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Una calandria en el atardecer del 24

Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

 

—Pero, Enrique— me interrumpió Eloísa con arrebatada emoción—, si el nacimiento de Jesús fue un milagro portentoso, ¿por qué no esperar hechos extraordinarios cada vez que cruzamos el umbral mágico de Adviento?

Estábamos hablando de mis cuentos de Navidad que ella había leído año tras año en el diario La Capital desde que comenzaron a publicarse en diciembre de 1994, y yo le explicaba que muchísimas de esas narraciones se basaron en sucesos reales.

Eloísa titubeó con timidez.  

—Tengo… tengo una historia verdadera —se animó por fin—, ¿quiere que se la cuente?

—Claro, Eloísa, pero antes deme otro café.

Fue volando hasta la máquina exprés con una sonrisa enigmática, y mientras manipulaba el artefacto me miró de reojo como advirtiéndome: ahora vas a ver. Me sirvió el café y se sentó en su banqueta detrás del mostrador.

—Yo era una nena de diez años… No voy a revelarle mi edad, pero usted deberá ubicarse en un tiempo muy lejano. Mi papá era capataz de un campo ganadero en Madariaga. Vivíamos en un caserón modesto pero cómodo, donde cada madrugada me despertaban las calandrias con ese gorjeo fascinante que imita el canto de otras aves. Yo abría la ventana y les hablaba; estaban al alcance de mi mano y ¿usted quiere creer que no se volaban?, compartían conmigo su melodioso asombro ante el encanto de las primeras luces del alba.  

Bajo ese techo vivíamos mi abuela, mis padres, dos hermanitos de siete y ocho años y yo. Papá salía todos los días antes del amanecer para organizar con los peones las tareas del día. Mis dos hermanitos y yo íbamos caminando a la escuelita que no quedaba muy lejos de la casa. Mamá y abuelita se ocupaban de las tareas domésticas. Hasta el pan horneaban en la cocina de leña.

Al mediodía nos reencontrábamos todos en la suculenta mesa. Después, papá se recostaba un poco y nosotros hacíamos los deberes hasta la hora del mate cocido con pan y manteca con azúcar. A las cinco, papá volvía a salir en su jeep para recorrer el campo y ultimar algunas tareas pendientes. A las seis de la tarde mis hermanos y yo escuchábamos los episodios de Tarzán por radio Splendid, y a la caída del sol papá ya estaba de vuelta. Cenábamos temprano, y después, todos a la cama.

Una tarde, papá no regresó. Se hizo de noche y ni noticias de él.

Al principio no nos inquietamos porque a veces surgían imprevistos que lo demoraban. Pero a las nueve ya presentíamos que algo le había sucedido. No teníamos teléfono y nuestros vecinos más cercanos estaban a kilómetros de campo traviesa, así que no podíamos hacer otra cosa que esperar. A las diez, mamá, angustiadísima, dijo que ensillaría su yegua para buscar a papá. Abuelita la convenció de que no hiciera locuras. ¿A dónde iría? Había luna nueva, el campo era una negrura terrorífica.

Mamá entonces nos llevó a la cama y trató de calmarnos diciendo que era posible que el viejo jeep de papá se hubiera descompuesto y que él estuviese ahora regresando a pie. Ella y mi abuela se iban a quedar levantadas esperando. Nosotros nos dormimos enseguida. Me desperté intranquila antes de la madrugada. Al entrar en la cocina encontré a mamá y a la abuela sentadas, calladas y quietas como dos estatuas. Papá no había aparecido.

Antes de que clareara lo suficiente, mamá ya había ensillado la yegua y hablado con los peones para iniciar la búsqueda. Ese día no fuimos a la escuela.

Estábamos en el mes de la Navidad, sería el 4 o el 5 de diciembre. Nuestra familia siempre adornaba la casa el 8, pero esta vez mi abuela, para distraernos, rompió la regla y nos propuso:

—¿Qué les parece si este año anticipamos los preparativos navideños?

Aceptamos entusiasmados y nos pusimos a traer y a desatar cajas soñolientas. Pero sólo pudimos componer el pesebre y colgar algunos ornamentos porque nos faltaba la rama de pino que papá salía a cortar todos los años el mismo día de la Virgen. Yo por ser la mayor tenía el privilegio de besar y acostar al Niño Jesús en su cunita de heno. Cuando cumplí la ceremonia, un rayo de sol se filtró por una persiana y centelleó unos segundos en el cuerpecito recostado. ¿Usted quiere creer que ese efecto lumínico alivió mi preocupación?

Relincho y ruido de cascos: mamá había regresado.

—¡Encontré a papá! —nos dijo apenas entró—. Está herido, pero no se asusten, se va a recuperar.

Mamá nos explicó que lo encontró inconsciente dentro del jeep, con una herida de bala en el pecho y un fuerte golpe en el cabeza causado por el choque del vehículo contra un eucalipto. Debió de haberse encontrado con cuatreros que al verlo aparecer lo balearon y huyeron. Ahora estaba en el hospital municipal de Madariaga.

No terminaba de contarnos esto cuando llegó a la casa el dueño de un campo vecino que venía con su camioneta para llevar a mamá hasta el hospital. Ella quiso que yo la acompañara. Por el camino me dijo apesadumbrada que papá estaba muy grave. No había querido inquietar por el momento a la abuela y a mis dos hermanitos, pero consideraba que yo debía saber la verdad. Esa misma mañana lo operaron. Cuando lo vi, no podía creer que ese hombre pálido con la cabeza vendada, que respiraba ruidosa y agitadamente era mi fuerte y querido papá. Mamá decidió quedarse toda la noche y yo volví al campo con el señor que nos trajo.

Al día siguiente fuimos a la escuela y cuando regresamos mamá estaba en casa.

—Según los médicos, la bala que le extrajeron no le hizo mucho daño —nos explicó a la abuela y a mí—. El problema está en el fuerte golpe que se dio en la frente. Tiene conmoción cerebral y no saben cuándo despertará.

Mamá debió hacerse cargo de las tareas del campo, y otro buen vecino le prestó su estanciera para que se movilizara y pudiera ir todos los días al hospital. Yo ayudaría a mi abuela con los quehaceres de la casa y me ocuparía de mis hermanitos.

Pasaron días de horrible incertidumbre. Las radiografías revelaron que no había fracturas, pero en esos tiempos no existían los tomógrafos ni la resonancia magnética; los médicos no podían saber qué pasaba dentro de ese cerebro sacudido.

Todas las mañanas yo esperaba ese momento tan especial en que un rayo de sol hacía resplandecer al niño Dios para pedirle que papá estuviera sano en Nochebuena. Mi fe se mantenía en alto, pero tambaleaba cuando mamá volvía del hospital con el desánimo marcado en su cara. Papá empeoraba, ahora tenía problemas renales y otras complicaciones.

El 23 de diciembre fue un día funesto: en el hospital le dijeron a mamá que la vida de papá se extinguía rápidamente y que tal vez moriría en horas.

El 24 fuimos todos a despedirnos de él. El padre Tomás le administró la unción de los enfermos y nos quedamos los cinco sentados en silencio alrededor de su cama.

Cuando el crepúsculo se sumó a nuestra tristeza, mamá llevó a casa a los varones y a mi abuela y dijo que regresaría enseguida. Quedé sola frente al moribundo que ya respiraba a intervalos cada vez más largos.

En ese momento oí el canto de una calandria en su variante cortita: cric… cric… cric. Estaba posada en una rama cercana al vidrio de la ventana. La abrí para escucharla mejor y para mi sorpresa el ave entró en la sala con un aleteo ruidoso y se posó sobre la cabecera de la cama de papá. Me miró unos segundos y en seguida levantó la cabecita, entreabrió las alas y lanzó un largo y potente gorjeo que se parecía a ese trémolo que un flautista eximio logra haciendo con su lengua una erre interminable. Luego fueron los silbidos cadenciosos, el dulce trino de los chingolos y hasta la potente alarma del hornero. Cuando agotó su repertorio, alzó vuelo y se fue por donde había entrado.

El increíble suceso me paralizó, pero enseguida reaccioné con exaltación: imaginé que esa calandria era un ángel que acababa de dejarme un claro mensaje. Entonces, con una certeza absoluta, supe lo que tenía que hacer. Acerqué mi silla a la cabecera de la cama y le hablé a mi papá al oído:

—Papito, todos creen que te vas a morir, pero yo ahora sé que eso no va a ocurrir. Eso sí, tenés que poner algo de tu parte. Vos me enseñaste que Dios siempre nos escucha pero que nosotros debemos ayudarlo. Hoy es víspera de Navidad y todavía no cortaste el hermoso pino que todos los años elegís para nosotros; yo hablo todos los días con el niño Jesús para pedirle por vos, y acabo de ver a un angelito que entró por esa ventana. Papito querido, nunca me negaste nada, ahora te voy a pedir algo que es lo más importante del mundo para mí. Te voy a pedir que despiertes, que hagas un esfuerzo para volver a la vida. Vamos, papá, no te dejes ir, te necesitamos, ¡es hora de despertar!

Entonces papá comenzó a respirar con normalidad, sus colores volvieron poco a poco a su rostro, abrió los ojos, giró lentamente su cabeza hacia mí, me miró tiernamente, sonrió apenas, y murmuró:

—Hola, Eloísa. ¿Ya estamos en Nochebuena?

Diciembre de 2017

©Enrique Arenz

Prohibida su reproducción en internet
sin la expresa autorización del autor






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