La pulsera de plata
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz
No tuve ningún presentimiento, ningún temor, ni la más leve inquietud. Al contrario, me sentí muy feliz cuando Martín me llamó por teléfono para invitarme a cenar en su casa. Su madre no terminaba de aceptarme, pero ese día, seguramente para complacer a su hijo, había decidido cambiar de actitud y cocinar para mí.
Cuando esa noche llegué a su departamento no fue Martín quien salió a recibirme. La puerta se abrió con desacostumbrada brusquedad y apareció frente a mí la sonriente y atlética imagen de Orestes. Esa inesperada presencia me sobresaltó y me provocó la primera sensación ingrata de la noche.
Tal vez yo estaba ese día predispuesto a ver las cosas torcidas, pues de otra manera no me habría fastidiado tanto encontrarme con ese antiguo amigo de Martín, quien, según él mismo se apresuró a explicarme, había pasado por allí de visita, como solía hacerlo de tarde en tarde, y Martín había insistido en que se quedara a cenar con nosotros.
¿Qué puede haber de malo en ese espontáneo y civilizado gesto de hospitalidad? Nunca antes me habían molestado las frecuentes visitas de Orestes a la casa de Martín, pues sabía que ambos eran como hermanos desde muy jóvenes.
No hay por lo tanto una razón aceptable que justifique o por lo menos explique lo que me sucedió. Acaso me afectó tener que aceptar que yo no sería el único agasajado de la noche. Pero me parece que lo que más me disgustó fue la decisión de Martín de invitarlo a Orestes sin haberme consultado, desconsideración que no pude menos que asociar a otros episodios similares en los que siempre me sentía subestimado por él. En fin, ¿de qué vale ahora sacar conclusiones? Haya sido por una causa o por otra, esa noche me sentí repentinamente succionado por uno de mis habituales pozos depresivos.
2
La velada fue espantosa. Durante toda la cena permanecí callado, pronunciando alguno que otro monosílabo cuando alguien me preguntaba algo, en tanto que Martín, habiendo advertido con preocupación mi estado de ánimo, procuraba disimularlo hablando lo más animadamente posible.
Yo traté, lo juro, de salir de ese repentino agobio, y reconozco que Martín se deshizo en vanos esfuerzos por ayudarme en el intento. Pero todo fue inútil: terminé como de costumbre en las profundidades de ese oscuro agujero, enmudeciendo por completo.
Cuando me ocurren estas cosas suelo abstraerme progresivamente hasta quedar insensibilizado de cuanto me rodea. Esa noche había entrado en una especie de sopor, en un raro aletargamiento que me mantuvo aislado de aquellas personas durante un tiempo indeterminado. Era como si volara, tal la sensación de atonía e ingravidez que se había apoderado de mí. Recuerdo no haber escuchado, durante esos minutos iniciales, otro sonido que el de los cubiertos, pues la cena se había iniciado, por mi culpa, con prolongados silencios y tensas formalidades.
Grande habría de ser mi sobresalto cuando un bullicio repentino que pareció estallar sin transición en mis oídos, me trajo bruscamente a la realidad. Nada anormal había ocurrido, sólo que la silenciosa cena se había ido animando sin que yo lo percibiera, y ese hecho tan trivial me produjo un efecto devastador. Me sobrecogió descubrir que Orestes, Martín y su madre jaranearan como si nada hubiera ocurrido. ¡Habían logrado excluirme como si yo no existiera! Me sentí como un ebrio miserable que despierta sobresaltado de su modorra y descubre que los demás no le prestan atención. Dominado por la angustia y el bochorno, quedé ridículamente paralizado, avergonzado de mi estúpida conducta, con mis mejillas ardiendo y los ojos clavados en el plato que alguien había puesto silenciosamente delante de mí.
Pero esto no había sido más que el comienzo. Nuevos y pequeños incidente se irían encadenando caprichosamente para agravar las cosas. La conversación se hizo cada vez más animada. Se recordaron jugosas anécdotas de viejos tiempos que yo no había conocido (Martín y Orestes andaban por los cuarenta y tantos años —yo tengo treinta y tres— y habían trabajado en la misma empresa durante mucho tiempo). Recordaron las relaciones de fulana con el esposo de mengana; o aquella vez en que la loca de Esther fue a bailar con el grupo de la oficina y en eso cayó el marido quien la pescó apretada al calentón de su jefe bailando un bolero, y ahí nomás la cagó a bofetadas, mientras ella, con gesto teatral, fingía desmayarse. De la risa casi no podían ni hablar.
Orestes, que era un gran conversador y un excelente bromista, comenzó a hacer chistes de subido tono que en otros momentos me habrían parecido inofensivos, pero que bajo la presión de aquellas circunstancias se me antojaron demostraciones de escandalosa intimidad. No sé si fueron los chistes o la manera como los festejaba Martín lo que me resultó más ultrajante. Pero a partir de estas últimas escenas una oscura voz interior comenzó a susurrarme ciertas insinuaciones escalofriantes. Poco a poco fue creciendo dentro de mí una monstruosa sospecha. Esa extraña familiaridad, esa animada conversación, esas bromas obscenas que hacían reír tanto a Martín no podían tener sino un solo significado: Orestes y Martín eran algo más que amigos. La espantosa idea relampagueó en mi cerebro. «¡Dios mío, cómo pude ser tan necio!» . Ahora tomaban un claro sentido para mí ciertas miradas de extraña expresividad que en más de una oportunidad había creído observar entre ellos. Y hubo otros indicios, ¡claro que los hubo! Sin ir más lejos, ¿cuántas veces me había hablado de Orestes sin ocultar la honda admiración que despertaban en él su inteligencia y su carácter? ¿Acaso no lo tenía por un ser excepcional, nombrándolo vuelta a vuelta con un respeto que jamás había demostrado sentir por mí?
Esta revelación me abatió por completo. Ya no me quedaba ánimo ni para respirar. ¿Qué podía hacer? ¿Levantarme e irme? No me sentía con fuerzas suficientes para hacer algo así. No tenía valor para nada, ni siquiera para pedir que me alcanzaran la botella de vino, y mi copa estaba vacía desde hacía media hora sin que nadie se preocupara por ello.
Pero podía pensar, eso sí (afiebradamente, enajenadamente, pero pensar al fin), y con el pensamiento suelo sentirme bastante poderoso. Decidí entonces darle a Martín una merecida lección: abandonarlo. Sí, eso haría. Él siempre me había amenazado con dejarme, y hasta lo había intentado una o dos veces en que debí suplicarle que no lo hiciera. Pues bien, yo tomaría esta vez la iniciativa.
La animosa conversación no decaía en ningún momento. Ahora hablaban y se reían los tres a la vez. A mí ni me miraban. Sintiéndome calmo, me dispuse a esperar pacientemente que la sobremesa llegara a su fin.
3
Por suerte no bien tomamos el café, Orestes se despidió de nosotros y se marchó. Se produjo en la casa un silencio espectral. La madre de Martín levantó calladamente la vajilla y se fue a la cocina.
Sin decir palabra, Martín y yo nos sentamos uno frente al otro en los sillones del living. Por primera vez él me miró fijamente. ¡Cuánta rabia había en sus hermosos ojos!
—Bueno, supongo que me vas a decir que carajo fue lo que te pasó esta noche —me dijo groseramente. Estaba pálido, no parecía él, sus ojos tenían un brillo quebradizo y sus facciones se veían feamente alteradas por extrañas sombras que contrastaban con su palidez.
No le contesté. Jamás lo hago cuando me pongo así. Además, ¿para qué hacerlo? ¿No sabía Martín acaso lo que yo pensaba? ¿Para qué seguir fingiendo si ya todo había quedado al descubierto? El no podía ignorar lo que me pasaba, pero insistía en su interrogatorio. Tenía la voz enronquecida y vacilante, signos que anticipaban la inminencia de un estallido de furia. Siempre había sentido temor al verlo en ese estado, pero me dije que esta vez no me importaba nada, total, todo había terminado. Una y otra vez repitió su pregunta. Por momentos sus llameantes ojos se humedecían y su voz se quebraba sofocada por reprimidos sollozos de rabia. Yo permanecí mudo, mirándolo fijamente, desafiante y orgulloso, decidido a no hablar una sola palabra. ¡Nunca más lo haría! Me sentí un héroe. Había decidido romper nuestra amistad esa misma noche y eso era exactamente lo que iba a hacer. ¿Qué futuro podía haber en una relación así? Si todo estaba muy claro desde meses atrás. Por ejemplo: ¿cuánto tiempo hacía que había dejado de usar la pulserita de plata que yo le había regalado? Nunca me atreví a pedirle explicaciones por esto, pero siempre había sospechado una sutil intención reveladora en esa actitud. Martín poseía todas las sutilezas de la feminidad y es sabido que las mujeres siempre hallan una manera indirecta de hacerle ver las cosas a los hombres. Somos nosotros quienes por engreimiento o cobardía nos resistimos a interpretar su lenguaje críptico. Martín había dejado de amarme, y a tantas humillaciones sólo faltaba sumar la última: ser arrojado como un perro. Ah, pero eso no ocurriría, pues yo me encargaría de abandonarlo a él. No hay peor cosa que hacerle eso a una mujer, y Martín se merecía como ninguna esa afrenta. Me puse de pie.
—Martín —le dije con fingida serenidad—, lo nuestro terminó. ¿Está claro? Estoy harto de vos; no quiero verte más.
El efecto fue demoledor. Sin duda él no esperaba algo así. Quedó petrificado. Sus rasgos se transfiguraron. Su irritación de segundos antes desapareció de sus ojos y vi asomar en ellos una conmovedora expresión de asombro, de honda consternación. Aquella mirada me sacudió. Vacilé por un segundo. Creo que estuve a punto de arrojarme a sus pies y pedirle perdón de rodillas. Pero esta flaqueza se disipó enseguida. Temiendo claudicar intenté retirarme de allí lo más apresuradamente posible. Lo dicho, dicho estaba. Tenía que evitar la tentadora retractación. Martín me cortó la salida colocándose delante de mí.
—Roberto… por favor, por favor… ¿qué es lo que ocurre? ¿Estás loco? ¡Qué te pasa, por Dios…!
¡Si ustedes imaginaran el tono de súplica con que pronunció estas palabras! ¡Si hubieran visto esa expresión de tristeza casi infantil! ¡Ah, que cerca estuve de bajar humildemente la mirada y volver a sentarme! Pero me sobrepuse y logré evitar esa peligrosa recaída. Desgarrándome por dentro, junté fuerzas y le contesté con el tono más despreciativo que mi feroz voluntad destructiva fue capaz de acuñar en ese momento:
—Vos sabés muy bien lo que ocurre, así que basta de hipocresía. De aquí en adelante podés hacer lo que se te antoje. ¿No es eso lo que siempre quisiste? Bueno, ahora vas a poder revolcarte con quien quieras sin que nadie te controle. Vas a ser una loca totalmente libre. Adiós.
Lo aparté bruscamente y salí del departamento con paso firme y con el corazón golpeándome la garganta. Martín se precipitó tras de mí.
—¡Roberto, no te vayas así! ¡Tenés que decirme qué sucede! ¡¡Roberto…!!
Sin escucharlo, comencé a bajar por la empinada escalera que conduce rectamente desde el departamento del primer piso hasta la planta baja. No había llegado ni a la mitad de la escalera cuando Martín me alcanzó y me detuvo tomándome enérgicamente por el brazo. Con violencia inaudita me obligó a enfrentarlo. ¡Ah, si ustedes supieran con que mirada me interrogó! Nunca olvidaré ese destello de intenso odio que heló mi sangre. En ese momento pensé que era una pena que Martín no hubiese sido capaz de mantener la expresión triste y asombrada de unos momentos antes; aunque ahora creo que fue más que una pena, fue una verdadera tragedia que no lo hiciera, pues seguramente yo habría terminado por ceder ante esa mezcla de ternura y desamparo…, y no hubiese ocurrido lo que ocurrió. Me enfureció en cambio comprobar qué poco le duraba la dulzura conmigo.
4
Recuerdo que yo tenía puesta una camisa de mangas cortas (era una noche calurosa); Martín, que usaba uñas largas, afiladas y bien cuidadas, me había tomado por mi brazo izquierdo. Yo quedé de espaldas a la pared, con mi mano derecha apoyada en el pasamanos de la escalera. Noté que le costaba hablar, las palabras se le retorcían en la garganta.
—No te vas a ir… hasta… que me digas lo que te pasa, ¡entendés!—dijo dificultosamente con voz ronca y temblorosa.
Me asombró la tremenda presión de su puño. Era increíble que un ser tan delicado y frágil pudiera tener tanta fuerza. Sus ojos despedían llamaradas de rencor. Comprendí que aquella tremenda energía brotaba desde los abismos más profundos de su alma, como si todos los odios, angustias y rencores de su vida estallaran en una crepitación colosal. Ansioso por irme y terminar con todo aquello, tironeé con todas mis fuerzas para zafarme de esa garra salvaje pero fue inútil.
—¡Vas a hablar, Roberto, vas a hablar!
Yo no le contesté; quedé mirándolo con aires de quien dice: «Bueno, aguantemos esta escena, pero que sea pronto porque ya estoy harto». Martín seguía apretando. Comenzó a preocuparme la forma gradual y continua como él iba incrementando la presión; parecía una prensa a la que se hace girar lentamente el tornillo. Tuve un ligero estremecimiento cuando sentí que sus puntiagudas uñas comenzaban a atravesar la piel. «¿Tendré que golpearlo?», pensé, pero la idea me espantó. Di un nuevo sacudón, calculando que esta vez fuera sorpresivo y lo suficientemente violento como para vencer esa increíble resistencia, pero volví a fracasar y sólo conseguí que acelerara el estrujamiento. Involuntariamente dejé escapar un gemido. El dolor era ya insoportable.
—¡Soltame! —grité mientras hacía nuevos e inútiles movimientos bruscos para liberar mi brazo.
—¡Me vas a decir qué fue lo que te hice, hijo de puta!
Sentí pánico. Las uñas seguían penetrando en la carne. Un resto de orgullo me obligó a fingir que podía soportar esa tortura. Me resultaba inadmisible que una persona tan suave me estuviera dominando físicamente.
—¡Me vas a decir qué te pasa, basura! ¡Me vas a decir qué te pasa! —repetía fuera de sí. Vi con horror una veta de insania en sus ojos. Su puño acerado seguía flagelándome espantosamente. Comprendí que estaba inerme a merced de esa furia desconocida. El dolor era atroz y se intensificaba implacablemente. Pensé que no podría resistirlo mucho tiempo más. Acabaría rogándole que no continuara apretando, tal vez lloraría como un chico. Mi indefensión era total. Comencé a transpirar y a temblar convulsivamente. Sentí que iba a doblegarme. Él también lo advirtió.
—¡De rodillas! —rugió— ¡Quiero verte de rodillas!
Encorvado, volví el rostro hacia la pared para ocultar una horrible mueca de dolor, y en esa triste posición resistí todavía unos segundos más. Cuando sus uñas comenzaron a rozar el hueso me derrumbé. Enloquecido de dolor, sollozante, totalmente quebrantado, comencé a doblar las rodillas lentamente. Lo miré con desesperación y vi sus ojos cristalizados que contemplaban con diabólico placer mis abyectas contorsiones. Mi rodilla tocaba ya uno de los peldaños cuando un último vestigio de arrogancia me impulsó a intentar reincorporarme. Lo tomé frenéticamente por su abundante cabellera entrecana con mi mano derecha, pero al soltar el pasamanos trastabillé. Los dos perdimos el equilibrio y rodamos escaleras abajo. Uno sobre el otro nos precipitamos ruidosamente hacia el pequeño zaguán de la planta baja. Yo quedé de espaldas en el piso y Martín encima de mí. Increíblemente la caída no había modificado la situación. Él continuaba apretando. Lo golpeé entonces ferozmente con mi puño derecho, pero Martín, sin soltarme, hundió su rodilla en mis testículos. Enceguecido, inmovilizado por el bárbaro golpe, sólo atiné a suplicarle con voz ahogada que no me dañara, que no volviera a golpearme así. «¡Por favor… Martín… no me lastimes!», imploré ignominiosamente.
Pero mis súplicas sólo exacerbaron su locura. Martín volvió a golpearme con su rodilla una y otra vez. Gruñendo como una bestia quiso morderme la nariz, pero pude ladear la cabeza a tiempo. En el suelo había una piedra usada para trabar la puerta. Sin saber lo que hacía, la tomé y lo golpeé con ella una, diez, cien veces, hasta que su cabeza quedó destrozada. Sentí con alivio que su mano había cesado de apretar. Traté de librarme de ella pero fue inútil: sus uñas estaban profundamente incrustadas en mi carne y la mano no se había relajado.
En ese momento no me hice cargo de la espantosa gravedad de lo que acababa de suceder. Sólo pensaba en desprender esa mano de mi brazo. Recordé que Martín guardaba en uno de los cajones de la cocina un cuchillo de carnicero bien afilado. Podría cortar la mano. ¿Qué otra solución había? El problema era llegar hasta la cocina, pues debía subir los dieciocho escalones arrastrando el cadáver. Intenté cargar el cuerpo, pero eso me exigiría adoptar una posición que agudizaría insoportablemente el dolor de mi brazo. Opté entonces por arrastrarlo lentamente, escalón por escalón. Demoré bastante en llegar arriba, pero finalmente lo logré. No quise volver a mirar la cara de Martín. «Tendrán que tapar el cajón, es una lástima», pensé. Un impresionante hundimiento ocupaba el lugar de su frente, su nariz ya no existía y sus ojos no se veían, cubiertos como estaban por una pasta viscosa de sangre y masa encefálica.
Cuando la madre de Martín, que ajena a todo estaba lavando los platos, me vio entrar arrastrando el estropeado cuerpo de su hijo, quedó paralizada por el horror. Le expliqué que había tenido que matarlo porque no me quería soltar el brazo y que ahora no me quedaba otro remedio que cortar su mano para poder irme. La pobre vieja seguía inmóvil, pálida y temblorosa, mirando el cuadro con ojos alucinados. Su garganta dejaba escapar un lúgubre quejido, monótono e interminable. Sin prestarle atención abrí el primer cajón de la mesada y tomé el cuchillo. Estaba bien afilado pero me resultaba sumamente difícil cortar aquella muñeca por lo incómodo de la posición. La llamé a la mujer y le pedí que me ayudara. No me hacía caso. Al insistir yo con voz enérgica, salió de su inmovilidad y comenzó a gritar histéricamente: ¡Asesino, asesino!. Como una bestia enloquecida se abalanzó sobre mí. Cuando comprendí que no podría contar con su ayuda, la aparté violentamente y continué con mis arduos esfuerzos para seccionar aquella mano. La hoja del cuchillo resbalaba en el hueso. Torpemente procuré hallar la coyuntura de la muñeca. Si lograba introducir el acero en ese intersticio todo terminaría enseguida.
La mujer estaba otra vez sobre mí. ¡Asesino, asesino!. Había tomado un objeto metálico, quizás una sartén o algo parecido, y me golpeaba. Traté de cubrirme, pero uno de los golpes me dio de lleno sobre una oreja. Mi reacción fue como un rayo: sin pensarlo le abrí el vientre de una certera cuchillada. Se quedó mirándome como atolondrada; luego gimió y se desplomó ruidosamente.
Concentrado nuevamente en mi faena, logré por fin seccionar la mano de Martín.
5
No sé muy bien lo que ocurrió luego. Sólo recuerdo confusamente que salí a la calle aterrorizado y corrí, corrí durante horas en medio de la oscuridad, sin rumbo, sin lucidez, hasta que, guiado quizás por el instinto, llegué hasta mi propio departamento.
Recuerdo muy débilmente que lo primero que observé cuando encendí la luz fue la mano de Martín, crispada, horriblemente blanca, con sus filosas uñas firmemente hundidas en mi brazo. Tuve un sobresalto al observar que llevaba la pulsera de plata. ¿La había vuelto a usar esa noche? ¿Cómo no había reparado en tan significativo hecho? Quise deshacerme de esa mano pero me fue imposible. Mi brazo se había congestionado de tal manera que el menor movimiento de esas uñas clavadas como agujas me provocaba un dolor indescriptible.
Extenuado, afiebrado, enfermo, me tiré así como estaba sobre la cama.
No sé si me dormí o me desvanecí, ni durante cuanto tiempo estuve en ese estado. Tampoco puedo precisar si soñaba o deliraba cuando en un momento dado (tal vez fue ayer, no lo sé) creí despertar. Lo primero que hice fue mirar mi brazo izquierdo. Con sorpresa descubrí que la mano de Martín ya no estaba allí. «Tal vez se aflojó y se desprendió», pensé. Intrigado, hice un esfuerzo y me incorporé levemente. Entonces la vi. Sé que es muy difícil de creer —por eso sospecho que debió de haber sido un sueño—, pero allí estaba, suave y delicada como siempre, adornada con mi pulsera de plata, más expresiva y amorosa que nunca, reposando tiernamente sobre mi mano derecha, con sus finos dedos ligeramente entrelazados con los míos, como si me acunara en aquel momento de tristeza y absoluta soledad.
Pero repito que eso debió de haber sido un sueño, pues ya no volví a ver esa mano por ninguna parte, lo cual no deja de ser llamativo. También es curioso que mi brazo no presente ahora ninguna lastimadura, ninguna cicatriz, ninguna señal que delate el tremendo desgarramiento a que fue sometido.
Todo es muy confuso, muy irreal. Todo menos esos pasos que se acercan. Creo que son ellos. Sí, no hay duda, se trata de sus lentos y precavidos pasos de siempre. Tengo que esconder este cuaderno. Creo que si vuelvo a la cama lograré convencerlos de que aún sigo durmiendo. Así se irán y me dejarán en paz.
© Enrique Arenz 2000.
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