¿Somos incapaces de vivir en libertad?
El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz
Capítulo 7º
En el diario La Prensa (9 de enero de 1987), el inolvidable y ya desaparecido columnista Manfred Schönfeld escribió un artículo titulado Juguetes rabiosos amenazan de muerte a nuestro planeta. Quedé al leerlo ten impresionado que por un instante —sólo por un instante— tuve la penosa sensación de que mis sólidas convicciones liberales iban a moverse bajo mis pies.
En ese artículo se hacía referencia a la aterradora destrucción de la capa de ozono por la acción degradante de gases y otros derivados de la industria petroquímica que la desaprensiva sociedad de consumo lanza al espacio con la más absoluta insensatez.
Resaltaba el autor que no parece haber límites racionales para los avances tecnológicos destinados a complacer los caprichos más absurdos de millones de consumidores insaciables, caprichos de cosas «perfectamente prescindibles» (como los aerosoles, por ejemplo, cuyos gases impulsores son algunos de los agentes destructores del ozono), «verdaderos juguetes rabiosos» que amenazan de muerte a nuestro planeta.
Refiriéndose a las ciencias prodigiosamente impulsadas por el método inductivo de investigación iniciado por el genial Francis Bacon, enfatiza Schönfeld:
«Esas mismas ciencias que, manipuladas en los tiempos actuales por dedos de rígida tozudez lineal y por frívolas y simples mentes de quienes podrían ser calificados, de algún modo, de epígonos, muy indirectos (de quinta, sexta o tal vez décima mano) de aquel Francis Bacon de Verulam, han sido soltadas sobre el hombre y su mundo, soltadas cual fieras monstruosas, endemoniadas e irrefrenables, que pagan mal y dañina y destructivamente la libertad que el baconianismo les conquistara».
En una palabra: hay un uso de las ciencias que responde a intereses creados, y estos intereses creados se nutren, como lo afirmamos en el capítulo anterior, de la estupidez humana. El autor del artículo se pregunta si tenia razón Arthur Koestler cuando afirmaba que el hombre padece de una enfermedad filogenética que lo incapacita para vivir en libertad. Deja cruelmente flotando sobre nuestras conciencias este doloroso interrogante y arriesga una conjetura:
«El hombre desatado de las andaduras de la fe, no sabe hacer otra cosa que correr hacia delante o hacia lo que supone que es adelante, así sea en dirección al abismo o a la nada. Adonde terminará por llegar con la piel llagada de cáncer provocado por la indefensión natural frente a los rayos ultravioletas, pero agitando triunfalmente, el último spray de moda que el mentor familiar, a saber, el televisor, le ha vendido… »
Saber vivir en libertad
De la cuidadosa lectura de este artículo me surgieron tres preguntas fundamentales: 1) ¿Estamos realmente incapacitados para vivir en libertad?; 2) ¿Hemos ido demasiado lejos en la aceleración del progreso científico?; 3) ¿Acaso las innegables ventajas sociales del capitalismo habrán de epilogar, inexorablemente, en una catástrofe cósmica? Veré si puedo responderlas.
Recordemos para comenzar que en un mercado libre es el consumidor quien decide qué artículos hay que producir, de qué calidad, a qué costos y en qué cantidad. Sólo él toma minuto a minuto tan importantes decisiones. Todo ello con la sola decisión de comprar o no comprar. ¿Está claro? Esto es lo que suele llamarse la supremacía del consumidor.
Ahora bien, si las cosas que hoy se fabrican masivamente son superfluas, o dañinas para la salud, o destructoras del medio ambiente, es porque importantes grupos de consumidores están dispuestos a gastar su dinero en esos bienes de consumo. Muchos de ellos lo hacen por que su ignorancia o vulgaridad los induce a tener hábitos vituperables; pero otros, quizás los más (y aquí estamos en principio respondiendo afirmativamente al primer interrogante), porque su incapacidad manifiesta para vivir en libertad los convierte en dóciles seguidores de la publicidad televisiva, sumisión esta que no es sino un recurso inconsciente para eludir la responsabilidad de pensar y elegir sensatamente en qué gastar su propio dinero.
Pero, atención, siempre son ellos, los consumidores, quienes toman la decisión final, y no la publicidad televisiva que sólo sugiere, induce o informa, con mayor o menor habilidad persuasiva.
Por eso mismo no podemos darle la razón, de ninguna manera, al angustiado Koestler. El hombre está espiritual y biológicamente dotado de una potencial capacidad para vivir en libertad. Lo que ocurre es que todavía no ha aprendido a hacerlo. La conciencia del hombre libre es un estado cultural, y ya sabemos que la cultura, en cualquiera de sus expresiones, no penetra fácilmente en la conciencia de todos los individuos.
Si queremos cambiar este estado de cosas pero sin renunciar a esa gran conquista de la civilización occidental que es la libertad (la alternativa sería sustituir la voluntad del consumidor por la de los funcionarios públicos) no nos queda otro camino que tratar de educar a los hombres para que se formen integralmente como seres libres.
Pero no olvidemos la función del Estado, cuya correcta definición y delimitación ha de ser parte también del aprendizaje del difícil arte de vivir en libertad. Si para producir aquellos artículos que los consumidores, equivocados o no, demandan en el mercado, las fábricas envenenan el aire, agreden el ozono, contaminan los ríos o agotan irracionalmente los recursos naturales, la culpa es pura y exclusivamente del poder público que no cumple, mediante leyes adecuadas, controles eficientes y severos castigos a los infractores, con una de sus funciones más específicas e indelegables: la preservación de la vida humana.
El hombre insaciable
Lo que difícilmente llegue a suceder en un mercado libre es que el progreso se detenga. Aún cuando lográramos cambiar los hábitos y las preferencias de los consumidores mediante la educación —hazaña que creo posible—, los capitales simplemente migrarían de sectores productivos buscando siempre los de mayor demanda y rentabilidad. Pero no por ello desaparecerían ni el afán de lucro ni esa misteriosa avidez por alcanzar siempre más y más cosas que caracteriza al genero humano y que moviliza, nos guste o no nos guste, el progreso científico de la humanidad.
¿Pero a qué se debe este insaciable querer siempre más? ¿Por qué, como bien lo señala Schönfeld, el hombre no sabe hacer otra cosa que correr hacia delante o hacia lo que supone que es adelante?
Para responder a esta incógnita tendríamos que hablar extensamente acerca de la búsqueda de la felicidad (que apenas rozamos en el capítulo anterior), pero no podremos hacerlos en el limitado espacio de este trabajo. Bastará con que recordemos que todos estamos empeñados en esa búsqueda, con tal intensidad que no hay acción humana que no tenga directa o indirectamente esa última y suprema finalidad. Pero como nadie alcanza en este mundo la plenitud de ese estado ideal —además, ¿quién se atrevería a definir qué es la felicidad?—, ante cada meta lograda, ante cada dicha parcial de cuantas solemos alcanzar en la vida, aparece un nuevo deseo más ambicioso y acuciante que el anterior. Estos efímeros gozos son como los peldaños de una interminable escalera que se eleva hacia lo absoluto.
Vistas las cosas así, tendríamos que convenir que el hombre más bien va hacia lo alto y no hacia delante, buscando quizás acercarse a su Creador, aunque a veces lo haga por caminos equivocados precisamente por haberse apartado de las andaduras de la fe.
Y aunque nos resulte paradójico, todo parece indicar que el afán de lucro y el desenfrenado consumismo de las modernas sociedades industriales, no son otra cosa que los medios, a veces angustiosos, por los cuales los hombres buscan inconscientemente elevarse hacia su destino trascendente.
La tentación de volver al mundo primitivo
Cada hombre decide su proyecto de vida y la suma de millones de destinos individuales conforma la trama de la historia y del progreso.
Es verdad, sin embargo, que ese vertiginoso progreso movido por la insatisfacción humana es y será siempre una cosa peligrosa. El riesgo de acabar con el planeta se acentúa con la aceleración del crecimiento económico.
Pero cabe nos preguntemos: ¿es que acaso sería posible volver atrás?
Una pregunta parecida le hizo Carlos Rodríguez Braun al economista Friedrich Hayek en una entrevista publicada en La Prensa el 12/12/84. El premio Nobel respondió lo siguiente:
«Sería nuestro deseo, pero no. Nos gratifica el pensar que podemos, por ejemplo, volver al orden primitivo, aquello de “lo pequeño es hermoso” (1). Mas no podemos volver atrás —sigue diciendo Hayek—, porque la población mundial es ya demasiado grande y no seríamos capaces de alimentarla con un regreso al primitivismo. Nada menos que Albert Einstein dijo: “Hay que retornar de la producción para el beneficio a la producción para el uso”. Pero es imposible, no sabemos cómo es ese uso, en una situación de división del trabajo tan intensa como la que se registra en la actualidad, división del trabajo inseparable de la mayor productividad que ha permitido el ensanchamiento de la población mundial».
Es verdad que a todos nos seduce por momentos la idea de volver atrás, de conformarnos con menos abundancia de trivialidades y asegurarnos así una vida más humana y un mundo habitable y más seguro para nuestros hijos y nietos. Pero esto no es posible. Si las potencias industriales dieran un solo paso atrás en sus complejos procesos productivos y tecnológicos, dejarían sin comida a millones de seres humanos que no tendrían la más remota posibilidad de sobrevivir.
En fin, el planteo de Schönfeld es indiscutible: estamos amenazando de muerte a nuestro planeta. Pero es necesario dejar bien en claro que no es el mercado libre el responsable de esa amenaza sino el hombre mismo que todavía no ha aprendido a vivir en libertad y que, por añadidura, se ha apartado peligrosamente del camino de la fe.
(1) Hayek alude, evidentemente, al libro de E. P. Schumacher Lo pequeño es hermoso, en el cual este autor formula un alegato contra una sociedad distorsionada por el culto del crecimiento económico.
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