Cuentos de la oscuridad (Segunda edición) Reseña
Sólo los animales están libres de crueldad y malas intenciones.
Los humanos, no. Dice la leyenda del Génesis que un lejano pariente nuestro llamado Caín mató a su hermano Abel por celos. Nos guste o no, parece que todos descendemos de ese criminal.
Desde entonces portamos alguna herencia cainesca, una mónada del mal alojada en un rincón oscuro de nuestra alma, una pequeña esfera densa, recargada de inclinaciones perversas, tendencias maliciosas, deseos de lastimar y hasta de matar por venganza, por ambición o por megalomanía, iniquidades a las que quiere arrastrarnos ese oscuro elemento ancestral. Y muchas veces lo logra. La oscuridad del alma humana es la verdadera protagonista de estos cuentos.
El cura y el general (Secretos de confesión), el extenso cuento principal, tiene como protagonistas al sacerdote jesuita Bernardo Montesini y a quien era su superior en 1976, el padre Jorge Bergoglio. Montesini ha sido designado confesor personal del general Videla poco antes del golpe del 24 de marzo de 1976, y la historia se desarrolla durante los primeros seis meses de esa dictadura. El dilema del confesor es absolver a Videla. Él lo ve como un católico sincero, un buen padre de familia, una persona normal a quien no se le conocen ambiciones políticas y nunca tuvo delirios mesiánicos ni rasgos psicopáticos. ¿Qué lo llevó entonces a comandar una estructura estatal militar que secuestró, torturó y asesinó premeditadamente a miles de argentinos? El cura Montesini, cuarenta años después de la tragedia, intenta responder esta pregunta que lo atormentó siempre. El final es inesperado y plantea una paradoja estremecedora.
Los otros cuentos también presentan enigmas sobre la condición humana:
¿Puede una mujer víctima de un golpeador, llegar a tramar una venganza más cruel aún que los actos repudiables de su maltratador?
Un escritor vanidoso y perverso, que en sus tiempos de gloria ha despreciado y usado miserablemente a todas las personas que lo rodearon, a quienes exigió sumisión y entrega para pagarles con desprecio, humillación y descarte, ¿puede ser tan ególatra como para convencerse, en el momento de su muerte, que Dios es su gran Lector, su Admirador excelso, el único digno de valorar su obra en su real dimensión? ¿Y además estar seguro de que en el otro mundo será premiado por esa obra, aunque haya sido en vida una mala persona?
¿Es posible que un pedófilo tranquilice su conciencia diciéndose, convencido, que sus perversiones han sido más que compensadas con otros actos de bondad y solidaridad hacia el prójimo que paralelamente practicó toda su vida?
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