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Contractura

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

 

Este cuento está en el libro «No confíes en tu biblioteca»

Todo comenzó como una molestia en el cuello, y terminó en una terrible contractura que anudó unos flejes retorcidos en mis hombros y mi espalda.

Menos el diván o el confesionario (porque ventilar mi sótano intelectivo ante alguno de esos profesionales del arte de escuchar, no era música de mi repertorio) probé inútilmente todos los tratamientos.

Conviví años con ese suplicio que no me dejaba descansar ni ser cuidadoso en mi trabajo. No dormía más que de a ratos, sin poder encontrar en la cama una posición con menos dolor.

¿No se anima a consultar a un psicólogo?, me sondeó el especialista luego de un largo suspiro de impotencia. ¿Está loco?, ¿tirarme en un diván para deshilachar intimidades?; ese no es arpegio de mi pentagrama. El médico, que siempre retrucaba mis metáforas musicales, tronó divertido: ¡Ni calderón de mi redonda!; pero lo suyo viene de muy atrás; yo no descartaría un origen emocional… Tendría que ir dal capo al seño… (rió estúpidamente) ¡Como semifusas en fuga! En fin, por ahora siga tomando este relajante.

Un día mi jefe me llamó para señalarme un inadmisible error administrativo. ¡A mí, que siempre fui una máquina de precisión en mi rutinaria tarea! Me disculpé con humildad y soporté en silencio la monserga de ese sujeto odioso que parecía feliz de haberme pescado por fin en una falla grave.

Me suspendieron por tres días. No dije nada, porque para mí el empleo era lo más importante, y cuidarlo, el objetivo de mi vida, aun al precio de aguantar los peores abusos.

No pasó mucho tiempo hasta que volví a tocar El Choclo en lugar de La Cumparsita. Me mandaron al depósito del subsuelo donde mis malestares se agravaron por el frío y la humedad.

Tampoco me defendí esta vez. ¿Qué iba a decir, que la contractura me impedía concentrarme en mi trabajo? Se me reirían en la cara; nadie cree que una contractura muscular puede ser tan seria como para inutilizar a una persona todavía joven.

Una mañana no pude levantarme. Pasó un día, y otro, y otro. Cuando el portero limpiaba el pasillo le grité que avisara al trabajo. Vino un médico y tocó el portero eléctrico. Casi arrastrándome, bajé desde el tercer piso. El médico, molesto porque no me vio en la cama, informó que si pude bajar por las escaleras no debía de estar tan mal. Me despidieron por abandono del trabajo.

Cuando recibí el telegrama casi ni me importó, estaba tan abatido, tan harto de todo. Pero cuando lo pensé con esa menguada lucidez que de a ratos chispeaba en mi cerebro, comprendí que me quedaba desempleado y enfermo; y si no ponía al día los alquileres atrasados no tardarían en desalojarme. Asustado, me vestí como pude y fui hasta la empresa a pedir reconsideración.

Me recibió el jefe de personal. Al verme se le torció la cara en una involuntaria mueca de desagrado. No obstante se mostró amable, aunque dejó de mirarme a los ojos. Traté de hacerle entender que había bajado para atender al médico porque vivo solo desde que mamá se suicidó. Rogué, imploré, pero el jefe me recordó que yo había incurrido en dos negligencias graves. Por lo tanto…

Salí a la calle, tembloroso, convulsionado, dominado por el miedo y la exasperación. El dolor de mis brazos era insoportable, pero mi depresión era peor. Entré en un bar y pedí una ginebra. Para mi sorpresa el dueño se negó a atenderme. Váyase a su casa, me dijo con cara de asco. ¿Por qué, si pienso pagar mi consumición? Váyase, usted no puede permanecer aquí. ¡Cómo dice! ¿Se está burlando de mí, mamarracho? El patrón retrocedió temeroso y buscó a alguien con la mirada. Un sujeto corpulento me tomó suavemente del brazo para sacarme del lugar. Hice un brusco amago defensivo y el dolor me encegueció. ¡Sacame las manos de encima, bruto hijo de perra! El hombre aumentó su presión sobre mi dolorido miembro. En el mostrador había una tabla de salamines y quesos, y encima de ella un cuchillo de fiambrero, de esos largos y de hoja angosta. Lo tomé instintivamente y le hice al provocador un certero tajo en la garganta. Me soltó y comenzó a roncar al ahogarse en su propia sangre mientras se iba desplomando a los manotazos sobre los salamines, las aceitunas y varios platitos de losa que se iban rompiendo contra el piso.

El patrón y todos los que estaban allí quedaron paralizados. ¿Qué espera?, le grité, ¡sírvame la ginebra que le pedí! Temblando, me llenó un vaso hasta desbordarlo. Lo bebí de un trago, dejé cinco pesos sobre el mostrador y me fui tranquilamente del lugar.

Cuando regresé a mi departamento y me vi en el espejo comprendí por qué me habían querido echar del bar: despeinado, barbudo, con los ojos enrojecidos y lagañosos y con la ropa ajada y mugrienta, parecía un vagabundo borracho. ¡Y con esa traza había ido a pedir que revieran mi despido!

Me tiré en la cama y ya no me levanté hasta que vinieron a desalojarme. Cuando el oficial de Justicia me vio postrado, hediondo y tan débil que no podía ni hablar, me hizo llevar a un hospital, mientras los operarios cargaban mis muebles y pertenencias y los dejaban en la vereda.

Me tuvieron un tiempo internado hasta que un juez ordenó mi reclusión en un hospital psiquiátrico, donde ¡ironías de la vida!, terminé sumisamente acostado en el diván de un psicólogo.

Por alguna razón que ignoro me mantienen aislado de los demás internos. Periódicamente me llevan custodiado a terapia grupal con drogadictos, zoófilos, necrófilos, y psicópatas, curiosa comunidad cuyos lamentos y confesiones me aburren espantosamente. Y un día por semana voy al gabinete del psicólogo donde, ahí sí, sacudo todo lo que puedo la polvorienta bolsa de harina de mis recuerdos, mis fobias, mis rencores y mis pesadillas, aunque… airear esa tétrica zahúrda no haya sido corchea de mi tresillo. No pienso guardarme nada, ni olvidar, claro (eso es muy importante) mi conducta en el trabajo, donde siempre fui un empleado modelo.

¿La contractura? Bueno, se me fue pasando, se me fue pasando… y ahora ya no me duele nada.

Lo extraño es que a las pocas sesiones se produjo el primer reemplazo. Desde entonces ya me cambiaron varias veces de profesional. Nadie me explica las razones de esos relevos. Escuché que a uno le dio un pico de presión, y que otro salió pálido y sudoroso de nuestra última entrevista. Fue cuando les conté detalladamente lo de mamá, mi vida con ella, lo que hicimos con papá después de aquel disgusto, y la muerte de ella, inesperada, dolorosa, de una cuchillada en la garganta.


© Enrique Arenz 2006.
Prohibida su reproducción por cualquier medio.





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