“Neoliberalismo”
El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz
Capítulo 9º
Gente de la Iglesia, periodistas, políticos e intelectuales insisten en señalar como causante de todos nuestros males a lo que llaman ambiguamente neoliberalismo. Es la protesta de moda, el lugar común que se acomoda a cualquier diálogo, a cualquier homilía, a cualquier discusión sobre los problemas del desempleo y la creciente marginalidad social.
La izquierda -derrotada mundialmente, pero no inactiva ni totalmente desmoralizada mientras tenga el mito de Fidel Castro, el último baluarte revolucionario que le queda- parece haber encontrado esta entelequia con el único objetivo de desprestigiar a su peor enemiga: la libertad humana. Porque cualquier término que contenga el vocablo liberalismo no puede representar otra cosa que amor por la libertad. ¿Y cómo podemos creer que la libertad humana, última conquista de la civilización, motora de la historia misma, puede ser causante de tantas calamidades?.
En principio habría que recordar que el concepto «neoliberalismo» fue una idea del pensador italiano Benedetto Croce, acuñada alrededor de 1930, que consistía en exaltar las ideas liberales en el plano político y rechazarlas en el económico.
¿Y qué demócrata no es hoy liberal en lo político? Menos las minorías marxistas y fascistas que odian la libertad, todos somos liberales al menos en el plano político. Los más bellos principios del liberalismo contenidos en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1798 (obra del pensamiento liberal del SIGLO XVIII) y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, tales como la igualdad ante la ley, el Derecho Penal liberal (nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario; nadie está obligado a declarar contra sí mismo; el derecho al debido proceso, etc.), y la libertad de prensa, por mencionar sólo algunos, constituyen hoy conquistas intangibles de la humanidad.
Ahora bien, cuando el venezolano Hugo Chávez aúlla con su voz campanuda “¡el neoliberaliiissssmo!”, o escuchamos la misma despreciada palabra por radio o televisión en boca de honrados profesionales y comerciantes, ¿se refieren a ese neoliberalismo inventado por Croce, hoy aceptado universalmente? No lo creo; tal vez ni sepan quién fue Croce. Más bien se refieren a la libertad de mercado que, según les han hecho creer, hace que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. ¿Por qué hablan entonces de neoliberalismo y no de liberalismo a secas?
Yo sospecho el motivo. La izquierda, distraída siempre de la realidad que la rodea, consideraba que el liberalismo estaba muerto y enterrado. (Sábato, en El escritor y sus fantasmas, sitúa su derrumbe en 1930).
Nuestros revolucionarios creyeron religiosamente en las profecías de Carlos Marx. No podían imaginar que impensados líderes mundiales como Ronald Regan, el Papa Juan Pablo II y Mijail Gorbachov compartirían la responsabilidad histórica de empujar al Comunismo, que ya se tambaleaba, y restaurar la cosmovisión de la libertad en todo el mundo. “¡Cómo! ¿el liberalismo no estaba muerto?”, exclamaron despavoridos. No, no es el liberalismo, respondieron los desconcertados ideólogos que vieron temblar sus estructuras, empezando por Fidel Castro, es un neoliberalismo, maldito sea.
Y apenas se repusieron de la catástrofe comenzaron la campaña psicológica contra la libertad, acusando a un supuesto sistema neoliberal de todo cuanto le ocurre a la doliente humanidad.
La libertad nunca podría ser causa de injusticias sociales, porque el capitalismo, que es el sistema de organización social basado en la libertad económica, es el único sistema que distribuye el poder entre los ciudadanos, a la vez que limita drásticamente el poder del Estado.
Pero el capitalismo necesita capitales, y los capitales no van allí donde no existen reglas de juego claras y estables, seguridad jurídica y seguridad personal, austeridad fiscal, impuestos razonables, previsibilidad y certidumbre en el marco de los negocios y, sobre todo, respeto por la propiedad privada. De lo cual se deduce que no es capitalista quien quiere (ni el gobierno que así se proclama) sino quien es capaz de crear esas condiciones civilizadas de orden y estabilidad.
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