Prólogo: Testimonio desde Tierra Santa
Salimos para Tierra Santa el 21 de diciembre de 2008.
Cinco días antes, el 16 de diciembre, había terminado la tregua entre la organización Hamás y el Estado de Israel. Hamás se negó a pactar una prórroga y reinició los disparos de misiles hacia territorio israelí.
El clima no podía ser más sombrío.
Por complicaciones en los vuelos llegamos a Jerusalén el 23 por la noche. Nos esperaban el aroma y el misterio de la antigua Judea, con sus colinas de suaves declives y sus desiertos pedregosos, que se preparaba para el oficio religioso más conmovedor del cristianismo: la misa de Nochebuena en la ciudad de Belén.
Es difícil expresar lo que se siente al llegar a esta ciudad milenaria. Decir que se percibe el aleteo de los ángeles en el Campo de los Pastores, o sobre la gruta de la Natividad, o en lo alto de la gran bóveda de la Iglesia de Santa Catalina, es apenas balbucear una imperfecta metáfora de las emociones intensas que se le atropellan a uno en el corazón.
Belén es una ciudad palestina desde el acuerdo de 1994. Su población es de algo menos de cuarenta mil habitantes, de los cuales cinco mil son cristianos. Está a escasos diez kilómetros de Jerusalén, que es la capital del Estado de Israel. Dos lugares sagrados incrustados en medio del conflicto interminable del Medio Oriente. Daniel Baremboim, el intelectual argentino judío que más hizo por reconciliar a los dos pueblos en el simbolismo de la música mediante su orquesta del Diván integrada por judíos y árabes, había declarado no hacía mucho: “El conflicto entre Israel y Palestina no es un conflicto político, es un conflicto humano. Es el conflicto entre dos pueblos que sienten el derecho de vivir en una misma tierra”. Y agregó contundente: “Tiene que haber una manera más inteligente de resolver esto que no sea con bombas y misiles”.
El 24 la tensión bélica se percibe creciente en las noticias televisivas habladas en hebreo o en árabe. La inminencia de la guerra se refleja en el preocupado rostro de los palestinos de Belén.
Sin embargo, es tal el clima de paz y fraternidad que predomina en la víspera de Navidad, que uno se siente aislado del peligro, como formando parte de ese mundo milenario y mágico que describen los Evangelios y el Antiguo Testamento. Los peregrinos pasean despreocupados, incluso de noche, por las callejuelas de Belén, uno de los pocos lugares seguros de Cisjordania.
Belén vive la Navidad todo el año, pero es en diciembre y en enero cuando se engalana para las dos grandes ceremonias: la católica, en diciembre, y la ortodoxa Griega, en enero. La ciudad ilumina y adorna sus calles y comercios. Sorprende que las tradiciones occidentales hayan llegado a este rincón del mundo, desde el árbol de Navidad, las guirnaldas de luces, el acebo y hasta la figura bonachona de Papa Noel que luce sonrientes en restaurantes y comercios. Todo es alegría y expectativa. Los musulmanes de Belén comparten el espíritu festivo con los cristianos en uno de los más espontáneos gestos de convivencia y espiritualidad, valores que se conjugan casi milagrosamente en esa ciudad santa.
Impacientes esperamos la Misa de Nochebuena. Los padres franciscanos, que tienen la custodia de Tierra Santa desde 1347, son los encargados de organizar la emotiva ceremonia.
Por controles de seguridad, y debido a la gran cantidad de peregrinos llegados de todo el mundo, debimos esperar durante horas bajo la llovizna y el frio hasta que pudimos entrar en la basílica de Santa Catalina, adyacente a la gruta de la Natividad.
A las doce de la noche las campanas de Belén se lanzan al vuelo con rebato apasionado para anunciar que ha llegado la Navidad. Comienza la Misa de Nochebuena presidida por el patriarca latino de Jerusalén, monseñor Fouad Twal, con la concelebración de todos los obispos de Israel, Palestina y Jordania. Están presentes: el nuncio apostólico, los prelados de otras iglesias cristianas, representantes de todos los credos, incluidos judíos no ortodoxos, y hasta el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mohmed Abbas.
En los minutos previos se han escuchado en el templo todos los idiomas, se han contemplado exóticas vestimentas (como los uniformes de la Guardia Turca, las túnicas grises de los nigerianos o los vistosos kimonos de peregrinas japonesas católicas), y se ha observado el mosaico viviente de todas las etnias y todas las nacionalidades, clara demostración de la universalidad de la Iglesia Católica.
La Misa se oficia en árabe. Las lecturas y la homilía del patriarca se repiten en varios idiomas, incluido el español. Vibran arrolladores los acordes del Magníficat y del Gloria in Excelsis, entonados por voces maravillosas acompañadas por órgano y cuerdas.
Llega la Eucaristía, la multitud se arrodilla como puede, los ancianos con dificultad porque casi todos estamos parados y apretujados. Muchos fieles logran acercarse al pasillo central para comulgar. Cuando la Misa ha cumplido su liturgia llega el momento más enternecedor: el patriarca toma amorosamente al pequeño recién nacido y con él en sus brazos encabeza, junto a los prelados concelebrantes, la procesión hacia la gruta del Nacimiento. Lo preceden cientos de sacerdotes y diáconos con vestimenta blanca, que avanzan en doble fila por el pasillo central del templo cantando el impactante Adestes Fidelis (“Alegres adoremos al Niño Dios…”).
La procesión llega hasta la gruta donde nació Jesús. El patriarca desciende por escalinatas de piedra y deposita al niño sobre la estrella de plata que indica el lugar exacto donde la virgen María dio a luz. Toda la ceremonia es imponente y profundamente emotiva, pero el momento culminante del traslado del pequeño Dios conmueve hasta las lágrimas.
El 27 de diciembre comenzó el bombardeo israelí sobre Gaza. Desde los minaretes musulmanes llegan a nuestros oídos, junto a las oraciones del ocaso, las proclamas admonitorias de los almuédanos. El clima se enrarece, algunos destinos previstos en territorio Palestino se vuelven condicionales. Otros se cancelan en espera de información.
Se abría un nuevo capítulo de sangre y horror en ese interminable conflicto entre dos pueblos que alguna vez deberán aprender a coexistir pacíficamente en esa Tierra de Dios. El alto el fuego llegó el 18 de enero. Fueron veintidós días de combate despiadado. El saldo: 1.420 muertos, 400 de ellos niños palestinos.
Nuestra peregrinación terminó en Tel Aviv el 1 de enero de 2009. El contraste no pudo haber sido más sobrecogedor: mientras la sangre de tantos seres humanos teñía aún más esa Tierra Santa hollada por miles de años de guerras, ocupaciones, saqueos y destrucción de templos y ciudades, nosotros visitábamos los lugares sagrados que dan testimonio de nuestro origen cultural y espiritual: la ciudad antigua amurallada de Jerusalén, el Muro del llanto, la Capilla de la Flagelación, el Calvario y el Santo Sepulcro, el Huerto de los olivos, el Cenáculo del Monte Sión, donde se celebró la última cena y Jesús estableció la Eucaristía, la Basílica de la Agonía, en la que nuestras manos y labios tocaron la roca sobre la cual Jesús oró y sudó sangre, angustiado por los padecimientos que, como Dios que era, sabía le esperaban al hombre de carne y hueso que también era; el Mar Muerto y las ruinas de los esenios en el desierto de Qumran, el Mar de Galilea, Nazaret, la moderna Basílica de la Anunciación (donde admiramos orgullosos un bellísimo mural de la Virgen de Lujan pintado por nuestro compatriota Raúl Soldi), Caná de Galilea, donde Jesús transformó el agua en vino; el Monte Tabor, mudo testigo de la Transfiguración; Tabgha, escenario de la multiplicación de los panes y los peces; Cafarnaúm, donde se conservan los restos recientemente descubiertos de la casa de Pedro; el Monte de las Bienaventuranzas y muchos otros lugares sagrados donde cada piedra y cada colina parecen decirnos que escucharon el suave roce de las sandalias de Jesús el Galileo.
Fueron días intensos, cargados de emoción y espiritualidad, que me permitieron escuchar, observar y anotar muchas cosas que, reelaboradas y proyectadas por mi imaginación, se transformaron en estas narraciones. Fueron pequeños sucesos, anécdotas triviales (como cierto celular que sonó en el momento más inoportuno, y que me hizo evocar, no sé por qué, la leyenda del milagro de Balcena, ocurrido en 1263); fragancias, como las del pan árabe recién horneado; o sabores, como los flamígeros condimentos de las comidas típicas, sin olvidar las homilías elocuentes e inspiradoras de nuestro guía espiritual. Pues bien, he querido hacer ficción a partir de esas apasionantes experiencias, sin excluir las historias sagradas. Y me propuse hacerlo con total libertad creativa.
Soy católico, pero como escritor debo ser independiente, atrevido y laicista acérrimo. Ser escritor católico tiene una doble desventaja (a menos, claro, que uno sea Chesterton o Graham Greene): los críticos lo leen con ánimo prejuiciado, si es que lo leen, y los clérigos le revisan hasta la última coma. Y una cosa es segura: nadie quedará conforme. El equilibrio entre la Fe y la creación artística nunca resultó sencillo. Pero si en épocas de intolerancia extrema fue posible para artistas audaces como Miguel Ángel, Leonardo o Dante, ¿por qué no habría de serlo para cualquiera en estos tranquilos tiempos de libertad posconciliar?
Enrique Arenz
Mar del Plata, abril de 2010