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Todas las vidas son sagradas

Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

 

Boni tenía veintisiete años y vivía con su madre en un monoambiente demasiado chico y casi sin ventilación. Jugador compulsivo, había perdido su moto y estaba seriamente endeudado con prestamistas mafiosos. Trabajaba en changas de albañilería, pero su adicción lo llevaba a pedir dinero por adelantado y luego desaparecer.

Lo fui a buscar a un asentamiento donde levantaba casitas precarias para un vividor que las alquilaba. Le ofrecí una mejor paga para que viniera a mi casa de campo a hacer unas reformas urgentes. Le daría la comida y una pieza para dormir de lunes a viernes. Aceptó.

Estábamos en la última semana de noviembre y yo acababa de instalarme para cumplir mis tareas propias de la época navideña.

Apareció en su bicicleta a las siete en punto. Preparó la cal, apiló los ladrillos y comenzó a levantar un tabique con la soltura de quien domina su oficio. Yo me puse a lijar puertas cerca de él para poder conversar. En poco tiempo me tomó confianza y me contó algunas cosas de su vida.

Me dijo que su madre estaba casi inmovilizada por parkinsonismo y que su hermana mayor, que era separada y tenía dos chicos, iba casi todos los días a atenderla. Se lamentaba por lo incómodo y oscuro del departamento que alquilaba. ¿Y no podés buscar algo mejor? Lo haría por la vieja, para que esté mejor, pero no me alcanza. Pero, Boni, tu oficio tendría que dejarte para un alquiler más o menos… Es qué… Y no dijo nada más.


El viernes cuando le pagué la semana me pidió si le podía adelantar algo de los próximos jornales porque esa misma tarde quería saldar el alquiler atrasado. Yo sabía que si le daba el dinero se lo jugaría y dejaría de venir a trabajar, entonces le dije que no tenía más efectivo, pero como esa tarde debía ir a la ciudad ¿qué te parece si te llevo en mi camioneta, vamos a la casa del propietario y yo le hago un cheque? Bueno… le agradezco, cargó la bicicleta y salimos.

¿Cuántos meses me vas a pagar? Tono áspero, de propietario harto de incumplimientos. ¿Cuántos le debe?, intervine yo. A ver… octubre y noviembre, además de diciembre adelantado. Está bien, le haré un cheque.

Le di los recibos a Boni y lo llevé hasta su casa.

El lunes respiré aliviado cuando lo vi llegar. Ese día casi no habló. El martes se sinceró conmigo: estaba muy asustado porque te­nía una deuda de juego y lo habían amenazado con romperle las piernas si no pagaba ese domingo. ¿Y cuánto debés? Eran ocho mil pesos, pero con los intereses se me fue a más del doble. ¿Y cómo te metiste con esos usureros? Es que uno juega, pierde, le  pres­tan un poco, pierde, le prestan otro poco, también lo pierde, después juega más para recuperarse y se hunde del todo.

─Mirá ─le dije para aliviar su ansiedad─, creo que puedo hacer algo por vos. Decime quién es el sujeto que yo le voy a hablar.

─¿A ese matón…?

─No te preocupes, yo sé cómo tratar con esa clase de gente. A lo mejor consigo que te dé más tiempo.

─Estoy tan desesperado, don Andrés, que cualquier cosa que usted pudiera hacer… ¿Sabe qué llegó a proponerme? Que venda paco para él.

─Supongo que te habrás negado.

─Más vale, pero antes de que me rompa las piernas, no sé… El tipo se hace llamar Ramito y atiende en el bar Avenida.

─Ramito, ¿por qué?

─Les manda flores a sus víctimas.

 

Al día siguiente me apersono en el bar y pregunto por Ramito. ¿Quién lo busca? El tuerto con cara de ratón me mira fijo con un ojo saltón mientras con el otro parece inspeccionar el cielorraso. Vengo de parte del Boni por una deuda que tiene con el señor Ramito. El ratón va hasta una mesa del fondo y habla con un tipo aguileño de anteojos negros al que rodean tres sujetos macizos. Me hace señas para que me acerque.

─¿Usted quién es?

─Me llamo Andrés, soy patrón del Boni y vengo a hablar por la deuda.

─Vea, no hay nada que hablar, Boni tiene que pagar antes del domingo.

─Estoy al tanto, pero el caso es que él no va a pagar nada.

Se hizo un largo silencio.

─¿Usted vino a reírse de mí?

─No, señor, vine a hacer un trato.

─Pero, ¿escuché mal o dijo que no me pensaba pagar?

─Así es, pero el trato es por otra cosa.

─¿…?

─La deuda queda cancelada, y a cambio usted y sus muchachos se salvan de ir presos.

Ramito y los tres pesados se pararon de un salto.

─No se altere, señor Ramito. Escúcheme: hay por lo menos cinco homicidios sin esclarecer de los cuales usted y sus secuaces son responsables. Yo podría informar todo lo que sé al fiscal que está investigando esos hechos.

─¿Informar…? ¿Qué es lo que usted sabe?

─Lo sé todo: el remisero degollado, el abogado que “se suicidó”, las dos prostitutas baleadas en la ruta… ¿sigo? Todos asesinados por orden suya.

─¡Usted está loco! ¿Qué pruebas tiene?

─Las tengo, además conozco sus negocios, su garito con fulleros, las chicas menores que inicia en la prostitución, la venta de paco. Lo que le propongo es un arreglo justo: la deuda del Boni por mi silencio, y todos quedamos en paz.

─¡Pero usted me está chantajeando!¡Fuera de mi vista!

─Sea razonable…

─¡Fuera de acá!

¿Para qué fui a mojarle la oreja si de todas maneras pensaba denunciarlo? Es que me tenté, siempre tuve la debilidad de provocar a los maleantes peligrosos. Y como si fuera poco, fanfarronee antes de irme: Ah, don Ramito, le aviso que me gustan las rosas amarillas. Y salí tranquilamente del bar.

No estoy orgulloso de lo que hice.

Había caminado unas ocho cuadras cuando vi al automóvil que me seguía lentamente. Llegué a la esquina, abrió la luz verde y crucé la calle. Me detuve en la vereda de enfrente para observar al vehículo que comenzaba a cruzar muy despacio. Pude entrever el cañón de un arma en la ventanilla de la derecha. ¡Van a dispararme! Me alarmé porque había mucha gente caminando por el lugar.

Un desperfecto eléctrico, la luz del semáforo cambió repentinamente y un camión recolector de residuos que venía acelerando por la calle transversal porque ahora también tenía luz verde embistió violentamente al auto y lo arrastró varios metros hasta dejarlo aplastado contra un árbol. Me acerqué para ver a sus ocupantes. Eran dos y estaban muertos. El de la derecha era demasiado joven, y eso me desoló. Pero me di ánimo diciéndome que acababan de salvarse muchas otras vidas…

Seguí mi camino. En Tribunales hice lo que debí hacer desde el principio: denuncié a Ramito y proporcioné todos los datos que la Justicia necesitaba para aprehenderlo. Ese mismo día allanaron varias guaridas y Ramito y sus cómplices fueron a parar a la cárcel.

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Esa Nochebuena fui invitado de honor de Boni que estrenaba con su madre un nuevo departamento. La familia estaba encantada con el muchacho que ahora, por recomendación mía, trabajaba de capataz en una empresa constructora. Después de la cena, Boni llenó las copas de sidra y propuso un brindis, y sin que nadie hasta entonces le hubiera reprochado o exigido nada, le pidió perdón a su madre y juró a todos que jamás volvería a jugar. La madre lo abrazó y le confesó llorando: Hijo, si superas cuánto le pedí a Dios que te sacara del mal camino. ¡Todo el año recé, y Dios me escuchó!

 

Regresé con el trofeo de una misión cumplida, pero mi jefe Rafael me recibió con inusitada frialdad. Te has extralimitado, Andrés; en la descendencia de los dos malhechores que murieron en el accidente debían nacer personalidades sobresalientes, entre ellas un destacado astrofísico y una pedagoga destinada a transformar la educación, los que a su vez engendra­rían a muchas otras personas de bien. Con tu irresponsable arrogancia malograste el plan que Dios había trazado para esas vidas futuras.

Y tras recordarme que todas las vidas son sagradas, que Dios no explica sus designios y que jamás debemos caer en la tentación de ocupar su lugar, el Arcángel me hizo comprender mi irreparable equivocación: No fue sensato acorralar a un criminal sin prever las consecuencias, y no fue justo usar mi poder celestial para cambiar las luces del semáforo.

Diciembre de 2014

© Enrique Arenz
Prohibida su reproducción en internet

Sin la expresa autorización del autor

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