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La mujer de los ojos tornadizos

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

 

1. Un extraño reencuentro

 

Una tarde de 1976 un señor canoso de anteojos abrió suavemente la puerta de mi estudio jurídico y asomó su cabeza sonriente.

—Salud, mi estimado colega; supongo que no te habrás olvidado de mí…

—¡Germán, no lo puedo creer! —exclamé al reconocerlo—; Volviste al pago…

El señor canoso era Germán Aliaga, un antiguo amigo, escritor, a quien no había visto en más de veinte años. Sentí al instante la caricia de lejanos recuerdo de mi adolescencia, y hasta llegué a percibir, con asombrosa nitidez, el fresco aroma de aquellas épocas juveniles cuyas noches consumíamos en interminables charlas sobre literatura y política.

Habíamos sido entrañables e inseparables, hasta que una implacable madurez se empeñó en distanciarnos. Él se fue a vivir a Buenos Aires (quería publicar y ser famoso) y yo, menos audaz —o más «centrado», como dicen las comadres— me quedé en Villa Carlos Paz donde me instalé y me acredité como abogado. Pasó el tiempo y un buen día vi con sorpresa —y también con cierta punzada de envidia— su nombre escrito en la tapa de un libro. Con los años me fui acostumbrando a encontrar en las librerías algún nuevo libro suyo, aunque nunca compré ni leí ninguno.

Cuando me visitó aquella tarde los dos pasábamos levemente de los cuarenta y cinco años. Noté que estaba intranquilo, como si lo agobiara alguna preocupación. Hablábamos ya animadamente cuando esa perturbación se fue haciendo cada vez más notable.

Comencé a sospechar que su visita no se debía al solo placer de un reencuentro prescindible. Enseguida agotamos las cortesías: ¿Cómo van tus cosas? ¿Te casaste? ¿Vos también? ¿Hijos…? ¿No?, igual que yo. Mi esposa también es abogada. Pero mirá vos… Y se produjo el esperable silencio. Le pregunté sin vueltas: ¿Qué te anda pasando, hermano? Me miró indeciso, quedó callado unos segundos y suspiró.

—Mirá, Enrique, no sé como decírtelo…; me ocurrió algo…; fue una cosa insólita, tan fuera de lo común… que me acordé de vos…

—Bueno, me siento muy halagado —dije en tono de broma como para aflojar un poco el nerviosismo—. ¡Después de veinte años te acordaste de mí porque te ocurrió algo fuera de lo común!

Germán forzó una sonrisa.

—No, no quise decir eso; te aseguro que siempre te recuerdo sin necesidad de que me pasen cosas raras. Sólo que esta vez fuiste la única persona en la que pude pensar…

Experimenté curiosidad e inquietud al mismo tiempo. Germán siguió hablando:

—No sé si sabrás que sigo escribiendo —sonrió pudorosamente—; y vos también, supongo…

Asentí con la cabeza.

—Tal como lo hacíamos en los viejos tiempos —prosiguió—; ¿Te acordás del taller literario del Ateneo? Nuestras cotidianas visitas a Juan Filloy ¡Qué épocas! Bueno, he publicado algunos libros; qué se yo, creo que no me ha ido del todo mal; vos sabés que es más cuestión de suerte que de talento, y en Buenos Aires tenés todas las posibilidades…

Quería hablarme de su relativo éxito evitando alardes que pudieran lastimarme. Lo ayudé inmediatamente.

—Por supuesto —respondí fingiendo un interés que en verdad no sentía—, acabo de ver un libro tuyo recientemente editado, creo que se llama…

Historias de amor y fracaso —se apresuró a decir—. Precisamente con ese libro comenzó todo. Estuve trabajando en él más de un año. Se trata de un conjunto de cuentos en los cuales intenté combinar lo ingenuamente romántico con lo erótico, lo psicológico con lo fantástico, elementos todos ellos que actúan en forma simultánea y en planos superpuestos, como los acordes y el contrapunto en la música. Sobre los temas de estas narraciones no hay mucho que decir: algunos nacieron exclusivamente de mi imaginación, pero otros fueron tomados con bastante fidelidad de antiguos recuerdos personales, vos sabés, mis relaciones con Adriana, (¿te acordás de Adriana?), mi atormentado romance con Estefanía, en fin, recuerdos tiernos y a la vez desgarradores de mis épocas de soltero. Sobre esas simplezas tejí complejos armazones donde el sexo, la locura y el fracaso se encadenan caprichosa y absurdamente. Antes de mandarlo a la imprenta le hice leer el original a mi esposa para que me diera su opinión… Mirá, Enrique… ¡para qué lo habré hecho! Ahí comenzó todo.

—Ya sé —exclamé tentado de risa—, no me digas más nada, tu esposa no soportó la descripción de las ardientes escenas de amor que viviste con otras mujeres en el pasado; ¿a qué escritor no le ha ocurrido eso?

—No, Enrique, no fue así, y eso es lo paradójico. Ella leyó los doce primeros cuentos sin ningún problema. Te digo más, a medida que los iba leyendo me preguntaba divertida (es una mujer inteligente) si tal historia o aquella otra eran verídicas, ya que creía adivinar mi identidad tras el nombre ficticio de algunos enamoradizos y angustiados personajes. Hasta aquí todo ocurrió normalmente. Pero cuando llegó al último cuento titulado Una noche muy especial, reaccionó de una manera espantosa. Se puso loca. Me gritó, me exigió explicaciones ridículas sobre lo que había escrito. Sentí pánico. Si hubieras visto la expresión de sus ojos…

—¿Por qué reaccionó así?

—No me lo dijo con claridad, creo que pensó que la historia era verídica y reciente… y que los hechos narrados habían ocurrido a espaldas de nuestro matrimonio.

—¿Pero no eran recuerdos del pasado?

—Ni siquiera eso. En algunos cuentos anteriores, sí, pero en este último no. Allí yo describo en primera persona las extrañas circunstancias de una relación íntima con una compañera de trabajo, relación que te aseguro jamás existió, ni ahora ni en el pasado. Simplemente se trató de un sueño, alimentado quizás, no te digo que no, por algún recóndito deseo inconsciente, pero sueño al fin. Todo lo soñé una noche como se sueñan tantos disparates, aunque esa vez las imágenes soñadas fueron de una intensidad demoledora. Por eso me sirvieron de inspiración, de idea global. Se lo juré, pero no parecía entender lo que yo le explicaba. Estaba loca, loca…

Germán hizo una pausa. Lo contemplé en silencio… y con escepticismo.

—A raíz de aquel incidente —continuó— la salud de mi esposa fue decayendo hasta que tuve que internarla con un cuadro depresivo profundo. Se recuperó, a Dios gracias. Pero mirá lo que pasó. Estando la pobre convaleciente venció el plazo para la entrega del original a la editorial y tuve que apresurarme a cumplir el compromiso. Por supuesto que antes de hacerlo suprimí de la carpeta el cuento número trece y lo guardé con la idea de publicarlo en una ocasión más propicia. Pasó el tiempo, el libro se editó y ella se fue rehabilitando poco a poco. Hicimos un viaje, planeamos cosas para el futuro, hablamos de nuestros sentimientos como no lo habíamos hecho en diez años, y por primera vez me sentí verdaderamente amado por mi esposa. No habíamos vuelto a mencionar el cuento que la enfermó, y yo ya casi me había olvidado del episodio, hasta que anoche volvió a suceder. Estaba ella ordenando mi escritorio cuando encontró en uno de los cajones el desdichado original. ¿Y qué creés que ocurrió? ¡Me hizo una escena similar a la anterior! Cuando le recriminé «¡Otra vez con lo mismo!», me contestó que nunca antes había leído esa historia, y hasta me acusó de querer hacerla pasar por loca. ¿Te das cuenta, Enrique? Está otra vez en un estado lamentable. Tal vez haya que internarla nuevamente, no sé, estoy tan desmoralizado…

Calló. Sus ojos se habían enrojecido. Se lo veía deprimido y avejentado. Aproveché la pausa para servir un whisky sin hacer ningún comentario. No se por qué, pero me contagiaba su abatimiento. Fue entonces cuando comencé a sentir un tonto deseo de huir de allí, como si presintiera la inminencia de un peligro.

Germán reanudó la conversación.

—Me pasé la noche leyendo y releyendo ese maldito cuento. Quizás de tanto leerlo he comenzado a poner en duda si verdaderamente viví o no lo que narro allí. Creo que yo también voy a terminar enfermo. Amanecía cuando quemé el original y todas sus copias.

—¡Quemaste el cuento! —exclamé azorado.

—Así es —respondió con tristeza.

—Pero Germán, jamás debiste hacer eso.

—Está bien, Enrique, ¿pero qué querés?, no pude controlarme.

Hizo una breve pausa y continuó:

—Sin embargo, con la tonta idea de salvar algo decidí venir a verte. Tomé el primer avión que salía para Córdoba y aquí estoy…

—No te entiendo.

—Te voy a explicar. Esta mañana salí a caminar para despejarme un poco. No podía dejar de pensar en el trabajo que había destruido; fue algo desgarrador, como podrás imaginar. En eso me acordé del antiguo amigo escritor que de joven solía demostrar una envidiable capacidad para recrear cualquier tema o idea que escuchaba o leía.

—¿Te referís a mí?

—Ajá —dijo con una leve sonrisa—. Más de una vez te dije cuánto hubiera deseado tener tu aguda facultad de observación, tu talento para encontrar ideas en las cosas más triviales e insignificantes.

Escuché estos elogios complacido. Sabía que exageraba, pero era sincero y algo de cierto había en lo que decía.

—Decidí venir a verte y proponerte lo siguiente: yo te relato la historia, y vos, si sentís que vale la pena, si te atrapa, la escribís.

—¿Qué cosa…? —pregunté estupefacto.

—Yo te cuento los hechos y vos tomás apuntes. Lo que oigas será casi idéntico a lo escrito. Deseo, por supuesto, que apliques tu lenguaje y tu propio estilo para que la obra sea exclusivamente tuya.

—¿Y cuál es tu interés en que hagamos esto? —pregunté extrañado.

—No lo sé exactamente —vaciló, parecía buscar las palabras—; reconozco que fue más un impulso que una acción consciente. Tal vez por esa idea de salvar algo de la narración, como te dije antes… Pero… creo que puede ser de interés para vos.

Traté de explicarle que la idea, desde el punto de vista literario, era descabellada. Vos sabés, Germán, que lo menos importante de un cuento o de una novela es su argumento. Sí, lo sé. ¿Entonces? Es que en este caso, Enrique, sería el argumento de un escritor desarrollado por otro escritor, una fórmula inédita. Sonreí, ni un aficionado habría propuesto semejante absurdo. Insistí: Germán, en el instante mismo en que yo escriba el primer borrador de tu narración, todos aquellos elementos esenciales e intransferibles de todo creador, la psicología de los personajes, los símbolos, el clima, se perderían y, como diría Sábato, serían reemplazados por mis propios fantasmas… Eso, eso justamente lo que quiero, Enrique.

Hubiera deseado que la discusión literaria no se agotara: sabía que la desviación era artificiosa porque yo estaba derrotado de antemano. Temor y curiosidad era lo que sentía, como si intuyera la existencia de una trampa y al mismo tiempo me fascinara la idea de caer en ella. Acepté finalmente la experiencia. Razoné que Germán necesitaba desahogar sus angustias con alguien y que había inventado una manera ingeniosa para despertar mi interés.

Respiró aliviado cuando le dije que sí. Tomé con desgano un cuaderno de apuntes y un pequeño grabador. Inició su relato en forma pausada, como si intentara recuperar una a una las frases trabajadas y sometidas a la hoguera.

Una advertencia: hubo diálogos entre él y yo que interrumpieron y matizaron la prolongada exposición. En ese momento no me di cuenta de la importancia que esos coloquios tenían, y solamente dos años más tarde descubrí que formaban parte de la historia misma.

 

2. El relato de Germán

—No sé que opinión tendrás vos acerca de los sueños como materia literaria —comenzó diciendo Germán—. En lo que a mí respecta, jamás creí que ninguna de mis pesadillas fuese digna de ser escrita. Sin embargo, cuando tuve aquel sueño sentí el impulso irresistible de escribirlo. Es que en un intolerable momento, los sucesos e imágenes que lo conformaron, traspusieron sus propias fronteras para invadir aterradoramente el ámbito de la realidad.

«Los acontecimientos que vas a escuchar ocurrieron en una isla del Tigre, un sábado entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Fue hace dos años; estábamos en pleno invierno. Esa noche me había acostado con un raro cansancio. Me sentía intensamente abatido. Mi esposa estaba de viaje (había venido justamente a Córdoba, por razones de trabajo), y esa circunstancia debió de influir en mi estado de ánimo. Finalmente me dormí. Entré en un sueño intranquilo, recargado de centelleantes imágenes. Recuerdo que desperté en dos o tres oportunidades y que tuve ambiguas pesadillas relacionadas con la muerte. En una de ellas, una persona con la cara borrosa me comunicaba que una antigua compañera de trabajo de la editorial llamada Julia Rilac, se había suicidado. Desperté angustiado. Comencé a dar vueltas en la cama hasta que volví a dormirme. Enseguida presencie una secuencia de imágenes relacionadas con el sepelio de Julia: multitud de personas sin rostro que alababan la belleza de la muerta, cirios ardientes, rosas rojas y jazmines distribuidas por las exornadas paredes del inmenso y abovedado recinto funerario, música gregoriana con órgano y voces corales («Liberame Domine / de morte eterna…») y una suave neblina con penetrante aroma de incienso. Una elegante alfombra roja bordeada por simétricas hileras de reclinatorios de madera (como en una iglesia), conducía rectamente hacia el blanco ataúd ubicado bajo una gigantesca araña de finos y luminosos cristales. Cuando traté de acercarme a Julia advertí con horror que un impresionante lobo o perro negro gigantesco, sujeto mediante una cadena a una de las manijas del féretro, iba tirando trabajosamente de su preciosa carga mortuoria con el evidente propósito de llevársela de allí. El animal amedrentaba, con arremetidas y dentelladas, a cualquiera que se acercara. La visión de ese grotesco espectáculo me acongojó hasta las lágrimas. Desperté sollozando. Me sentí ridículo por esto, y más ridículo todavía al notar que, aún despierto, conservaba rastros de rencor hacia la odiosa bestia. Encendí la luz y me senté en la cama. Vi que eran las cuatro de la madrugada. Con la idea de despejarme un poco me levanté para tomar un vaso de agua en la cocina.

«Adormilado y tambaleante salí del dormitorio, atravesé torpemente la sala que se hallaba a oscuras y llegue a la cocina que está en el otro extremo de la vieja casa.

«Recuerdo que al abrir la puerta de la cocina sentí el aire fresco en pleno rostro, detalle realista digno de ser tenido en cuenta a la hora de juzgar objetivamente los hechos. La cocina es de grandes dimensiones y, como en muchas casas antiguas mal proyectadas, la llave de la luz se encuentra justo detrás de la puerta, del lado de las bisagras, lugar de lo más incómodo hacia donde me dirigí a tientas en medio de una oscuridad total. Sentí un miedo repentino. Algo indeterminado me decía que no estaba solo. Encendí la luz sin atreverme a mirar hacia atrás, manteniendo mi cara casi pegada al interruptor, con la frente apoyada sobre la fría pared, indeciso, paralizado, casi aterrorizado. No se oía nada, ni el más leve suspiro. Sin embargo sabía que alguien detrás de mí, tenía sus ojos clavados en mi nuca. Me di vuelta de un salto.

«Había efectivamente alguien en la cocina, pero no era lo que yo había temido. Se trataba de una mujer joven de bellísimas facciones, completamente desnuda que me observaba inmóvil y silenciosa sentada sobre la mesa de la cocina. No tardé en reconocerla: era Julia Rilac».

—¿Julia Rilac, la del sueño? —pregunté.

—La misma. Ponete en mi lugar, Enrique, ¿qué habrías hecho vos? Intenté recuperar mi serenidad:

«Razoné que no era posible ni lógico que ella estuviera realmente allí; en primer lugar porque no conocía mi paradero (yo estaba pasando unos días en la vieja casa de fin de semana de mis suegros, en un lugar muy apartado, silvestre y casi inhallable), y aunque lo hubiera averiguado y hubiese podido llegar hasta allí, no se justificaba que se presentara de esa manera subrepticia, a esa hora de la madrugada, y para colmo totalmente desprovista de ropa, ¡y en pleno agosto, con una temperatura bajísima! ; y en segundo lugar, aun cuando hubiese tenido un motivo aceptable para presentarse en mi casa a esa hora y desnuda, ¿cómo hizo para entrar si todas las puertas estaban cerradas con llave? No, no era racional todo aquello. Mi conclusión no admitía la menor duda. Había una sola y excluyente explicación: seguramente yo no había despertado, como creía, y seguía durmiendo en mi cama, soñando que estaba en la cocina con el fantasma de Julia; o acaso, ¿por qué no?, me hallaba en la cocina, pero dormido, en el estado crepuscular de los sonámbulos. Sí, seguramente se trataba de algo de eso. Julia no había hecho todavía el menor movimiento. Parecía una estatua de perturbadora belleza. Me acerqué a ella cautamente y le pregunté en voz susurrante: ¿Qué estás haciendo aquí, Julia? Ella sonrió, lo cual me tranquilizó porque eso ponía en evidencia que no se trataba de una imagen fija. «Necesitaba hablar con usted, por eso vine», dijo en tono casi suplicante; «por favor, tengo tantas cosas que decirle…»

«Se bajó de la mesa y se paró frente a mí. No pude menos que contemplar con admiración ese cuerpo casi perfecto. Era curioso lo que me había sucedido con aquella chica. Hasta el día anterior había existido entre nosotros una extraña amistad de indefinidos contornos. Nuestro trato cotidiano navegaba sutilmente entre un flirteo inocente y un respeto no exento de cierta recíproca admiración. Admito que siempre me había sentido tiernamente atraído hacia ella, pero nunca había pensado seriamente en la posibilidad de seducirla. Trabajando cada cual en su escritorio, nuestras miradas solían cruzarse ocasionalmente. Yo, sin proponérmelo conscientemente, dedicaba buena parte de mi tiempo a observarla. Me atraían sus mohines, sus nunca bruscos gestos, su mirada melancólica que contrastaba con su temperamento alegre. Había en ella detalles de exquisito refinamiento espiritual que delataban a un ser humano sumamente complejo y diferente del común de las personas…»

Hizo una pausa y me miró con fijeza. Se produjo un corto silencio.

—Germán, ¿existe Julia Rilac? —pregunté.

Pareció sorprenderse y hasta juraría que por un instante vi una sombra de rencor en sus ojos.

—Sí… sí, claro, ella existe tal como te la describí. En ese entonces tenía novio y estaba a punto de casarse. Pero lo que te estoy contando no ocurrió más que en aquel sueño. Ella… en la vida real… pero esa es otra cuestión que no viene al caso.

—¿Por qué, Germán? —pregunté súbitamente interesado— ¿Qué fue lo que ocurrió?

—Era una chica con problemas. Cometió errores…

—¿Se casó? —lo interrumpí bruscamente.

—Sí; pero, ¿para qué hablar de eso?

—No sé —contesté procurando disimular mi curiosidad—, me pareció que querías hacerlo.

Vaciló. Miró el piso por unos segundos.

—Mirá, Enrique— dijo por fin—, vos sabés que a las mujeres les interesa más el matrimonio que el amor. ¿Es posible que una mujer equilibrada, joven y atractiva se case con un hombre a quien no ama, y lo que es peor, estando enamorada de otro hombre? ¡Claro que es posible, ellas actúan así!

Había un gran resentimiento en el tono de su voz. Traté de diluir un poco esa espesa hiel.

—Me parece que estás exagerando.

—¿Exagerando? Mirá, yo he aprendido algo sobre eso. De cuantas mujeres amé en mi vida, y de cuantas dijeron amarme, nunca supe cual de ellas fue sincera. Pero por supuesto que yo no encajo en la serie de los hombres matrimoniables. Yo pertenezco más bien a esa categoría de juguetes de lujo que toda mujer (sobre todo si es casada y tiene dinero) fantasea poseer en la clandestinidad: un amante poeta. Vos y yo pertenecemos a esa clase, Enrique; y no me digas que nunca fuiste el juguete de una mujer aburrida, insatisfecha, sedienta de los arrebatos de tipos apasionados como nosotros.

Asentí con una sonrisa vanidosa; en eso tenía razón.

—Pues bien —prosiguió—, con nosotros ninguna mujer aspira a casarse, salvo aquéllas que no nos han visto como realmente somos, sin ir más lejos, nuestras pobres esposas. Las otras no desean, nos asedian, pero no nos quieren como maridos ni como amantes exclusivos, sólo desean jugar a los sueños, a los amantes furtivos y al encantamiento de saberse amadas y poseídas por un hombre de refinada sensibilidad. Hasta que se cansan del juguete y lo abandonan.

Sonrió como desahogado. Se recostó lánguidamente y bebió en silencio un largo trago de whisky. Yo permanecí callado observándolo.

—Decime, Enrique —me preguntó—, ¿es o no es así? ¿Estoy tan equivocado?

—Mirá, no te voy a negar que en cierto modo es así como vos lo decís —opiné contemporizador—; por supuesto que la mujer tiende siempre a formar un hogar, a crear una familia, y ese impulso puede llevarla a cometer excesos, pero nosotros también buscamos la comodidad y el remanso del hogar. El amor pasional es lo que menos interviene en la formación de las parejas estables. Lo que te quiero decir es que la culpa no es solamente de ellas. La sociedad insiste en que actuemos así. Con respecto a lo otro, bueno… yo también he sido juguete de mujeres aburridas, y tal vez me entusiasmé con alguna más de lo debido. Pero a mí no me pareció tan terrible, y en todo momento acepté las ingratas reglas del juego. Prefería verlo desde el lado bueno. Para mí ser el poeta soñado (romántico y un poco feminoide, como les gusta a ellas) me resultó siempre halagador y divertido, sobre todo cuando entre muchas aspirantes yo me permitía seleccionar a la que jugaría conmigo. Desde ya que he sufrido mucho, porque no se hacen estas cosas sin pagar un precio alto, pero mientras duraba te aseguro que ellas y yo lo pasábamos bien.

—Si, ya sé, siempre fuiste mujeriego —sonrió—. ¿Y todavía te dedicas a la joda?

—No, por favor, hace mucho tiempo que me retiré de esos pasatiempos. La última experiencia estuvo a punto de hacerme perder la cabeza, y a partir de entonces dije chau…

—¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó Germán con repentino interés.

—Era una mujer casada (nunca conocí a su esposo) de la cual, para mi propia sorpresa, me enamoré como un adolescente. La conocí en Buenos Aires, trabajaba en el mismo estudio jurídico del cual yo era representante aquí en Córdoba. Ahí tenés vos un caso en el cual, a pesar de mis sentimientos, yo supe aceptar la realidad en medio de los sueños. Me ocurrió algo increíble con esta mujer… ahí tenés, toda una trama para un cuento…

—Por favor, Enrique, contame esa historia. Después sigo con la mía.



 

3. Mi propio relato

Me dejé convencer. Tal vez porque necesitaba sacarme de adentro algo que, por vergüenza o porque ya no me van quedando amigos que estén dispuestos a escuchar mis problemas, nunca había contado a nadie:

«Era víspera del día de la Primavera; y como buen romántico, se me ocurrió que debía tener sendas atenciones con mi esposa y con esta chica, llamémosla Graciela. Encargué entonces para cada una de ellas un bellísimo ramo de rosas rojas que serían entregados el mismo 21 de septiembre por la mañana.

«Mi esposa tenía programado almorzar ese día en la casa de sus padres. Iría con dos pequeños sobrinos cuyos padres estaban de viaje. Yo puse pretextos para no ir. La idea era ésta: le enviaría las rosas al domicilio de mis suegros, tal como lo había hecho por única vez diez años atrás, al poco tiempo de habernos conocido. La tarjeta no llevaría texto alguno ni indicación de remitente, solo su nombre y apellido de soltera.

«Con regocijo imaginé lo que ocurriría al día siguiente. Ella estaría esa mañana chismorreando con su madre en la cocina mientras ambas preparaban la comida. De pronto llaman a la puerta; la madre secándose nerviosamente las manos con su delantal mientras sale de la cocina para ver quién es; un instante de silencio; el ruido de la puerta de calle que se cierra nuevamente y la anciana que regresa excitada y con una expresión de gran asombro en su rostro llevando en sus manos un ramo de rosas rojas elegantemente envueltas en papel celofán.

«La deliberada omisión de remitente contribuiría a ensanchar la atmósfera de encanto que me proponía crear, pues si bien ella no tendría dudas respecto de la procedencia del envío, tal certidumbre no le impediría disfrutar de las reverberaciones mágicas y halagadoras de ese pequeño y aparente misterio.

«Por rara coincidencia, a Graciela también debí enviarle las rosas a la casa de su madre, con su nombre de soltera y también sin texto ni remitente. Pero en la capital, en Buenos Aires, porque ella y su madre viven allí. Claro, las razones fueron otras: por ser Graciela una mujer casada, debía proceder con toda discreción.

«¿Qué querés que te diga de Graciela que no lo hayas imaginado ya? Ella fue uno de los tantos absurdos que conformaron mi existencia; uno de esos sueños sin salida que si algo de grandeza tienen es precisamente su irrealidad, su absoluto y poético desprecio por el culto del mañana, ese culto alimentado de egoísmos pequeños que hace del amor tan sólo un medio y no un fin en sí mismo.

«Ni ella ni yo pensábamos en el futuro; y en esa indiferencia ante el tiempo, en ese desdén por la realidad, centrábase todo lo bueno y puro de nuestra relación. ¿Qué más he de decirte? ¿Qué nos comprendíamos, que nos sentíamos dichosos y menos solitarios cuando estábamos juntos? ¡Qué esperanza! Sufríamos atrozmente, sentíamos el vacío de hablarnos y no entendernos, de hacernos el amor y no poseernos en realidad; padecíamos la indecible pesadilla de estar con nuestra pareja y pensar en el otro, y estar con el otro y pensar en nuestra pareja; sentíamos la mortificación de nuestra deslealtad, de nuestra perpetua mentira, de haber aprendido con tanta facilidad el inicuo arte de la simulación. Sólo el sexo parecía tener significación honda para nosotros, y a su goce nos entregábamos con desenfreno, pero todo era engañoso y aparente pues ni aún en medio del más ardoroso éxtasis lográbamos aproximarnos a ese ideal de absolutidad que ilusoriamente parecíamos buscar; y cuando la intensa voluptuosidad nos hacía creer que estábamos por alcanzarlo, todo había concluido ya, y nos encontrábamos abrazados en silencio, compartiendo una misma soledad, una misma desilusión, un mismo espantoso fracaso. Nos mirábamos entonces a los ojos y era inútil que ensayáramos una sonrisa amable o algunas tiernas palabras: no podíamos soportarnos. Y como siempre, nos despedíamos casi con impaciencia, con una rara mezcla de alivio y tristeza, como si en el fondo de cada uno de nosotros anheláramos la posibilidad liberadora de que todo aquello hubiese llegado a su fin.

«Pero al otro día nos extrañábamos terriblemente y una obsesiva necesidad de volver a vernos se tornaba casi intolerable. Todo comenzaba entonces de nuevo: la incomunicación, el sexo, las íntimas desilusiones y los adioses que parecen definitivos y resultan pasajeros.

«Sin sospechar lo que ocurriría más tarde, me sentí verdaderamente feliz cuando hice los dos encargos en la florería. Tanto mi esposa como Graciela eran demasiado importantes para mí. Se dijera que toda mi vida estaba justificada en la existencia de estas dos mujeres adorables.

«A la mañana siguiente mi esposa salió temprano con los dos chicos y yo quedé solo, haciendo algunas reparaciones en la casa. Hacia el mediodía sonó el teléfono. Yo estaba atento a esa llamada; sabía que era de mi esposa, pues Graciela jamás me llamaba a casa.

«—Hola, ¿Enrique?, soy yo. Escuchame —su voz me sonó áspera, desagradable—, ¿por qué me mandaste las flores aquí? ¿Ahora cómo hago para llevarlas a casa, en el ómnibus, cargada como ando… y con mis sobrinos a cuestas?

«—¿Te… te gustaron? —atiné a preguntar confundido.

«—¿Qué pasó —preguntó en un tono ahora jovial, como si se esforzara en atenuar su mala onda inicial—, te las cobraban más caras por entregarlas en casa? Bueno, Enrique, están muy lindas las rosas; hasta luego.

«Quedé aplastado. Había esperado de mi esposa toda una aparatosa exteriorización de agradecimiento y a cambio recibía un vulgar reproche por obligarla a viajar cargada con un molesto paquete de rosas. Casi lloro de la rabia que sentí. Pensé entonces en Graciela. Me quedaba al menos la ilusión de que ella apreciaría y agradecería mejor mi obsequio. Pero eso lo sabría al día siguiente, cuando nos encontráramos en el estudio como lo hacíamos todos los primeros lunes de cada mes, que era cuando yo viajaba a la Capital para rendir mis informes.

«El resto de la tarde lo pasé con el pensamiento refugiado en Graciela, imaginando que en esos momentos estaría ella disfrutando del secreto deleite que yo le había proporcionado.

«Al día siguiente viajé a Buenos Aires y nos sentamos juntos en el elegante salón de reuniones. Cosa curiosa, no me hizo ningún comentario sobre mi obsequio. La situación era muy extraña, pues además de ese incomprensible silencio, su conducta no era la habitual, la noté rara, con una expresión distinta en sus ojos. No es que se comportara conmigo menos amablemente que otras veces, todo lo contrario, hasta parecía más tierna, más comunicativa; sólo que mi especial sensibilidad captaba en ella algo así como una cierta actitud huidiza, como de alguien que oculta algo, o que debe decir o hacer algo ingrato y no se atreve.

«Ese día el intenso trabajo no nos permitió encontrarnos a solas. Inquieto, me quedé en la Capital y la llamé por teléfono a la mañana siguiente. Le propuso visitarla por la tarde, que era cuando estaba sola. Aceptó encantada.

«Me recibió con una hospitalaria sonrisa. Por primera vez la veía como una ama de casa y no como una amante secreta, y esta visión agregó a mi inquietud una vaga sensación de tristeza y timidez.

«Lo primero que observé al entrar fue un hermoso ramo de rosas rojas que adornaba primorosamente un ángulo de la elegante chimenea.

«Ella advirtió mi curiosidad y comentó:

«—Son hermosas, ¿verdad?

«—Sí… —respondí desconcertado—, muy bonitas…

«—¿Tomás café, o preferís otra cosa, un whisky, un coñac..?

«—No, un café… o si no, mate, ¿por qué no cebás unos mates?

«—Me parece buena idea. Sentate mientras lo preparo.

«Se fue a la cocina y yo me quedé pensativo, incómodo, dominado por una extraña sensación de vacío, de infinita soledad. No tardó Graciela en volver con la pava y el equipo de mate. Con fingida naturalidad me preguntó a qué se debía ese repentino deseo de verla en su casa. Algo titubeante, le dije sin rodeos que me preocupaba su comportamiento del día anterior, que había creído ver en ella la sombra de una seria preocupación, como si algo hubiera cambiado o estuviera por cambiar en su vida, quizás en nuestra relación.

«Noté un giro en su expresión. Fue una alteración casi imperceptible, pero suficiente para confirmar mi sospecha. Comencé a angustiarme. Me miró en silencio durante unos segundos, luego bajó la vista, me alcanzó un mate y se recostó en el sillón.

«—Sí, Enrique —me dijo suavemente—, ocurrió algo. Quería decírtelo pero no sabía cómo hacerlo. Te agradezco que hayas venido y me ayudes a ser sincera. (Hizo una pausa) Creo… creo… ay, Enrique, no quiero lastimarte… creo que nuestra relación tiene que terminar, pero esta vez en serio, definitivamente.

«Apoyó su mano sobre la mía y me miró con esa dulzura inmensa que muy raras veces dejaba asomar libremente a sus ojos, pero que cuando lo hacía inundaba de luz y de ternura hasta los rincones más sombríos y olvidados de mi alma.

«—Enrique, algún día tenía que ser, los dos lo sabíamos desde el primer momento.

«Permanecí callado. El mate comenzó a enfriarse entre mis dedos temblorosos. Había presentido que algo así estaba por ocurrir. Sin embargo, a pesar de que, como bien decía ella, ninguno de ambos había dudado nunca de que esto alguna vez tenía que suceder, me sorprendió sentirme en ese momento tan indefenso, tan impreparado para afrontar la atroz realidad de una ruptura definitiva. Cuando se han tenido otras despedidas como las que Graciela y yo habíamos protagonizado anteriormente, uno termina por acostumbrarse a sus cíclicas repeticiones, porque sabe que el tiempo y las circunstancias se encargan de desmentirlas. Pero lo terrible es que siempre hay una vez en que presentimos que el adiós ha de ser para siempre, y eso fue precisamente lo que me ocurrió aquella tarde.

«Tratando de ocultar mi desesperación, la miré tiernamente como alentándola a que siguiera adelante sin temor a una escena de mi parte. Noté conmovido que sufría horriblemente por estar causándome ese daño. Ella siguió hablando:

«—Quiero iniciar una nueva vida con él, tratar de amarlo, porque lo merece y porque junto a él está mi hogar, mi futuro. Es la realidad, Enrique, la única realidad de la vida. Yo te amo, vos lo sabés, y para mí sos el único hombre a quien he querido de verdad, y también el único que me ha hecho sufrir tanto. Te he amado, te he admirado, te he deseado con locura. Pero sabía que tu esposa te tenía la mayor parte del tiempo y la he odiado por eso, pero no tanto como para alentarte a que la abandonaras por mí. Por eso cuando estábamos juntos y yo creía entrever en tus ojos esa remota posibilidad, sentía miedo y deseaba que lo nuestro terminara de una vez. ¿Pero cómo iba a terminar algo tan irreal, algo que ni siquiera existía? Nuestra intimidad nunca fue una relación definida, ni estable ni feliz ni perseverante. ¿Acaso no solíamos pasarnos meses sin hacer el amor, a veces fingiéndonos indiferencia, viéndonos en las reuniones mensuales como simples amigos, ocultándonos nuestros sentimientos y ansiedades y soportando celos, incertidumbres, obsesiones y, sobre todo, ese miedo a dejar de ser amado por el otro? Y sin embargo ahí estábamos, deseando lo que siempre se producía, que algo imprevisto nos acercara y nos uniera nuevamente. Pero ahora ha ocurrido algo que cambió la situación… Se trata de mi esposo…, quiero que comprendas, Enrique, que no puedo seguir haciéndole esto.

«Graciela hizo una pausa. Me miró largamente. Necesitaba que yo dijera algo. Parecía haber quedado sin aliento. Yo me sentía como en sueños. Le alcancé el mate frío y le pregunté con voz claudicante:

«—De acuerdo, Graciela, te entiendo; pero… ¿por qué una decisión tan repentina? ¿Qué ocurrió?

«—¿Ves aquellas rosas? —señaló la chimenea—, me las regaló él para el día de la Primavera. Pobre… ¿sabés lo que hizo?, las envió a casa de mamá con mi nombre de soltera. Cuando lo supe, quedé atontada. ¡Un gesto tan delicado de su parte, tan tierno! Era algo que nunca habría esperado de él y que me reveló la hermosa sensibilidad de su alma. Me sentí muy culpable ante esa demostración de cariño, y en ese mismo instante decidí que mi relación con vos debía terminar. Supe que aún estaba a tiempo para comenzar a amarlo. Acababa de descubrir una maravillosa faceta de su personalidad y seguramente habría otras que iría conociendo en la medida en que supiera entregarme totalmente a él.

«—¿Le… agradeciste el obsequio? —pregunté estúpidamente.

«—Cuando volvió esa noche a casa y vi sus ojos fatigados y su sonrisa triste, me desarmé totalmente. No pude decir una palabra. Me arrojé a sus brazos y lloré desconsoladamente. Creo que lo comprendió todo porque no dijo nada y se limitó a besarme tiernamente. Luego nos miramos a los ojos como jamás lo habíamos logrado antes, y por primera vez, Enrique, pude ser suya sin pensar en vos. Creo que he comenzado a enamorarme de mi esposo. No quiero destruir esta nueva ilusión. Por eso, querido Enrique, te pido que hoy nos despidamos como buenos amigos y no volvamos a vernos…»

Las últimas palabras medio se me retorcieron en la garganta. Quedé un instante en silencio. Tomé un trago de whisky.

—Y nunca más la vi —concluí. Agregué con una sonrisa forzada—: No me creerás si te digo que hasta llegué a pensar en el suicidio. Bueno, esa ha sido una tentación de la que ni vos ni yo hemos podido librarnos nunca, ¿verdad?

Germán no me contestó. Se había quedado mirándome fijamente, con ojos atentos, visiblemente interrogadores, como si anhelara conocer más detalles sobre esa historia que acababa de contarle. Esta expresión, sin embargo, se fue desdibujando de su cara hasta desaparecer. Se mostró repentinamente impaciente.

—Esa historia podría ser un cuento llamado Triángulo con rosas. Deberías escribirlo —dijo con cierta aspereza— , pero que no lo lea tu esposa, te podría pasar lo mismo que a mí. Pero nos hemos desviado de mi narración. Volvamos a mi sueño. ¿Dónde habíamos quedado?

Sorprendido por su reacción y todavía algo desorientado por los recuerdos penosos que acababa de evocar, revisé torpemente mis apuntes.

—Me decías, a ver… que había en ella detalles de exquisito refinamiento espiritual que delataban a un ser humano sumamente complejo y diferente del común…

—Ah, sí… bueno, eso suena muy literario, tal vez debieras corregirlo. Bien, continúo entonces:

 

4. Pasión y despedida

«A pesar de mi inclinación puramente amistosa hacia ella, cuando aquella noche apareció en mi casa, la visión fantasmal de su cuerpo desnudo me perturbó hasta el punto de sentir el efecto en mis genitales.

«En silencio, Julia preparó café para los dos y luego lavó los pocillos. Todavía no habíamos vuelto a hablarnos. Cuando terminó vino hacia mí sonriente, me tomó de la mano y me pidió que la acompañara a caminar por el campo. Procuré disuadirla porque era de noche y hacía mucho frío. No es de noche, me dijo suavemente, vamos, Aliaga, acompáñeme (ella siempre, inexplicablemente, me trataba de usted y me nombraba por el apellido), vea que hermoso y cálido sol… Descorrió la cortina y quedé pasmado: afuera era de día y con un sol intenso, como si fuera verano.

«Como es habitual en ese paraje, no había nadie a la vista. Caminamos un trecho (ella desnuda y yo en piyama), no puedo precisar durante cuánto tiempo. De repente nos hallamos en medio de una floresta, avanzando por un recto sendero de tierra cubierto por un espeso manto de hojas secas. A los costados, liquidámbares y abedules dejaban caer hojas amarillas y rojas. El lugar me recordó la alfombra y los reclinatorios. Pensé: ¿Dónde estará el perro negro?»

Germán hizo una pausa para encender un cigarrillo. Continuó su relato:

«Recorrimos Julia y yo ese solitario sendero por el cual nos fuimos internando en una espesura cada vez más densa y cargada de tenues susurros y difusos matices.

«Algo extraño comenzó a sucedernos. No sé en que momentos detuvimos nuestra marcha, ni recuerdo si hubo algún diálogo previo, algún gesto que provocara esa mutua predisposición. Nos hallábamos uno frente al otro mirándonos hondamente a los ojos. Tomé muy suavemente su nuca y la atraje hacia mí tiernamente. Miré sus ojos y vi en ellos una languidez expectante que me alentaba a seguir adelante. Su proximidad y el olor de su piel me enardecieron. Un progresivo embelesamiento se iba apoderan de los dos. Acaricié sus cabellos. Deslicé mis dedos, sólo la yema de mis dedos, por su nuca y su espalda hasta recibir la señal inequívoca de un ligero estremecimiento en todo su cuerpo. Exploré entonces la tersura de sus brazos, la firmeza de sus senos, el primoroso vello dorado de sus muslos, y besé dulcemente sus mejillas, sus ojos, su cuello y finalmente sus labios que permanecían separados y anhelantes. Ella me abrazó amorosamente y comenzó a tomar parte activa en el lúbrico juego. Sus mejillas estaban encendidas, sus párpados entrecerrados y sus ojos incandescentes de deseo. Con ansiedad oprimía su cuerpo contra el mío en la tensa búsqueda de un más íntimo contacto físico. Le dije con voz casi suplicante: «Julia, mi vida, creo que he estado amándote durante años sin saberlo; ahora es demasiado tarde, no podemos pertenecernos, pero puedo poseerte hoy, quiero poseerte, sin pensar en lo que ocurrirá después». Ella, mientras me escuchaba, había tomado mis manos y las besaba con veneración. Alzó su cabeza y me miró con amor. El color intensamente verdoso que habían tomado sus ojos me anticipó una respuesta que no tardó en llegar de sus labios, sin vacilación, pero en un tono muy suave, casi inaudible: ‘Estaba esperando que me lo pidiera; yo siempre lo amé secretamente, a pesar de su indiferencia, de su trato frío e impersonal, de su dolorosa cortesía repetida cada mañana, sabiendo que usted no era así, que era apasionado y sensible, y que quizás un día se interesaría por mí y me abriría los cerrojos de esa soledad suya que yo tanto admiro. Pero mi ilusión se fue consumiendo lentamente mientras usted apenas si de tanto en tanto me miraba sin verme, con ojos pensativos, con miradas casuales y despojadas de interés, que se cruzaban distraídamente con las mías. Y así fueron pasando los años. Por eso hoy, que ya es tarde, he venido para ser suya’.

«Julia, siempre tomada de mis manos, se dejó caer sobre el manto ocre y me arrastró suavemente hacia ella. Con avidez comenzó a desprender los botones de mi pijama y fue una ameba gigantesca apoderándose de mi cuerpo.

«Mirá, Enrique, no tuve demasiadas mujeres, pero eso sí, algunas de ellas eran realmente apasionadas, de esas muy escasas que saben disfrutar casi artesanalmente de cada partícula del cuerpo masculino, de cada caricia, de cada milésimo de segundo de ese tiempo efímero —y a la vez eterno en el recuerdo— que dura el amor pasional. Pero Julia superó aquella mañana toda mi experiencia y mi imaginación. Cuando me arrojé sobre ella, creo que torpemente, brutalmente, su recibimiento no fue menos bestial. Sus músculos se tensaron devoradores, su espalda se arqueó para acercarme su vientre y todo su cuerpo procuró laboriosamente colaborar en el dificultoso nexo que nuestra ansiedad incontrolable parecía hacer imposible. Su piel se humedeció, sus ojos dilataron sus pupilas y se tornaron aún más intensamente verdosos, y su voz, ronca y jadeante, balbuceaba ardorosas e incomprensibles exclamaciones. «¡Sos mío, sos mío!», gemía repetidamente en tanto que su cuerpo poderoso, cargado de energía, se golpeaba contra el mío. Ambos nos embestíamos frenéticamente, precipitadamente, como si quisiéramos meternos cada uno bajo la piel del otro.

«A partir de aquí me resulta imposible precisar detalles, pues mi lucidez debió claudicar ante ese abismo de voluptuosidad. Sólo recuerdo, con impresionante nitidez, que en el supremo instante en que nuestra acelerada respiración se detenía bruscamente y el cuerpo de ella quedaba contraído en una temblorosa inmovilidad, ahogó Julia un gemido de placer poniendo rabiosamente sus labios sobre los míos. La abracé entonces con todas mis fuerzas hasta que nuestros estremecimientos cesaron, y aquel grito contenido estalló, por fin, surgiendo desde lo más hondo de su delirio.

«Esta escena se repitió, tres, cuatro, quizás cinco veces, casi sin transición y con igual desenfreno, pero en una secuencia interminable de variantes amorosas y extrañas fórmulas de refinamiento demencial. Experimentamos todo lo conocido y lo no conocido sobre el arte de la sensualidad; traspusimos todas las barreras y tabúes imaginables, hasta que el agotamiento más que la saciedad apaciguó a nuestros cuerpos ansiosos.

«Permanecimos abrazados en silencio no sé cuanto tiempo. Era tal nuestra sensación de bienestar, de culminación, que por temor a quebrarla no nos atrevíamos a hablar. Ese estado parecía dilatarse indefinidamente, pero el encanto se rompió cuando recordé, sobresaltado, que todas esas emociones e imágenes tan intensamente vividas eran sólo apariencias alojadas transitoriamente en mi cerebro.

«’¡Aún no he despertado!‘, exclamé incorporándome. Ella se sentó con encantadora languidez. ‘No piense en eso ahora —me dijo apoyando su cabeza en mi hombro—; pronto va a despertar, es inevitable que lo haga, y ojalá no sufra por ello, no quiero que sufra por mí. Ahora tengo que irme.’

«No pude hablar, sentí que iba a llorar. Supe, lo intuí repentinamente, que la perdía, que jamás volvería a ser mía. Entonces pensé que aquel bello sueño no había sido interminable como creí sino efímero, y sentí de repente el terror del inminente despertar.

«Julia me miró con melancolía. Sus ojos tenían otra vez ese color indefinido entre el marrón y el verde. Se despidió no sé con qué palabras. Me quedé mirándola mientras se alejaba. Pensé que el odioso perro guardián, impaciente por una ausencia para él inexplicable, estaría no muy lejos de allí, aguardando su regreso. Me dije rencorosamente que nunca podría esa bestia llegar a posee a Julia como la poseí yo, y en medio de mi desazón intenté perfilar una despreciativa sonrisa. Me lo imaginaba con su cabeza adormilada, intentando tímidamente abordar el ataúd blanco de donde sería una y otra vez rechazado con desdén, obligado a cumplir su estúpido destino de protector sumiso y constante, atado siempre a esa cadena infamante.

«Cuando ya estaba Julia a unos treinta metros de distancia, se detuvo y volviendo su cabeza hacia mí me miró como si vacilara en seguir adelante. Parecía que esperaba algo de mí, un gesto, una actitud valiente que la retuviera en mi sueño. No lo sé, creo que la defraudé: sólo pude llorar. Vi a través de las lágrimas el borroso y lejano rostro de Julia que ahora me ignoraba, su mirada distraída delataba que ya pensaba en otra cosa, se decidía por fin y reanudaba su marcha hacia el infinito. Tuve todavía un impulso de alcanzarla, pero no lo hice. ¿Por qué? Tal vez porque soy un cobarde; o un inmaduro… no lo sé. Nunca pude saberlo».

 


5. Presentimiento

 

Sin que Germán lo dijera supe que su relato había terminado.

Una pesada atmósfera se había ido asentando sobre nosotros. Era algo intangible, presagiante, como si en aquella oficina campeara amenazadoramente una revelación terrible, tan terrible que permanecía aún semioculta, como indecisa de mostrarse ante mis ojos con sus descarnados horrores, resignándose, entretanto, a hacerme sentir la opresión de sus asechanzas.

Este presentimiento, que había ido creciendo desmesuradamente a lo largo de todo el relato, adquirió tales dimensiones cuando Germán pronunciaba sus últimas palabras, que, en un momento dado, ante la proximidad del temido desenlace, imaginé, aterrorizado, que aquella invisible omnipresencia se materializaría de pronto, quizás bajo la apariencia de un monstruo o una bestia feroz, y se arrojaría sobre mí para despedazarme.

Fue tal mi aprensión, que escuché el final de la historia sin atreverme a mirarlo a los ojos. Cuando calló se produjo un impresionante silencio. Mantuve mi vista baja, tenso y expectante, esperando el golpe final, el atroz corolario de esa historia de tres personajes de los cuales sólo uno, Julia Rilac, parecía estar perfectamente definido, en tanto que los otros dos, el propio Germán Aliaga y el despreciable perro o lobo negro, se esfumaban tras la ambigüedad de sus mutables y desconcertantes identidades.

A los pocos segundos, sin embargo, advertí con alivio que Germán no diría una sola palabra más. Levanté entonces la cabeza y noté con asombro que él también me rehuía la mirada. Por ese detalle comprendí que no se había atrevido a llegar más lejos. Los dos teníamos miedo de la verdad.

Miró su reloj y se levantó precipitadamente: murmuró que se le hacía la hora para su vuelo de regreso a la Capital. Me dijo que eso era todo, que estaba muy feliz de haberme vuelto a ver y que si me interesaba el relato lo publicara. Me anotó en un papel su domicilio de Buenos Aires y me rogó que lo fuera a visitar algún día. Estrechó mi mano y se fue igual que como había venido, pero sin llevarse consigo esa presencia intangible que llenaba todos y cada uno de los rincones de mi oficina.

Impaciente, armé esa misma noche el primer borrador. Cuando lo repasé me sentí decepcionado, la historia en sí carecía de interés literario. Yo había suprimido del texto nuestros diálogos incidentales, ignorante aún de su significación, y como era evidente que a la historia le faltaban piezas esenciales, apenas si sobrevivían algunos símbolos de relativo interés y un cierto erotismo que, desvinculado de los elementos faltantes, podría llegárselo a calificar de injustificado y hasta gratuito. En suma: una pieza demasiado vaga, ripiosa y de muy pobre valor estético.

Llegué, pues, a la conclusión de que no valía la pena trabajar en algo tan incompleto, y con la idea de que quizás ese material pudiera algún día servirme para otros trabajos, guardé el borrador, los apuntes y el cassette grabado en el último cajón de mi escritorio y no tardé en olvidarme por completo de mi amigo Germán y su descabellada historia.

Probablemente nunca habría vuelto sobre el asunto a no ser por una circunstancia casual que vino imprevistamente a reavivar mi curiosidad.

Una tarde de 1978 —dos años después de aquella entrevista (yo ya no tenía a mi esposa conmigo y vivía solo)—, me encontraba en Buenos Aires tomando un café en compañía de unos viejos condiscípulos cuando en medio de la conversación uno de ellos nombró a Germán como al pasar. Vivamente interesado les pregunté qué había sido de él. Juro que esperaba cualquier respuesta menos ese ¡Cómo! ¿No lo sabes? que me heló la sangre. Por Dios, ¿qué le pasó?, pregunté. Entonces me lo dijeron: Germán había desaparecido, misteriosamente, sin dejar el menor indicio de su paradero. Horrorizado, pregunté la fecha del suceso. Había sido pocos días después de nuestro encuentro en Villa Carlos Paz. Las conjeturas fueron muchas: algunos dijeron que lo secuestraron por razones políticas; otros, que se había ido del país en compañía de una mujer desconocida, abandonando a su madre y a su esposa enferma, como si huyera vaya uno a saber de qué intolerables realidades; y no faltaron los apocalípticos que aseguraron que se había suicidado arrojándose a las negras aguas de algún oculto pozo ciego, pues recordaban que él solía ironizar sobre este método de autoeliminación que recomendaba por ser paradójicamente el más limpio, ya que no dejaba manchas de sangre ni visiones repulsivas. Pero eso no había sido todo: parece que su pobre mujer, inválida y gravemente enferma, había fallecido un año más tarde. La noticia me llenó de espanto.

Regresé a Córdoba esa misma noche. No pude dormir. La invisible omnipresencia de una revelación atroz estaba otra vez allí, agazapada, lista para arrojarse sobre mí, igual que en la mañana de la entrevista. Pero a diferencia de entonces, que temí enfrentarla, ahora deseaba verla y la buscaba desafiante, provocativo, consciente de que ya no tendría paz hasta no plantarme ante sus diabólicas facciones, hasta no ver en el fondo de ese abismo, por oscuro y aterrador que fuese.

Releí durante toda la noche los borradores archivados y escuché varias veces la parte grabada de nuestra remota conversación. Fue entonces cuando comprendí la trascendencia, dentro de la estructura misma del relato, de los diálogos mantenidos entre él y yo. No podía precisar aún cuál era el nexo de esos diálogos con la historia, pero acababa de descubrir —por pura intuición— que ellos llenaban muchas de las lagunas del texto, y que en realidad faltaba un solo elemento para develar el misterio. ¡Un solo dato y todo quedaría perfectamente claro! Pero de una cosa estaba absolutamente seguro: ese testimonio faltante no se hallaba en mi poder. Luego de largas cavilaciones decidí regresar a Buenos Aires y visitar la casa de Germán para entrevistarme con alguno de sus familiares.

 

6. La revelacion

A la mañana siguiente me llegué hasta el domicilio de Floresta que me había anotado mi amigo. Me atendió una mujer anciana, muy encorvada y de aspecto enfermizo que resultó ser la madre de Germán. Cuando le expliqué que yo había sido amigo íntimo de su hijo y que acababa de enterarme de lo ocurrido, me hizo pasar enseguida, deseosa, pobre, de hablar sobre su desconsuelo con alguien. Casi no pronuncié una palabra mientras la buena mujer se desahogaba entre sollozos. No me dijo nada nuevo: un buen día desapareció y jamás habían vuelto a saber de él. No me atreví a interrogarla sobre lo que yo había ido a buscar, no solo por consideración a su dolor sino también porque ni yo mismo sabía qué era exactamente lo que buscaba. Es verdad que tenía vagas intuiciones, confusas ideas de lo que debía hallar, pero estas no eran más que obsesiones sin fundamento lógico. Escuché respetuoso los lamentos de la anciana y luego de decir algunas palabras de aliento y prometerle que volvería a visitarla, me levanté para retirarme. Cuando al despedirme le dije mi nombre se sobresaltó.

¡Usted es el doctor Enrique Lezama! —exclamó llevándose la mano a la mejilla.

—Sí… ¿Por qué? ¿Su hijo le habló de mí?

—No, no… Germán casi no hablaba conmigo… sabe, mi hijo era un poco raro —sonrió como disculpándolo—; pero revisando sus cosas hallé no hace mucho un sobre con su nombre. Como no tenía ningún domicilio lo guardé sin saber que hacer con él. Pensaba abrirlo en cualquier momento… Espere un minuto que ya se lo traigo.

La anciana se deslizó con desesperante lentitud hacia una habitación contigua. Transcurrieron siglos hasta que regresó con un sobre blanco. Mis manos temblaron al tomarlo. Por cortesía, aunque sin advertir lo imprudente de ese gesto, lo abrí en presencia de ella. Una fotografía de mujer era todo su contenido. Sin embargo fue suficiente para que el enigma quedara develado. Lo había intuido, lo había sospechado, pero siempre me resistí a admitir, siquiera conjeturalmente, semejante hipótesis. Ahora sabía la verdad: allí ante mis ojos estaba el eslabón faltante. Es posible que haya en el mundo muchas mujeres de lacios cabellos rubios, piel dorada y ojos tornadizos que se vuelven por momentos intensamente verdosos, pero aquélla, ¡precisamente aquélla!, esa adorable y tierna criatura que me miraba sonriente desde la fotografía, era única, inconfundible, y al reconocerla a ella —que en el relato de Germán llevaba el nombre ficticio de Julia Rilac— pude conocer la identidad de la bestia, desdichado ser que vivió encadenado a una ilusión, a un féretro vacío.

La presencia intangible se materializó y se arrojó sobre mí.

 

© Enrique Arenz 2000.
Prohibida su reproducción en Internet sin la expresa autorización del autor.
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