Navidad para un perrito abandonado
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz
1
«¡Bajate, Pulquete!», ordenó una voz desde el interior del automóvil. El pobre animalito saltó a la calle y quedó desconcertado cuando el vehículo se alejó a toda velocidad. Me partió el corazón verlo correr desesperado detrás del vehículo.
Pulquete tendría unos seis o siete meses; menudito, de patas largas y pelo corto color de canela, lucía una oreja negra de llamativo contraste. Me imagino que esa noche, agotado y tembloroso, durmió acurrucado en el primer refugio que encontró. Por la mañana comenzó a buscar a sus dueños. A las dos semanas está flaco y decaído. Como es muy joven comienza a olvidar a quienes lo arrojaron a la calle. Tal vez recuerda vagamente un patio soleado donde retozaba despreocupado; ahora todo se le ha vuelto sombrío y amenazador.
* * *
Diez días después de presenciar yo aquel acto incalificable, nuestro perro Budy, un maravilloso lanudo grandote y bonachón de cuatro años de edad, se nos escapa asustado por la pirotecnia y se pierde. Tomás, nuestro hijo de ocho años, estaba desconsolado; nunca lo habíamos visto tan afligido. Se acercaba la Navidad y todo hacía presagiar que la íbamos a pasar con mucha tristeza.
2
Budy se había alejado mucho de su casa. Cuando se le pasó el susto intentó regresar, pero caminó en sentido contrario y terminó en un mundo desconocido y ruidoso: el centro de la ciudad.
Durante días y noches corrió desesperadamente buscando a su familia, hasta que el desaliento y el cansancio detuvieron su atolondrada carrera. Su mirada vivaz se apagó y su abundante pelaje pronto fue una maraña sucia y enredada.
Un día que llovía copiosamente el pobre Budy trotaba pegado a la pared buscando algún recoveco donde guarecerse cuando se topó con un cachorro flaco, asustado y empapado que se detuvo y lo miró con curiosidad. El debilucho Pulquete, al que ya se le contaban las costillas, y Budy, corpulento y greñudo, se quedaron estáticos bajo el aguacero observándose con expectación. Pulquete, con sus orejitas paradas, movió tímidamente la cola y Budy se le acercó para olerlo. Enseguida se hicieron amigos y ya no se separaron en su vagabundeo. El pequeño seguía al grande a todas partes, buscaban comida juntos y por las noches dormían pegaditos uno con otro. Budy seguía con su idea fija de localizar su casa, obsesión que sólo olvidaba temporalmente cuando se divertía con Pulquete en el novedoso juego de perseguir automóviles y motocicletas.
3
Llegó el 24 de diciembre. Hacía ya catorce días que se había perdido nuestro perro, y desde entonces Tomás casi no hablaba ni se interesaba por nada. Mi esposa y yo, preocupados, decidimos llevarlo a la Misa de Nochebuena que se celebraba a las diez de la noche en una iglesia céntrica. Al terminar la emotiva ceremonia fuimos rápidamente hasta nuestro auto para llegar cuanto antes a casa, donde nos esperaban los abuelos de Tomás para la cena de Nochebuena. Iba a poner el motor en marcha cuando Tomás sale de su mutismo y me dice:
—Mirá, papá, ese pobre perrito, ¡qué flaco está!
Miro hacia donde me señala mi hijo y reconozco al cachorro por su inconfundible mancha negra.
—Pero si es Pulquete, el cachorro que tiraron a la calle desde un auto. ¿Te acordás que te lo conté? Fue antes de que se perdiera Budy. Qué desmejorado está, pobrecito.
—Mirá como nos mira, papi, como si quisiera venir con nosotros…
—No, Tomás… no podemos…
—Quiero acariciarlo papá, por favor… ¡Vení, perrito…!
Yo sabía que si Tomás acariciaba a ese cachorro tendríamos que llevarlo a nuestra casa. ¿Pero cómo negarle ese gesto de ternura después de lo que había sufrido? Nos miramos resignadamente con mi esposa y asentimos en silencio.
Tomás bajó del auto y acarició efusivamente al cachorro. Había que verlo a Pulquete, estaba loco de alegría, movía la cola, le lamía las manos y la cara, saltaba feliz, se tiraba panza arriba.
—Papá, está hambriento, tenemos que darle de comer.
—Está bien, lo llevamos a casa.
Tomás, entusiasmado y feliz como no lo habíamos visto en semanas, trató de inducir al cachorro a que subiera. Pero para nuestra sorpresa, Pulquete no avanzó. Tomás insistió en llamarlo, pero el perrito, lejos de subir al auto amagó con alejarse. Se puso a ladrarnos como si quisiera decirnos algo. Se alejaba de nosotros, se detenía y nos ladraba. Su comportamiento era muy extraño. Tomás intentó agarrarlo, pero apenas se le acercó, el cachorro corrió para volver a detenerse y a ladrarnos varios metros adelante. Tomás quería ir tras él, pero se nos hacía tarde y no podíamos perder más tiempo.
—Tomás, es muy tarde, vamos a casa.
—¡Papá, por favor…!
—Dejalo, está claro que no quiere venir con nosotros.
Puse el motor en marcha y Tomás se largó a llorar. Pulquete ya había doblado la esquina.
Lo que sucedió a continuación todavía hoy nos emociona: el motor del auto se detuvo y no hubo forma de hacerlo arrancar. Tomás lloraba en el asiento trasero y adiviné que mi esposa, con la cara vuelta hacia la ventanilla, también dejaba correr algunas lágrimas silenciosas.
En eso oímos unos ladridos familiares.
—¡Papá, papá! —gritó Tomás— ¿Ese no es Budy?
—¡Por el amor de Dios, sí, es Budy! —exclamó mi esposa.
Era nuestro querido Budy, nomás. Había reconocido el automóvil y venía corriendo desde la esquina a toda velocidad. Y detrás de él, ladrando entusiasmado, venía Pulquete, el cachorro abandonado que no quiso abandonar a su amigo y por eso había tratado de hacernos entender que debíamos esperarlo hasta que él lo fuera a buscar.
Y adivinen qué pasó cuando los dos perros estaban ya dentro de nuestro automóvil y todos llorábamos y reíamos de alegría: el motor arrancó apenas giré la llave. Fue como si algún ángel de Navidad, un ángel tal vez de los animales, ¿por qué no?, hubiera dicho con una dulce sonrisa: «Bueno, ahora sí se pueden ir todos a casa a celebrar la Nochebuena».
Diciembre 2003
© Enrique Arenz (Prohibida su reproducción)