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Medicina moderna: la extraña alianza entre la vocación y el afán de lucro

El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz

Capítulo 5º

Leí con espanto una vez en el diario (creo que fue en 1991, todavía debo de tener el recorte en algún lugar) un breve cable que decía: «Premios Nobel de todo el mundo, reunidos en Francia, declararon que los laboratorios no deberían producir medicamentos por lucro sino con fines humanitarios».

¿Podría concebirse criterio más superficial y prejuicioso en personalidades tan notables? Yo no puedo imaginar lo que sería hoy la medicina moderna sin la participación de capitales privados movidos por el afán de lucro. Seguramente no tendríamos analgésicos, vacunas ni antibióticos al alcance de millones de enfermos de toda condición social.

¡Por suerte la medicina es un lucrativo negocio en los Estados Unidos y en algunos otros pocos países capitalistas! De no ser así sólo los ricos y poderosos tendrían acceso a esas drogas milagrosas. Ni aspirinas encontraríamos en los quioscos.

En los Estados Unidos los seguros de salud y la medicina cotizan sus acciones en la bolsa de comercio. Millones de ahorristas contribuyen al avance de la ciencia comprando acciones de las empresas del sector, atraídos, naturalmente, por las expectativas de ganancia. Y no por casualidad esta gran nación es la proveedora de los mayores adelantos en materia de tecnología hospitalaria y farmacológica (1).

Allí inventaron maravillas como la tomografía computada, las aplicaciones de la fibra óptica, la microcirugía con rayo lasser, la ecografía, la medicina nuclear, la resonancia magnética, el interferón. Allí acaban de llevar a la práctica una genial teoría del científico argentino y premio Nóbel de Medicina 1984, Cesar Milstein, la llamada «Bomba inteligente» contra el cáncer, consistente en la combinación de una droga binaria, la doxorubicina, unida a un anticuerpo monoclonal, el BR-96, que en pocos años contribuirá a derrotar esa terrible enfermedad. Es allí donde se está investigando el mapa genético humano (Genoma), hazaña intelectual complejísima que posibilitará en veinte años conocer la causa de todas las enfermedades. Es en Estados Unidos, en fin, donde se producen las dosis masivas de vacunas que se distribuyen en Asia y África. ¿Por qué en los Estados Unidos y no, por ejemplo, en Rusia, en Gran Bretaña o en Suecia? Por una razón muy simple: mientras en estos tres países la medicina está socializada, en los Estados Unidos la industria de la salud compite en un mercado libre y relativamente desregulado, distribuye dividendos y paga impuestos.


¿Esto quiere decir que el sentimiento humanitario y el amor a la ciencia están ausentes en los Estados Unidos? Todo lo contrario: está demostrado que allí la vocación científica pura encuentra el clima ideal para su expansión. Si el lucro fuera el único estímulo, la única fuerza impulsora del triunfo de la ciencia sobre las enfermedades, nadie habría descubierto o inventado nada importante.

El auténtico hombre de ciencia no piensa en la ganancia monetaria cuando investiga en un laboratorio. Su única pasión es su trabajo: quiere hallar la manera de aliviar el sufrimiento humano. Pero para poder alcanzar esta elevada meta necesita medios económicos y tecnológicos que le permitan aplicar su talento en forma efectiva, sin limitaciones ni incomodidades, y esos medios sólo puede proporcionárselos el capital privado.

Los buenos tiempos en que un genio como Fleming, encerrado en un modesto y desordenado laboratorio, descubría la penicilina en forma poco menos que casual, no habrán de volver. Es verdad que Fleming no necesitó asociarse con ningún capitalista para hacer un servicio tan grande y desinteresado a la humanidad. Pero, pensemos: ¿cómo habría sido posible que la penicilina llegara a todo el mundo y salvara a millones de seres humanos si alguien con suficiente capital y experiencia comercial no se hubiera interesado en producirla y distribuirla en cantidades industriales?

Aun en los tiempos de Fleming fue necesaria la beneficiosa y extraña alianza entre la ciencia y el capital -o, si se prefiere, entre la vocación desinteresada y el afán de lucro- para que el ideal de amor a la humanidad no fuera una mera declamación sin efectividad práctica.

Pero hoy en día las cosas son todavía más complejas. No sólo la producción masiva de los medicamentos requiere capital y talento empresarial, sino que la misma investigación es imposible sin computadoras, modernos laboratorios y equipos interdisciplinarios de técnicos y científicos que ante todo deben ser bien remunerados para que se consagren sin sobresaltos ni preocupaciones a su noble tarea de buscar la forma cada vez más perfeccionada de suprimir la enfermedad y el dolor.

Y esto sólo puede lograrse con inversiones de riesgo de miles de millones de dólares. Y francamente cuesta imaginar a millones de pequeños y medianos ahorristas norteamericanos (amas de casa, jubilados, trabajadores) comprando acciones de tal o cual laboratorio socializado nada más que por hacer el bien sin mirar a quién.

Una utópica medicina de objetivos sociales químicamente puros, desprovista de todo vínculo comercial, produciría muy pocos beneficios a la sociedad, y esos magros resultados no estarían seguramente al alcance de los pobres.

La Argentina tiene hoy una inmejorable oportunidad de sumarse a los pocos países que no se han dejado seducir (todavía) por el absurdo sueño de los intelectuales de izquierda de divorciar al talento de su aliado el capital. Haber reconocido legalmente el derecho de propiedad intelectual (no por mérito de nuestros políticos sino por presión de los Estados Unidos) ha sido una condición indispensable para alentar la investigación que nuestros notables científicos podrán desarrollar cuando el capital privado se decida a asociarse con ellos.

Tenemos potenciales ventajas comparativas en materia de producción y exportación de inteligencia. Nuestras posibilidades en este campo inexplorado dependen de la educación y de la libertad.


(1) No obstante existen excesivos controles estatales en la investigación y comercialización de medicamentos en los Estados Unidos que retrasan considerablemente la aparición de nuevas drogas y vacunas contra enfermedades todavía incurables. En el libro Libertad de elegir de Rose y Milton Friedman (Editorial Grijalbo), el lector podrá encontrar interesantes detalles sobre estas trabas burocráticas que sólo perjudican a la salud pública mundial.

 

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