestia postoperatoria. Créame, amigo lector, tamaña operación a milímetros del cerebro y no tuve que tomar ni una aspirina.
Cuando al cabo de una semana de recuperación me quitaron el vendaje y el taponamiento del conducto auditivo, todos los sonidos del Universo parecieron estallar en mi cerebro. ¡No podía soportar los ruidos de los motores en la calle, los bocinazos, el parloteo de la gente! Me llevó varios días adaptarme a los decibeles de la ciudad. Pero, ¡qué experiencia tan grata, qué sensación de bienestar!
A las personas que padecen esta enfermedad, resignadas quizás por temor o desconocimiento a la sordera permanente, aisladas de la sociedad y privadas del sublime mundo de la música, les digo que es hermoso volver a escuchar el simple tictac de un reloj pulsera, el sonido de la lluvia, el aleteo de un colibrí, el murmullo del mar o la respiración de la persona amada.
Recuperar la facultad de comunicarse, la percepción binaural de la música sinfónica y la sensualidad indescriptible de oír las voces más débiles de la naturaleza y los sutiles rumores de la vida, es en síntesis retornar desde el silencio al fascinante mundo de los sonidos.
© Enrique Arenz 1993
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