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Otra vez el proteccionismo

El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz

Texto unificado de varios artículos publicados en La Capital en 1992, 1993 y 1994

La industria automotriz era el único sector productivo que había logrado un régimen de privilegio. La excusa fue que esa industria producía un alto porcentaje del Producto Bruto Interno, y no era conveniente exponerla a la ruina nada más que para que los trabajadores argentinos pudieran comprar un auto importado barato.

Pero ahora la protección se ha extendido a la industria del papel, y se estudian medidas similares en beneficio de los textiles y siderúrgicos. Se las llama «medidas antidumping», pero en la práctica significa que los consumidores tendremos que pagar más caras las prendas de vestir, y los productores de manzanas, sus envases de cartón. Todo para que un grupo de empresarios ineficientes, con equipos y mentalidad obsoletos, siga superviviendo un tiempo más sin hacer ningún esfuerzo de reconversión.

 

El aspecto moral

Los impuestos a las importaciones, cuando son aplicados igualitariamente y en términos razonables, tienen una sola justificación, la de constituir una legítima fuente de ingresos para el Estado. Utilizarlos como herramienta política de protección de la industria nacional —o de algunos sectores de ella, lo cual es todavía peor—, equivale a conceder privilegios monopólicos a unos ciudadanos en prejuicios de otros. Se trata, ni más ni menos, que de una inmoralidad.

Y si no, veamos lo que opinaba Alberdi:

«Los medios ordinarios de estímulo que emplea el sistema llamado protector o proteccionista, y que consiste en la prohibición de importar ciertos productos, en los monopolios concedidos a determinada fabricaciones y en la imposición de fuertes derechos de aduana, son vedados de todo punto por la Constitución argentina como atentatorios de la libertad que ella garantiza a todas las industrias del modo más amplio y leal, como trabas inconstitucionales opuestas a la libertad de consumo privado, y, sobre todo, como ruinosas de las mismas fabricaciones nacionales que se trata de hacer nacer y progresar».
Y termina Alberdi su claro concepto con estas palabras: «Semejantes medios son la protección dada a la estupidez y a la pereza, el más torpe de los privilegios».

 

Efectivamente, los cupos de importación, las llamadas «cláusulas gatillo», los altos aranceles, la directa prohibición de importar o, en otro contexto, la devaluación de la moneda, benefician injustamente a una minoría empresarial mientras se obliga a la mayoría de los habitantes a pagar precios mucho más altos por bienes a veces de inferior calidad. Es una violación escandalosa del principio constitucional de igualdad ante la ley.

 

Suprimir barreras

La argentina tiene que decidirse a suprimir todas las barreras que desalientan su libre comercio exterior. No saldremos adelante sin atrevernos a enfrentar al mundo.

Los que se oponen a la apertura dicen que en un mundo donde todos los países —incluidos los altamente industrializados— ponen barreras proteccionistas y practican el dumping, no actuar con reciprocidad implicaría exponernos a graves consecuencias.

Yo creo que para incorporarse al mercado del mundo entero no es necesario consultar con nadie ni esperar que otros bajen sus impuestos de importación o dejen de subsidiar a sus propias industrias. Basta simplemente con eliminar unilateralmente los factores que aíslan, porque el aislamiento lo causa el país mismo, no el vecino.

¡Integrarse al mundo por propia y soberana decisión! Esa es la idea que debiera prevalecer por encima de los intereses de empresarios incapaces de competir y de afrontar dificultades.

Finalicemos con otra frase de Alberdi:

«La aduana proteccionista es opuesta al progreso de la población, porque hace vivir mal, comer mal pan, beber mal vino, vestir ropa mal hecha y usar muebles grotescos, todo en obsequio de la industria local que permanece siempre atrasada por lo mismo que cuenta con el apoyo de un monopolio que la dispensa de mortificarse en mejorar sus productos»

 


El problema del desempleo

Los industriales denuncian dumping, subsidios, exenciones impositivas, salarios de esclavitud, etcétera. Lloran siempre, y culpan al tipo de cambio y a las ventajas “desleales” de la competencia externa por el creciente desempleo, sin duda el problema social más grave que hoy tiene la Argentina.

Pero muchos de estos industriales son los mismos que antes de 1990 nos hacían pagar mil dólares por un televisor, cincuenta dólares por una camisa de mediocre calidad y quince dólares por un destornillador común.

Considerando lo fácil que les resultó la vida, siempre asistidos por los gobiernos de turno, siempre ayudados por créditos que les licuaba la inflación, su gimoteo resulta bastante comprensible: se supone que ahora somos, mal o bien, un país “capitalista”, salto cualitativo desde el cual ya no será posible retroceder; y el sistema capitalista no es precisamente un paraíso terrenal para empresarios tan mal acostumbrados. A muchos les va a resultar imposible alcanzar la competitividad que nunca tuvieron ni necesitaron. Otros tendrán que hacer esfuerzos considerables de reconversión y, lo más importante, repatriar algo del dinero que tienen guardado en el exterior. Los más astutos vendieron a tiempo sus industrias y ahora se dedican a criar caballos de carrera o a coleccionar obras de arte. (No olvidar que cuando alguien vende es porque otro compra).

¿Qué hay dumping en algunas mercaderías importadas, es decir, que ingresan al país con precios por debajo del costo? Está bien; pero si hablamos de competir en un mercado libre ¿qué diferencia hay entre esta estrategia externa —siempre excepcional y muy relativa— y el proceso de competencia interna, cuando una empresa más moderna y eficiente logra menores costos y desaloja del mercado a las otras del ramo que no supieron adaptarse a los cambios y satisfacer a los clientes?

¿Y acaso las empresas nacionales que reflejan pérdidas en sus balances no están practicando dumping sin que se las pueda acusar por ello?

El dumping, ya sea interno o externo, es simplemente uno de los tantos riesgos a los que están expuestos los hombres de negocios. Pero también son un gran beneficio para los consumidores, y en un país con tanta pobreza y necesidades insatisfechas como la Argentina no hay razón (yo diría que no hay derecho moral) para rechazar mercadería barata, venga de adentro o de afuera.

Los industriales argentinos tienen que aprender que la libre empresa es un sistema de pérdidas y beneficios. Así como hay circunstancias favorables que les proporcionan inesperadas ganancias sin que nadie proteste por ello, también deben soportar las condiciones adversas y afrontar los desafíos que el mercado mundial les plantea.

¿Empleos a cualquier costo?

Ahora bien, si el objetivo es dar trabajo a cualquier costo, podríamos alentar proyectos tan disparatados como la producción de café y bananas en grandes invernáculos calefaccionados con energía nuclear. “Autoabastecimiento”, “sustitución de importaciones”, ¿acaso no conocemos estas viejas recetas del curanderismo económico? ¡Qué fácil sería resolver con ellas el problema del desempleo, si no fuera que ya se probaron tantas veces aquí y en el mundo!

¿Invernáculos en la Patagonia para producir café y bananas? ¿Por qué no? Técnicamente ese proyecto es factible. Pero, ¡qué caro nos costaría tomar un café con un amigo o prepararnos un licuado de banana con leche!

Si el objetivo es dar trabajo a cualquier costo, la idea no es ilógica. Ahora habría que ver cómo lo tomarían los argentinos a la hora de pagar esos productos. “Este café vale un peso, pero además tiene que pagar otros dos pesos para mantener a los que lo producen en los termonucleocafetales del Sur, más cinco pesos con cincuenta de impuestos para el Fondo Nacional del Café y dos con ochenta para la Comisión Nacional de Energía Atómica. Todo más el IVA, claro.

Sólo los ricos tomarían café. Pero como semejante proyecto no podría sostenerse con tan escasa demanda, habría que hacerle pagar a los pobres parte del consumo de los ricos con impuestos que directa o indirectamente pagaríamos todos los ciudadanos. (Cuando Aerolíneas Argentinas era una deficitaria empresa del Estado, se decía con razón que los pobres que, nunca viajan en avión, subvencionaban a los ricos que iban al exterior a precios internacionales).

Si hasta podríamos financiar la exportación de café y bananas, a precios de dumping, naturalmente.

Con este ejemplo absurdo pretendo demostramos que “vivir con lo nuestro” es posible y que ello puede solucionar “fácilmente” el problema del desempleo. Pero, ¿esa es la solución? Se dice que en los tiempos de Stalin se empleaban a miles de obreros para cavar zanjas durante el día y a otros miles para taparlas por las noches. Era una forma de dar trabajo. Pero en este concepto hay un error descomunal: los puestos de trabajo tienen que ser productivos, aptos para aportar a la sociedad más bienes y servicios para consumir. Cada nuevo empleo tiene que aliviar a los demás trabajadores y no ser una carga para ellos; cada nuevo trabajador tiene que contribuir a elevar y no a disminuir bajar la calidad de vida del conjunto de la sociedad.

Es decir, con el proteccionismo creamos y conservamos algunos empleos improductivos a costa de pagar más caros los productos que consumimos. Pero así perjudicamos a los que menos tienen, achatamos el progreso de toda la Nación e impedimos la formación de miles de nuevos empleos productivos propios de una sana industria competitiva y de la actividad importadora: cadenas de comercialización, transportes, distribución, seguros, publicidad y toda clase de servicios complementarios, hoy mucho más efectivos que la industria para dar trabajo y movilidad social.

¿Quién dijo que es malo importar?

Pero ocurre que desde siempre nos han hecho creer que exportar es mejor para el país que importar. ¿Por qué? ¿De dónde salió esa fábula? Si es al revés. Los consumidores argentinos no podemos disfrutar de los bienes que se venden al exterior; en cambio sí lo hacemos con los productos importados que vemos a nuestra disposición en las vidrieras.
Es que los latinoamericanos aún no hemos aprendido que en materia de comercio exterior la ganancia del pueblo está en las importaciones y no en las exportaciones. Lo que exportamos es simplemente el precio que pagamos por lo que importamos. Es decir: tenemos que exportar más, es verdad, pero para poder importar cada vez más.

Vean lo que dijo Milton Friedman sobre este tema: “Lo ideal sería importar todo lo que deseamos, y pagar por ello… ¡exportando lo menos posible!


Lo que está ocurriendo hoy (1994)

En la Argentina el proteccionismo ha sido casi una religión desde la década de los ‘30. El actual gobierno tuvo la lucidez de quebrar esa pesada inercia. Pero el incipiente cambio se encuentra amenazado por el accionar subterráneo de ciertos grupos corporativos que han logrado decisiones gubernamentales que contradicen aquellos claros objetivos de apertura del comercio exterior.

El problema no se nota en los enunciados generales (que siguen siendo filosóficamente inobjetables) sino en los detalles técnicos, esos que se manejan arcanamente en los laberintos tecnocráticos de la refinada ingeniería macroeconómica, donde un ignoto subsecretario o un oscuro director con título de Harvard puede hacerle firmar al ministro una resolución imponiendo trabas a la importación de tal o cual mercadería por la sola y alarmante circunstancia de que llega demasiado barata a los pobres consumidores argentinos.


Quieren prohibir la importación de máquinas usadas

Veamos otro caso de reacción corporativa. El presidente de la Unión Industrial Argentina declaró recientemente que debiera prohibirse la importación de bienes de capital usados porque, según su opinión, “los industriales locales no pueden competir con la importación de estos bienes que se venden a precio de chatarra” (LA PRENSA, 26/3/94).
Si hasta las Fuerza Armadas acaban de comprar aviones usados en los Estados Unidos, ¿por qué los empresarios no pueden hacer lo mismo?

¿Pero acaso no son también industriales los que compran estas máquinas de segunda mano? Enhorabuena que puedan adquirirlas a precios de chatarra, porque el dinero ahorrado podrá emplearse en otra inversión. ¿Por qué el presidente de la UIA pide la intervención del Estado para prohibir importaciones que en definitiva van a reducir costos de producción? A la sociedad no tiene que importarle un ardite que el fabricante de maquinarias local haya perdido esas ventas.

Se trata simplemente de dinero que cambia de bolsillo: se escabulle del bolsillo del menos eficiente y va a parar al bolsillo del más eficiente.

Supongamos que un fabricante de pianos quiere comprarle a la Casa Pleyel de París un entorchador automático de cuerdas cuyo rendimiento, a pesar de ser de segunda mano, es superior a los que se producen en el país. ¿Por qué se lo vamos a prohibir? ¿Nada más que para proteger a los artesanos que todavía fabrican entorchadores a pedal?
Los perdedores, en lugar de maldecir la apertura económica y suplicar la protección estatal, tienen que reflexionar sobre las causas siempre racionales que indujeron a su potencial cliente a darle la espalda y preferir la chatarra importada.

Les ocurrió a los linotipistas porteños cuando Félix Laiño hizo importar para LA RAZÓN los primeros equipos de fotocomposición en frío. Las resistencias iniciales no podían sino terminar por rendirse ante una opción irreductible: o se capacitaban para manejar los nuevos equipos o serían reemplazados por jóvenes dactilógrafas que nunca habían olido el tóxico vapor del plomo derretido.

Pero además está el sentido común. Yo puedo comprar un auto usado, un lavarropa usado y hasta un ataúd usado. De hecho, la compra venta de objetos usados constituye en todo el mundo uno de los mercados más activos y populares. Y a nadie se le ocurre pensar que estas transacciones perjudican a la industria.

Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre comprar un televisor de segunda mano en una casa de remates, o hacerlo en el Uruguay o en Río de Janeiro? Un hombre libre tiene que poder intercambiar sus bienes con otros hombres, de su país o del extranjero. No hay razones económicas ni sociales para restringir la libertad de comercio en cualquier forma o especie concebible.

El presidente de la UIA no puede ignorar esta realidad. Él sabe que son precisamente sus colegas quienes necesitan equipos y maquinarias más modernos para poder competir y exportar. No todos puede comprar maquinas nuevas, y una máquina usada puede ser, en muchos casos, un paso intermedio hacia la apremiante competitividad.

Si una máquina usada sirve para aumentar la productividad y reducir costos, bienvenida sea, porque en definitiva los que se beneficiarán serán los consumidores, y no hay por qué suponer que los más pobres deban amparar a los ricos incompetentes.
Hay que pensar sólo en los consumidores
Es comprensible que estos industriales intenten por todos los medios salvarse a costa de todos nosotros. Lo que no es comprensibles es que el gobierno arriesgue un proceso tan importante de transformación estructural atendiendo a sus descabelladas pretensiones.

Pero menos comprensible aún es que los argentinos comunes nos dejemos convencer tan fácilmente por sus falaces argumentos.
Nadie parece defender a los consumidores. Ni siquiera las organizaciones que dicen representarlos han salido a protestar por los “cupos” de importación, las “cláusulas gatillo”, los altos aranceles, las tasas de estadística y otros ingeniosos mecanismos que benefician injustamente a una minoría empresarial, desalientan a los buenos empresarios que hoy compiten con el mundo entero y exportan cada vez más, y obligan a la mayoría de los habitantes a sufrir las restricciones y carestías propias de las economías cerradas.

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