AÚN NOS QUEDA LA NAVIDAD
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
A Gastón lo echaron de la fábrica en octubre, y cuando volvía a su casa un asaltante le robó la plata de la indemnización.
Micaela, su joven esposa y madre de dos chiquitos, trabajaba por hora en algunas casas de clase media baja. Pero perdió clientes cuando muchas de esas familias cayeron en la pobreza.
Viven en una modesta casita, muy venida abajo, pero con terreno para una pequeña huerta y un gallinerito.
Gastón es técnico gasista matriculado, y en sus horas libres hace algunas reparaciones domiciliarias, aunque en los últimos tiempos casi nadie le acepta sus ajustados presupuestos.
Desde que él perdió el empleo, la pareja venía privándose de todo para que sus dos pequeños comieran bien y fueran decentemente equipados a la escuela. Hasta dejaron de cenar, y Micaela sólo preparaba una comida nutritiva para los chicos. Gastón vendió su camioneta y ahora usaba la bicicleta para buscar trabajo y hacer alguna que otra changa.
En su recorrido diario por las obras en construcción apenas conseguía algunos trabajos por muy pocos días.
Una noche Gastón volvió a su casa desalentado. Se sentó a la mesa para tomar con Micaela su mate cocido con galleta de todas las noches, mientras los chicos comían un guiso de arroz con algo de carne. Comenzó a caer en un profundo abatimiento y sus lágrimas no tardaron en gotear sobre el hule. Micaela se alarmó y procuró distraer a los chicos.
—Vení, Gastón, que te quiero mostrar algo —le dijo con fingido tono animoso—. Ustedes sigan comiendo que enseguida volvemos.
Apenas ella cerró la puerta del dormitorio, ese hombretón fuerte y protector se echó en sus brazos y lloró como un chico asustado. Micaela acarició su cabello, besó sus mejillas empapadas. Cuando se calmó, ella lo apartó, lo miró con dulce serenidad y le dijo:
—No todo está tan mal, Gastón. Hoy los chicos sacaron buenas notas. Y están los dos contentos y sanitos, gracias a Dios.
Gastón se disculpó por su flojera. Ella continuó:
—Hoy hablé con Emilia. Me explicó cómo se puede iniciar el trámite de un plan para los chicos sin quedar atados a una organización política. Voy a intentarlo, Gastón. Aunque a vos no te guste, necesitamos esa ayuda.
Gastón miró hacia abajo mortificado por su fracaso. Él había estudiado y obtenido un título técnico, quería trabajar y no depender de planes del gobierno.
Micaela, sagaz, cambió de tema y pronunció las palabras mágicas:
—Aún nos queda la Navidad.
La cara acongojada de Gastón se iluminó.
—Es cierto. Estamos por terminar noviembre. ¿Cómo pude olvidar la Navidad que nos hace tan felices a todos? Pero sin dinero… y con tantas deudas. Nunca estuvimos tan mal.
—No te preocupes, no necesitamos mucho. Mirá: los adornos, las luces y el pesebre ya los tenemos.
—Sí, y el arbolito está bastante deshilachado, pero con algunos arreglos puede aguantar una Navidad más. ¿Y la cena de Nochebuena?
—Tenemos un pollo que está gordito. Lo hago al horno con papas. ¿Qué te parece?
—Quedan las golosinas, la sidra… Es lo más caro.
—Y algunos regalitos para los chicos. Mirá, amor, de algún lado saldrá la plata, tengamos fe en Dios.
Un atardecer de comienzos de diciembre, Gastón regresaba a su casa cuando vio a una anciana arrodillada en la vereda que intentaba levantarse. Corrió en su ayuda.
—¿Se lastimó, señora?
—No, hijo, me tropecé. Ayudame a pararme.
Gastón la levantó y se ofreció para acompañarla hasta su casa que quedaba a media cuadra. La mujer se apoyó en su brazo y pudo llegar segura. Agradecida, lo invitó a pasar para tomar un café. Ella rezongó por las veredas rotas y se quejó de lo caras que estaban todas las cosas. Le preguntó por su familia y Gastón le habló de Micaela y de sus hijos. Entonces la anciana le dijo que les iba a regalar un adorno navideño. «Para que se acuerden de mí». Extrajo de un armario un ángel de porcelana de resplandecientes colores y se lo dio. Gastón observó largamente el bello obsequio. «Gracias, le va a encantar a Micaela», y lo guardó en su mochila. Conversaron unos minutos más. De repente la mujer miró el reloj y dio por finalizada la visita.
—Ya tenés que irte, Gastón —le dijo imperativa.
Al muchacho le extrañó tan abrupta despedida, pero sonrió comprensivo, besó a la buena señora y siguió pedaleando.
Iba por una calle solitaria cuando vio un auto de alta gama detenido en la esquina, una moto cruzada delante y un sujeto armado que amenazaba al conductor. Su primer impulso fue alejarse del peligro, pero reconoció al ladrón: era el mismo que lo había asaltado a él. La ira pudo más que su prudencia. El delincuente le daba la espalda, Gastón dejó la bicicleta sobre el pavimento y avanzó cauteloso hacia él.
En ese momento la víctima bajaba del auto y le entregaba un maletín al malviviente. Gastón se le fue acercando por detrás. Cuando el asaltante tuvo las dos manos ocupadas (el maletín en la izquierda y el arma en la derecha), percibió la cercanía de Gastón que ya estaba a un paso de él. Se dio vuelta de un salto y se encontró con un puño furioso que le aplastó la nariz y lo hizo trastabillar hacia atrás. El hombre del auto aprovechó ese tambaleo para tomarlo por el cuello con su antebrazo izquierdo y sujetarle con su otra mano la muñeca del revólver. Sonaron dos disparos al aire. Con el ladrón inmovilizado, Gastón lo noqueó con un par de certeras trompadas.
—Voy a atarlo antes de que se despierte —dijo el hombre del auto—; vos llamá al 911.
En minutos el asaltante estuvo atado de pies y manos con una cinta de embalaje.
—No sabés cuánto te agradezco que te hayas jugado por defenderme. Sos un tipo valiente. En esta valija llevo mucho dinero para una operación inmobiliaria. Alguien le pasó el dato. Me llamo Héctor.
Gastón le comentó que ese mismo forajido lo había asaltado y robado una indemnización, lo que dejó a su familia en la indigencia.
Llegó la policía. Cargaron al ladrón en el patrullero, un oficial les tomó los datos y les sugirió que pasaran ya por la seccional para exponer lo que había sucedido. Gastón encadenó su bicicleta a un poste y subió al auto de Héctor. Cuando terminaron los trámites en la comisaría, Héctor lo acercó hasta su bicicleta. Apenas estacionó le dijo que en ese maletín tenía algo más de cien mil dólares.
—Soy dueño de una cadena de comercios para la construcción, y con este dinero voy a comprar un local para una nueva sucursal. Escuchame, Gastón, necesito un encargado que me la maneje, pero tiene que ser un tipo como vos. Tu mejor referencia es que hayas sido capaz de jugarte la vida por un desconocido. ¿Querés trabajar para mí?
—¡Claro! Necesito un trabajo estable. Gracias, Héctor.
—Pero eso no es todo, esperá.
El empresario sacó del maletín un fajo de diez mil dólares y se lo extendió. Gastón quedó paralizado. Tanto que Héctor tuvo que ponerle el dinero en su mano.
—Es lo que te corresponde como recompensa. Si no hubiera sido por tu arrojo lo habría perdido todo, y hasta podría estar muerto. Dale, mételo en tu mochila. Y tomá mi tarjeta. Mañana te espero a eso de las once, vamos juntos al nuevo local y ya empezás a trabajar.
Micaela no lo podía creer. Los chicos miraban deslumbrados tanto los nudillos lastimados de su heroico padre como la pila de dólares que jamás en su vida habían visto. Los cuatro se pusieron a bailar y a saltar como no lo habían hecho en mucho tiempo.
—Gastón, ¡qué casualidad! —exclamó Micaela fascinada—, pasar vos por ahí justo en ese momento.
—Y eso fue gracias a que me demoré porque ayudé a una viejita que se había caído. La acompañé hasta su casa y quiso que entrara a tomar un café. Se fueron como veinte minutos…
—El tiempo justo, increíble.
—La señora me entretuvo hasta que miró el reloj y me despidió… Pero, esperen, antes me había hecho un regalo.
Gastón sacó de la mochila la estatuilla de porcelana y la puso sobre la mesa. Al volver a verla notó un cambio asombroso.
El ángel tenía ahora el cabello blanco, arrugas en el rostro y los mismos ojos bondadosos de la mujer que, en el momento exacto, le había dicho: «Ya tenés que irte, Gastón».
Diciembre de 2023
© Enrique Arenz
Prohibida su reproducción en internet
sin la expresa autorización del autor.
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