Un gato en Nochebuena
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz
¿Ya escribió su cuento de Navidad de este año, Enrique?, me preguntó días pasados Tony Balthares mientras tomábamos un café en el patio de comidas del ornamentado Shopping Los Gallegos. Le confesé que no, que aún no se me había ocurrido ninguna idea original y que ya casi no me quedaba tiempo. No se preocupe, me alentó, yo le voy a contar una historia para que la escriba. Es una historia real: yo la viví en la víspera de Navidad de 1995.
Al principio lo escuché con cierto egoísmo literario, con esa frialdad escudriñadora con que solemos olisquear la vida y el alma de los demás quienes tenemos el vicio de contar historias. Pero a medida que su relato se fue corporizando en imágenes vívidas y conmovedoras, esa impertinencia profesional cedió ante un raro hechizo que todavía no me ha abandonado, producto tal vez del clima navideño que todo lo transforma y lo purifica.
Esto es lo que me contó Tony Balthares:
“Mi esposa y yo estábamos desesperados. Darío, nuestro hijo menor que entonces tenía tan sólo siete años, había enfermado repentinamente de difteria, pero el pediatra pensó que eran anginas y no le dio importancia. Vi con espanto la palidez del médico cuando advirtió su error de diagnóstico. Demasiado tarde, Darío agonizaba.
“Cuando sucedió lo que le voy a contar era Nochebuena, y nuestro pequeño llevaba no sé cuántos días internado, en coma y con respirador artificial. Mi esposa y yo no nos movíamos del hospital. Ese 24 de diciembre yo volví a casa para atender a nuestros dos hijos más grandes (que entonces tenían nueve y doce años) y permitir que mi suegra se fuera a descansar. Les serví una cena sencilla y los mandé a ver televisión a su dormitorio. Los viera, pobrecitos, era la primera Nochebuena que no tendrían festejos ni regalos. La enfermedad de su hermanito los tenía mal, pero también estaban desorientados por el contraste para ellos incomprensible de vivir aquella víspera de Navidad como si fuera una noche más, tan agobiante y luctuosa como las anteriores (y sin su madre en casa), mientras los alegres vecinos se reunían ruidosamente y los anuncios televisivos multiplicaban sus arrolladores mensajes de alegría navideña.
“Atormentado, salí a caminar por el parque a oscuras. Las casas vecinas estaban intensamente iluminadas con las clásicas guirnaldas en aleros y mojinetes. Miré con amargura el enorme cedro que yo adornaba todos los años con lámparas de colores y que había sido el símbolo navideño del barrio. ¡Cómo habían disfrutado los chicos viéndome trepado a las ramas más altas instalando con entusiasmo las interminables diademas luminosas! Yo les había contado la fábula de que iluminando el árbol del jardín orientábamos a Santa Claus en su vuelo desde el Polo Norte. Me había ocupado de alimentar este ensueño en el corazón de nuestros tres hijos. Aún Rosendo, el mayor, que ya en la última Navidad no creía en esas fantasías, se había dejado seducir una vez más por la ilusión. ¡Cómo esperaban el momento mágico en que, caída la noche, una semana antes de la Navidad, encendíamos las cuarenta lámparas de colores coronadas por una estrella parpadeante en la punta del cedro!
“Todo el jardín quedaba tenuemente iluminado, y en varias ocasiones, cuando el buen tiempo veraniego lo permitió, habíamos celebrado la Nochebuena bajo las estrellas, al pie de ese árbol rutilante.
“El cedro estaba ahora en sombras. Era la primera vez en años que ese noble ejemplar quedaba desnudo en una Nochebuena, y esa percepción desoladora aumentó mi congoja. Darío podía morir en cualquier momento, quizás esa misma noche, la noche en que Jesús venía al mundo para salvarnos. Sentí rabia e impotencia. Me senté en el banco de mármol del jardín y quedé inmóvil contemplando la mole negra cuyo follaje se balanceaba pesadamente al impulso de fuertes ráfagas.
“Quise hablar con Dios pero no pude. Quise rezar, rogarle al Supremo que no se llevara a Darío, que le concediera la oportunidad de vivir. Pero me parecía que era como hablarle al viento, o a ese lóbrego árbol, cargado ahora de sombras y presagiantes murmullos.
“Una furiosa marea de resentimientos venía volteando uno a uno los antiguos y ahora carcomidos pilares de mi fe, que se fragmentaba y se caía en pedazos dolientes sobre esas convulsas aguas. Esa noche estallé en injustos denuestos contra el Creador: ¡Dónde estás cuando te necesito!, grité con rencor y desesperación. ¡Dónde estás! ¡Maldición, dónde estás…! ¿O es que nunca has existido? Y lloré con el desconsuelo de quienes en la adversidad padecen la ausencia de Dios. Comencé a temblar, mis dientes castañeteaban en lúgubre tamborileo.
“En eso vi acercarse a mi gato Byron. No le hice mucho caso. Pobre Byron ─pensé compadecido, emergiendo un poco de mi ensimismamiento─, él también está desconcertado por todo lo que ocurre en la casa. Ya no le hablamos ni lo mimamos, y a veces hasta nos olvidamos de darle de comer.
“Venía caminando derecho hacia mí, con la cabeza gacha y su peculiar paso lento y cansino. Era un gato gris y blanco de abundante pelaje, ya viejo, que estaba en la casa desde mucho antes de nacer nuestros hijos. Yo mismo lo había recogido de la calle cuando era un cachorrito abandonado, hambriento e indefenso. Saltó con dificultad sobre mis rodillas y allí se repantingó con un sonoro y amigable ronroneo. Lo acaricié y le hablé:
“─¿Viste lo que le pasa a Darío, Byron? Lo vamos a perder. Él te quiere mucho, ¿sabés? ¿Por qué Dios permite que lo perdamos? ¿Dónde está Dios, Byron?
“Y fue en ese momento cuando sucedió. El gato se sacudió con un fuerte temblor, cambió enérgicamente de posición, se sentó sobre mis rodillas con su cara hacia mí, puso una de sus patitas sobre mi pecho y me miró a los ojos con sus grandes pupilas dilatadas. Me sobresalté: aquélla no era la mirada habitual de Byron. Eran ojos inteligentes, infinitamente dulces y dotados de una expresividad fascinadora. Esos ojos me estaban queriendo decir algo. Experimenté mil extrañas sensaciones en ese confuso y raro instante. Al principio no pude saber qué era lo que me pasaba, pero pronto lo comprendí: ¡Quien me miraba a través de los ojos del gato era… el Niño Jesús! ¡Él estaba allí, a mi lado, infundiéndome ánimo y esperanzas! ¡Vino hasta mí desde su humilde cuna de Belén para devolverme en esta Nochebuena la gracia de la fe!
“Miré con devoción esos grandes ojos amarillos iluminados por la luna y leí en ellos el mensaje más hermoso que recibiré jamás: “Yo estoy aquí, a tu lado, no te he abandonado”
“─Gracias, pequeño Dios ─le dije emocionado a mi viejo gato mientras lo abrazaba y estrechaba su peluda cabezota sobre mi mejilla. Byron se escabulló de mis brazos y se perdió en la oscuridad.
“Corrí hasta la casa. Mis hijos todavía no se habían acostado y miraban una película. ¡Chicos, vamos al hospital! ─les dije con un alborozo que ellos no podían comprender─, ¡vamos a festejar la Nochebuena con mamá y Darío!
“Por el camino les conté lo de Byron y no tardaron en contagiarse de mi arrebato. Llegamos al hospital cerca de medianoche, hora sin duda inapropiada para las visitas, pero el custodio me conocía y por ser Nochebuena nos dejó entrar. No está aquí, me informaron en la sala de terapia intensiva, creo que se lo llevaron al tercer piso. ¿Por qué, qué pasó?, pregunté ansioso. No sé señor, yo recién tomo mi guardia. Bajamos corriendo las escaleras. Mi esposa estaba en el pasillo intentando comunicarse conmigo desde un teléfono público. Sorprendida al vernos, corrió hacia nosotros y atropelladamente, entre risas y sollozos, nos dio la noticia: ¡Darío despertó, salió del coma! ¡Le sacaron el respirador y habló, pidió su regalo de Nochebuena! ¡Está fuera de peligro, Tony, está fuera de peligro!
“Entramos en la habitación. Darío, pálido y demacrado pero animoso, estaba sentadito en la cama. Nos recibió con una sonrisa y nos mostró los regalos de Santa Claus: unos lápices de colores y un autito que le habían conseguido las bondadosas enfermeras. Abracé a mi hijo en silencio y lo retuve contra mi pecho no sé cuánto tiempo. No podía separarme de ese cuerpito tibio y extremadamente delgado que había regresado milagrosamente a nosotros.
“─Papi, ¿dónde se metió Byron? ─me preguntó al oído con una débil vocecita.
“─¿Byron…? ─respondí extrañado─. Se quedó en casa, vos sabés que aquí no dejan entrar a los animales…
“─Pero él entró igual ─replicó con una sonrisita cómplice─, es muy astuto, estuvo conmigo hace un ratito y yo lo escondí dentro de mi cama, en la otra sala.
─¿Ah…, sí? ─atiné a decir confundido ─¿Y qué… hacía Byron acá?
─Vino a decirme que me despertara, porque ustedes iban a venir a festejar la Nochebuena conmigo.©
Enrique Arenz
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sin la expresa autorización del autor.
Publicado en:
Diario La Capital de Mar del Plata
Diciembre de 1998
Libro Cuentos de Navidad (Editorial Dunken, 2001)