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La importancia de la Libertad

Ensayo de Enrique Arenz sobre la doctrina liberal

 

Capítulo 4º

 

¿Para qué queremos la libertad –suelen preguntar maliciosamente los marxistas y sus adláteres de diversas ideologías-, para morirnos de hambre?” Este gastado desafío panfletario tiene sus orígenes en expresiones del propio Marx quien, utilizando hábilmente su polilogismo dialéctico, afirmaba que un hombre verdaderamente libre no era aquel que disfrutaba de ausencia de coacción sino quien disponía de los medios materiales para ejercer su libertad, pues -según él- aquellas personas que no tienen en sus manos los recursos indispensables sólo son libres para morirse de hambre”.

 Este concepto -muy bien asimilado por una legión de nuestros políticos e intelectuales- encierra una grosera falacia: ubica a la economía temporalmente antes que el hombre, como si la libertad individual fuera un producto del bienestar económico y no a la inversa.

Nadie se muere de hambre si es verdaderamente libre, precisamente porque la libertad individual es la condición indispensable para no morirse de hambre. Si recordamos que el hombre no encontró nada hecho en este mundo, salvo la desnuda y hostil naturaleza, y que lo que conocemos como civilización no es otra cosa que el resultado de un lento y laborioso proceso artificial, obra del esfuerzo y la organización que permitieron crear los medios materiales necesarios para suprimir la miseria, la enfermedad y las incomodidades, y además tenemos en cuenta que de todas las formas posibles de organización social -según lo ha demostrado la historia de Occidente- sólo el sistema de las libertades individuales ha logrado crear el ámbito propicio para que cada persona desarrolle al máximo su aptitudes creadoras, no nos resulta demasiado difícil llegar a una conclusión contraria a la de Marx, a saber: nadie puede disponer de los necesarios medios materiales si antes no ha sido libre para producirlos.

“Descartando toda otra dialéctica -afirma von Mises en su libro Liberalismo-, un solo razonamiento válido hay contra la esclavitud, a saber: que el trabajo del hombre libre es incomparablemente más productivo que el del esclavo. Carece éste, en efecto, interés personal por producir lo más posible. Aporta a regañadientes su esfuerzo y sólo en la medida de lo indispensable que le permita eludir el correspondiente castigo. El trabajador libre, en cambio, sabe que cuanto mayor sea su productividad mayor también, en definitiva, será la recompensa que le corresponda (…) El raudal de energía e inteligencia que la moderna actividad industrial requiere, sólo el trabajado libre puede aportarla”.

Efectivamente, el trabajo libre es más productivo que el servil. ¿Pero para quién es ese beneficio? ¿Para el empleador que detenta la propiedad de los medios de producción, o para el obrero, que sólo dispone de su trabajo personal? La respuesta es sencilla e irrebatible: todos se benefician del trabajo libre, en primer lugar porque los asalariados son dueños del factor de producción más escaso que existe en el mundo capitalista: el trabajo humano; y en segundo lugar porque toda ganancia de los empresarios se transforma en acumulación de capital que asegura una mayor productividad marginal del trabajo, genera abundancia de bienes y servicios para consumo de todos y permite la elevación de los salarios por la creciente demanda de mano de obra.

En el presente capítulo me propongo analizar minuciosamente los fundamentos de esta afirmación.

 

Todo es intercambio de energía

Demostramos en el capítulo anterior que cada persona es un ser único, inigualable e irrepetible que logra sobrevivir y desarrollarse integralmente gracias a su diferenciación individual y a su interdependencia social.

Vamos a comprobar ahora que cada hombre es una fuente de energías de magnitud aún desconocida, que estas energías son en cada individuo diferentes, tanto en lo cualitativo como en lo cuantitativo, y que el grado de desarrollo de los grupos sociales (y de la humanidad, naturalmente) depende de las posibilidades de los individuos de liberar sus propias energías creadoras e intercambiarlas -libremente y en provecho propio- con las energías de los demás.

Tomemos como ejemplo dos hombres primitivos en medio de la selva, uno de los cuales ha logrado desarrollar su capacidad para diseñar y fabricar arcos y flechas, y el otro una gran habilidad para cazar y obtener alimentos y pieles utilizando aquellas armas. Como cada cual posee un tipo distinto de energía, ninguno de los dos es capaz de hacer lo que hace el otro, realidad que los obligará a intercambiar sus habilidades por la simple voluntad de vivir, ya que si no lo hicieran, ambos morirían de hambre y e frío.

Hemos observado en este sencillo ejemplo la forma más elemental de cooperación social basada en la división del trabajo. Los dos aborígenes procedieron a intercambiar libremente sus energías creadoras, y este intercambio fue posible porque cada cual valoró en más lo que recibía que lo que daba. Al fabricante de flechas le resultaba sencillo fabricar otras flechas, pero era incapaz de usarlas para proveerse de comida y abrigo. El cazador, en cambio, no tenía dificultades en cazar cuantos animales se propusiera, pero no podía proveerse por sí mismo de las armas necesarias. Al no interponerse entre ambos ninguna influencia inhibitoria social o psíquica (religión, superstición, costumbres, etc.) las energías creadoras de cada uno de ellos pudieron fluir libremente e intercambiarse entre sí.

(Claro que este ejemplo es puramente teórico, ya que es precisamente en los grupos étnicos primitivos donde se verifican las mayores presiones sociales inhibitorias que impiden la libre manifestación de las energías individuales y su intercambio. Las rígidas costumbres de estos pueblos determinan que se practique, por ejemplo, una arbitraria división del trabajo basada en la edad y el sexo de las personas y no en la libre expresión de las habilidades individuales. Los oficios y especialidades están rígidamente estipulados y nadie se atrevería a desarrollar uno nuevo. Estas influencias inhibitorias son las causantes del perpetuo estancamiento en que vegetan miserablemente las tribus primitivas de todas las razas y latitudes. Como veremos más adelante, estas inhibiciones primitivas son equivalentes al intervencionismo estatal de nuestro mundo “civilizado”.

Si antes dijimos que todo hombre aspira a alcanzar ciertos fines personales y que para lograr tales fines utiliza determinados medios, ahora podemos agregar que tal conjunto de acciones implica un permanente intercambio de energías, tal como dicho fenómeno se produce en todos los órdenes de la naturaleza.

Analicemos el tema de la energía antes de seguir adelante.

Energía es la capacidad para realizar un trabajo y su medida viene dada por la cantidad de trabajo que produce. Todo cuerpo contiene una determinada cantidad de energía latente o potencial, que sólo se manifestará, es decir, se transformará en trabajo, cuando las condiciones que la rodean sean favorables. Así, la energía de un cuerpo pesado mantenido a cierta altura, sobre el suelo, no se pondrá en acción mientras no se lo deje caer libremente. Cuando la energía potencial es liberada se transforma en energíacinética (energía en actividad). Un estanque de agua con las compuertas cerradas es una inmensa fuente de energía potencial. Abiertas las compuertas se liberan esas energías que se transforman en energía cinética y producen trabajo mecánico. (Vaya relacionando el lector este último ejemplo con la naturaleza del ser humano y podrá anticiparse mentalmente a nuestras posteriores deducciones referidas a la energía humana potencial y su liberación).

En resumen, energía potencial es la que puede producir trabajo y energía cinética la que lo produce efectivamente.

Ahora bien, toda la materia, incluido el organismo humano, es de origen energético, ya que cualquier substancia es un sistema de moléculas en movimiento, cada molécula un conjunto de átomos en movimiento, y cada átomo… ¡un sistema de electricidad positiva y negativa!

(Recordará el lector que la energía atómica lograda por el hombre es la forma de energía más moderna y de mayor rendimiento. Es producida por la desintegración del núcleo del átomo, fenómeno que va acompañado de pérdida de una reducida cantidad de masa, la cual se transforma en considerable cantidad de calor, otra forma de energía).

Prescindiendo de toda especulación acerca del Alma, cuya esencia y naturaleza no podemos comprender racionalmente, nuestras aparentemente sólidas y robustas humanidades están hechas en realidad de pura y vaporosa electricidad. Todo nuestro cuerpo, huesos, piel y músculos, está constituido  por la sutil textura de billones de electrones invisibles que giran vertiginosamente en sus órbitas diminutas en un fantástico equilibrio dinámico. Bastaría la menor alteración de dicho equilibrio para que se produjese una reacción en cadena y muestro cuerpo, luego de liberar toda su energía, quedara convertido en polvo, o quizás ni siquiera en eso.

Todo el Universo, en verdad, es un gigantesco y prodigioso sistema energético. La luz, por ejemplo, que hace a nuestros ojos visibles las cosas, que nos proporciona esa mágica percepción sensorial del mundo que nos rodea, es causada por el cambio de posición de los electrones positivos y negativos dentro del átomo.

Abreviando, diremos que hay múltiples formas de energía. El hombre y los animales desarrollan un tipo de energía que se denomina “vital”, y que es la consecuencia de la transformación de orden químico y bioquímico que experimentan los alimentos en el interior de sus cuerpos.

Pero de todos los seres vivientes que asimilan las energías acumuladas por plantas y animales que les sirven de alimentos (y aquí llegamos a la cuestión que nos interesa), el hombre es el único capaz de transformar estas energías en las manifestaciones superiores de la razón y la conciencia.

Esto es lo que denominamos energía humana, de la cual cada hombre es una fuente de inconmensurable caudal, cuyo desarrollo, fluidez e intercambio (al igual que la energía potencial del estanque de agua) dependerán de las condiciones favorables o no que rodeen a cada individuo. Las influencias inhibitorias, psicológicas o sociales, actúan como las compuertas del estanque.

 

Las energías humanas

La energía humana tanto se manifiesta en la composición de una sinfonía como en la elaboración de un pensamiento filosófico, o en la habilidad para reparar televisores, cultivar la tierra o fabricar computadoras. Siempre que tales energías encuentren las condiciones favorables, se traducirán en trabajo y organización.

Cuando hablamos de “condiciones favorables” nos estamos refiriendo a la eliminación de todo tipo de presiones o influencias inhibitorias que compriman las energías humanas potenciales hacia el interior del sujeto impidiendo o dificultando su liberación, es decir, su transformación en energías cinéticas.

Existen dos tipo de presiones inhibitorias: las psicológicas y las sociales. (Ver figura 5).

No nos ocuparemos de las primeras porque ellas constituyen problemas personales que cada cual debe resolver pos sí mismo. Aquel que por timidez, depresión crónica o cualquier otra forma de fobia o neurosis reprime involuntariamente sus propias energías potenciales, no puede culpar a la sociedad ni a otras personas por lo que le ocurre. Sólo él puede liberarse de esas inhibiciones recurriendo, si es necesario, a la ayuda profesional. La praxeología no interviene ni debe intervenir en este terreno.

En cambio las influencias inhibitorias de tipo social (usos, costumbres, creencias sociales, proyectos colectivos, leyes, presión estatal, etc.) que obstruyen las energías creadoras de los individuos y entorpecen su libre y dinámico intercambio, ese conjunto abrumador de coacciones que van desde el sutil influjo de los hábitos que todo el mundo debe respetar, hasta la omnipotencia de un Estado autoritario, sí nos interesan fundamentalmente, ya que ellas afectan a todos los individuos de una sociedad y no pueden ser vencidas por las personas en forma individual.

Este conjunto de presiones e influencias inhibitorias de tipo social plantean un problema de defensa colectiva.

Dice Leonard Read que el problema de las interferencias y parasitismos sociales que dificultan las energías humanas y su libre intercambio, constituye el único problema social que existe. Todo lo demás queda en la jurisdicción de lo creativo y lo individual”.

Esta clara definición nos va anticipando algunas ideas acerca del perfil razonable de las facultades y limitaciones del poder público que más adelante analizaremos. Por ahora podemos adelantar la siguiente reflexión: si el único problema social que existe es el de las coacciones sociales que inhiben las energías humanas, cualquier gobierno justo que podamos concebir deriva de una única y excluyente razón de ser, la de proteger a todos los hombres de aquellos que quisieran limitar sus posibilidades creativas.

 

Diversidad de las energías humanas

En casi todas las formas de la energía se reconocen dos factores: uno de calidad y otro de cantidad. Así, en un salto de agua, la altura de la cual cae el agua es el factor calidad, siendo el volumen de agua que cae por segundo, el factor cantidad. En la energía eléctrica reconocemos a la tensión (voltaje) como factor de calidad, y a la intensidad (amperaje) como factor de cantidad.

En la energía humana ocurre algo parecido. La creatividad, la habilidad, el ingenio, la destreza, el valor, la ambición, etc., podrían considerarse como factores de calidad, en tanto que la intensidad o magnitud con que aquellos valores se manifiestan en cada individuo, constituirían los factores de cantidad. Un genio es un individuo dotado de mayor cantidad de energía creativa de la que posee un hombre común. Asimismo, este último puede poseer (aunque en pequeñas cantidades) cierta calidad de energías de las que el genio carece. Einstein, por ejemplo, se esforzó toda su vida en aprender a tocar virtuosamente el violín y nunca lo logró. Paderewsky fue un eximio pianista y eminente compositor; sin embargo aseguran que fue un mediocre político. Rossini, en cambio, fue igualmente bueno como músico y como cocinero.

En fin, podemos deducir que el rendimiento, la capacidad de trabajo, la eficiencia, la perfección de una obra y el éxito personal, están estrechamente vinculados a la adecuada proporción entre calidad y cantidad de las energías potenciales que cada individuo busca en su interior para expresar y desarrollar a lo largo de su vida.

Es altamente deseable (tanto para la sociedad como para el individuo) que cada uno elija acertadamente entre las múltiples variedades de energías creadoras de que dispone a la hora de decidirse por una determinada carrera, trabajo o especialidad. Si cada hombre es un ser único e irrepetible, todos los hombres son necesariamente desiguales. Y es precisamente la gran diversidad de capacidades y talentos lo que hace diferentes a los hombres entre sí. Este atributo individual es el que ofrece a cada uno la oportunidad de ser el mejor en determinada cosa. No todos los médicos pueden sobresalir en una misma rama de la medicina, pero sí pueden hacerlo en otras especialidades, y sobre todo en la manera personal y particularísima en que cada cual sepa ejercerlas. Lo mismo ocurre con el albañil, el carpintero o el diseñador de páginas web. Todos, eligiendo bien, pueden hacer su trabajo en forma absolutamente diferente a como lo hacen sus colegas y ser los “únicos” en lo suyo.

Dijimos que es necesario elegir bien, pero no es condición suficiente, La elección adecuada de la propia vocación no depende únicamente de nosotros (recuérdese que somos también seres interdependientes) sino, además, de circunstancias sociales externas, es decir, de las posibilidades concretas para desarrollar tales o cuales energías propias y poder intercambiarlas libremente con las de los demás. Esto quiere decir que debemos elegir acertadamente dentro del margen de posibilidades que nos traza la sociedad mediante el conjunto de decisiones (individuales o colectivas) que adoptaron otros hombres previamente.

Si Einstein hubiera elegido el violín en lugar de la física, su talento habría quedado probablemente reprimido y atrofiado en su interior. Pero esta lamentable pérdida también habría ocurrido si el genio se hubiera criado en una comunidad primitiva e ignorante donde, aunque libre de elegir, sus posibilidades externas fueran nulas, es decir, sin medios, circunstancias ni estímulos que sólo una sociedad altamente civilizada como la que lo vio nacer podía proporcionarle.

Ahora bien, al elegir, el hombre examina sus posibilidades i9nteriores y sus circunstancias sociales en una difícil evaluación. La libertad implica precisamente eso: la facultad de elegir. Pero también conlleva un riesgo: equivocarse en la elección. Cuando una persona no puede obtener dos cosas al mismo tiempo, debe elegir una y descartar la otra. Pero si la elección se practica entre muchas posibilidades, la incertidumbre tornará más difícil la decisión. Tanto más difícil y riesgosa cuanto más abundantes y variadas resultan las posibilidades disponibles.

Cuando no hay interferencias sociales que impidan al hombre elegir libremente su destino, si se equivoca en la elección, sólo él se perjudica, y es libre de rectificar su error o seguir adelante por el camino equivocado. Pero si acierta, no sólo satisface sus aspiraciones personales sino que al proyectar sus mejores potencialidades creativas, beneficia también a la sociedad contribuyendo a generar nuevas posibilidades para los demás. Cuanto más se ensanche este margen de posibilidades, más trabajoso y hasta molesto podrá resultarle al hombre ejercer su libertad de elección. Pero al mismo tiempo (si está dotado de la cultura necesaria) descubrirá que esa carga adicional de responsabilidad e incertidumbre le produce satisfacciones crecientes e insospechadas, a la vez que la sociedad se va acercando a ese ideal donde todos pueden aspirar a satisfacer sus necesidades de autorrealización.

Siendo cada persona diferente de sus semejantes -según lo hemos visto-, deberían existir, por lo menos, tantas posibilidades como personas hay, a fin de que cada cual aceptara el apasionante desafío de buscar la suya propia. No es nada descabellada esta aspiración. No habiendo dos sujetos iguales, ¿cabe esperar que un mismo trabajo pueda agradarles a muchos? Naturalmente que no, como no es del gusto de todos la misma comida, la misma canción y el mismo color de corbatas. Entonces no es ilógico suponer que así como parece haber un hombre para cada mujer y una mujer para cada hombre, debería existir en todos los órdenes de la vida moderna y una posibilidad ideal para cada individuo, susceptible de ser hábilmente descubierta y seleccionada entre las millones de posibilidades de los demás. ¿Adónde quiero llegar con esta disquisición tan abstracta y quizás alejada de la realidad? Simplemente a demostrar, por la vía de la hipótesis, que siempre será altamente conveniente incrementar sin límites las posibilidades de elección de los seres humanos.

Al desarrollar sus mejores potencialidades creativas por haber podido elegir entre muchas posibilidades, cada individuo produce excedentes de lo que es capaz de hacer mejor y más fácilmente que los demás, los cuales son permutados por aquellas cosas que él no sabe hacer, compensando así sus propias carencias y las carencias de los demás. Las energías son intercambiadas y parte de ellas es acumulada para producir más recursos y posibilidades (ahorro voluntario y formación de capital).

Aquí es oportuno recordar una vieja ley de la economía  que los clásicos denominaron “ley de ventajas comparativas” que dice que la producción global crecerá hasta su máximo desarrollo si cada persona hace el trabajo para el cual tiene mayores aptitudes.

En cambio si las posibilidades se reducen, la vida se hace vegetativa.

Veamos un ejemplo. Si yo era obrero manual en una fábrica de la ex Unión Soviética mi elección personal se reducía a dos únicas posibilidades: obedecer o morir. Si me mandaban a limpiar las cloacas de la fábrica, era inútil que yo prefiriera ser cocinero o peluquero de damas. O aceptaba limpiar los excrementos de las colectoras, o me iba de este mundo. Aun en mi trágica circunstancia estaba eligiendo libremente entre una y otra posibilidad. Afirma con razón von Mises que el hombre es capaz de morir por un ideal, y también de suicidarse. “La vida es para el hombre el resultado de una elección, o sea, de un juicio valorativo”. La peor esclavitud, por lo tanto, nunca puede ser absoluta, pero reduce a solamente dos las posibilidades de libre elección. En este sentido, la vida vegetativa del esclavo es más cómoda y menos riesgosa que la del hombre libre.

Sigamos con el ejemplo. Suponiendo que rechazo la muerte y elijo obedecer lo que me ordena el Estado. ¿Qué puedo esperar yo como ser humano y qué puede esperar la sociedad toda de semejantes condiciones? Indudablemente, mis potenciales energías creadoras sólo se van a desarrollas en una mínima proporción. (Salvo, claro está, que yo las utilice para lograr el favor de los poderosos y mejorar por este único medio mi situación relativa, aun cuando tal ventaja la obtenga a expensas de otro). La comunidad se verá así privada de valiosas energías que permanecerán inactivas para siempre. Para tener una idea de lo que esto significa, basta que multipliquemos por cientos de millones, el ejemplo que dimos sobre el imaginario Einstein criado en una tribu primitiva.

Cuando Marx afirmaba -como dijimos al principio- que el hombre solamente pude ser libre si dispone de los medios indispensables porque de lo contrario sólo es libre “para morirse de hambre”, desconocía que el Estado es incapaz de crear esos medios para poder distribuirlos. Lo que se llama “ganancia” es un fenómeno meramente psicológico que solo puede producirse en la mente de las personas de acuerdo a sus preferencias y valoraciones individuales. Un Estado totalitario que cercena la libertad de elección de los ciudadanos con el pretexto de darles los medios indispensables para que algún día “sean libres de veras”, está aboliendo nada menos que el afán de lucro y reprimiendo el fenómeno psicológico “ganancia”, lo cual implica sencillamente impedir la formación de capital. Como el Estado sólo consume capital pero jamás lo genera, al prohibirse a los particulares que desarrollen libremente su facultad de obtener ganancias y acumular capital, se está condenando al pueblo a no disponer jamás de esos medios indispensables con los cuales alcanzar la “libertad” marxista. Por consiguiente, el postulado de Marx resulta contradictorio y falaz.

El sistema comunista, hasta ahora el peor totalitarismo conocido, es en la práctica, allí donde todavía impera (Cuba, Corea del Norte, etc.) un formidable aparato inhibidor de en energías individuales, un verdadero atrofiador de las facultades creativas de los hombres, por la sencilla razón de que el Estado, cuando todo lo planifica y dirige, no puede ocuparse de los caprichos y deseos particulares de cada ciudadano. Sólo el mercado libre (según veremos en el capítulo 6º) es capaz de atender con respuestas rápidas y certeras, los mínimos deseos y cambiantes antojos de cada uno de los seres humanos que integran una sociedad libre, desde el más humilde y menos dotado, hasta el más encumbrado y brillante.

Ni aún la más potente computadora (si los soviéticos la hubieran tenido) podría haber ayudado a los jerarcas del Kremlin a tomar las sabias decisiones que hacen del mercado libre el mejor sistema conocido, dado que las computadoras no pueden actuar sin información previamente almacenada. ¿Y quién podría proporcionar datos completos y exactos acerca de los pensamientos, dudas, contradicciones, sentimientos e íntimos deseos que febrilmente, minuto a minuto, pasaban por la mente de cada uno de los cientos de millones de rusos, incluyendo a los niños, adultos y ancianos?

Todo lo contrario ocurriría (invirtiendo el ejemplo) si yo vivo en un sistema de total libertad. En lugar de aquella trágica alternativa «obediencia o muerte”, mi vida se verá cada minuto y cada día enfrentada a miles de posibilidades diferentes entre las cuales tendré que elegir dramáticamente aquellas que más me agradan y me convienen. En un sistema así, las personas mejor dotadas y más “egoístas” desarrollan espectacularmente sus potencialidades creadoras, beneficiando a los de menor capacidad mediante sus aportes científicos y técnicos.

 

Energías creativas y destructivas

Hasta ahora hemos hablado de las energías humanas en sus aspectos positivos, considerándolas solamente como factores de progreso social. Pues bien, ha llegado el momento de advertir que en realidad hay dos clases de energías, las “creativas” y las “destructivas”.

Quien escribe una poesía, repara un automóvil, cultiva la tierra o dirige una fábrica, está empleando sus energías creativas. En cambio aquel que comete un asalto a mano armada, impone propotentemente su voluntad a sus semejantes, o desata la violencia en un estadio de fútbol, está utilizando sus energías destructivas.

Si bien ambas energías pueden en rigor ser “creativas” -pues crear no es sólo hacer cosas buenas-, he preferido sacrificar la semántica en beneficio de la claridad conceptual y dar este nombre a las energías humanas que benefician a la sociedad, y llamar “destructivas” a las que atentan contra ella o contra la libertad de los individuos.

Podemos establecer, pues, una clara diferenciación entre ambos tipos de energías. Así como las creativas no dañan a nadie y son siempre socialmente útiles, las destructivas tienden a la barbarie y forman parte del conjunto de acciones individuales y colectivas que atentan contra la búsqueda de la vida ideal de las personas y se asocian a esa miscelánea de presiones sociales que inhiben o entorpecen el desarrollo de las energías creadoras que determinan el progreso de la humanidad.

Todos llevamos dentro ambas clases de energía, si bien una de las dos llega a predominar fuertemente sobre la otra. El bien y el mal, como sabemos, se alojan en nuestro espíritu, pero como son enemigos irreconciliables siempre hay uno que vence al otro. Afortunadamente, la inmensa mayoría de los seres humanos estamos inclinados a utilizar casi con exclusividad nuestras energías creativas y reprimimos voluntariamente todo atisbo de aquellas energías destructivas que pugnan, de tanto en tanto, por prevalecer en nuestro comportamiento, siempre y cuando logremos identificarlas como tales. Nuestra civilización occidental es el resultado de la persistencia del hombre en desarrollar sus cualidades positivas y vencer sus instintos de violencia y crueldad. El Cristianismo enseñó al hombre a elevar su Ego y encontrar satisfacción en fines propios que benefician a los demás.

Sin embargo, como hombres imperfectos que somos, todos estamos expuestos a cometer ocasionalmente actos antisociales y destructivos. Habitualmente porque no sabemos distinguir lo bueno de lo malo, y aun con nuestras mejores y más honestas intenciones provocamos daños irreparables. (Al respecto observa agudamente Leonard Read que la mayor parte de los actos malvados que se observan en el mundo son provocados por las personas bien intencionadas, sencillamente porque no existe entre nosotros una cantidad suficiente de criminales o personas totalmente malévolas como para justificar tantos males).

En otros casos es el sistema social y político vigente quien nos induce a comportarnos en forma antisocial. Esto merece un comentario aparte.

Si el hombre se desenvuelve en un ambiente donde ser honrado y laborioso tiene premio, y cuanto más honrado se es y más entusiastamente se trabaja, mayor será el reconocimiento de la sociedad y más tentadoras las lisonjas y ganancias que ésta le prodigará (así es el sistema de la libertad individual), al mismo tiempo que la inmoralidad, la deslealtad, la holganza, la “viveza” y la “trampa” constituyen caminos peligrosos que conducen sin remedio al desprecio y el fracaso, es obvio que ese hombre no dudará en elegir la primera conducta, desarrollando sus energías creadoras y reprimiendo toda tentación autodestructiva.

Ahora bien, si ese mismo hombre se halla en medio de un asfixiante sistema donde poderosas inhibiciones sociales y políticas presionan sobre sus energías creativas (intervencionismo estatal, inflación monetaria, privilegios de sectores y corporaciones en desmedro del individuo, leyes opresivas que suprimen o desnaturalizan los derechos y garantías individuales, etc.), enrarecido ambiente donde elegir el camino del esfuerzo personal y la honradez es una estupidez que conduce a la ruina, porque aunque quiere y se empeñe en el intento sus energías creativas no podrán liberarse de aquellas férreas coacciones inhibitorias, es natural que, para poder sobrevivir y preservar a su familia, ese hombre termine por adaptarse al sistema y dedicarse a vivir del esfuerzo de los demás, a engañar a sus semejantes, a defraudar a sus clientes o a vegetar miserablemente en alguna improductiva oficina pública. Sus energías productivas se irán adormeciendo en tanto que sus peores condiciones humanas se desarrollarán, se ejercitarán y alcanzarán insospechados niveles de eficiencia.

Comprobamos así que no es la moral de las personas lo que condiciona la eficiencia de los sistemas políticos, sino que son los sistemas políticos (sociales, jurídicos) los que condicionan el comportamiento moral de las personas.

Sin embargo, aun en un sistema apropiado, según dijimos, todos estamos expuestos a cometer algún acto antisocial que otro, sobre todo cuando por necedad hacemos cosas malas sin sospechar que son malas. Pero más allá de estas aristas que el perfeccionamiento humano trata incansablemente de suprimir, y de algún rasgo ocasional de mal carácter o involuntaria agresividad, la gran mayoría de las personas actúa en el sentido socialmente útil.

Sin embargo no todas las personas tienen la buena intención de utilizar sus potenciales energías para alcanzar fines honorables y compatibles con los fines de los demás. Existen delincuentes que prefieren apoderarse del fruto del trabajo de los demás en beneficio propio o abusar de la indefensión de las personas pacíficas. De esa pasta están hechos los defraudadores, los ladrones, los estafadores y los traficantes de drogas, entre muchas otras especializaciones del delito y la corrupción. Y en el orden colectivo, podemos mencionar a los demagogos, los tiranos y los políticos corruptos. Cuando estos sujetos están dotados de grandes cantidades de energía destructiva, pueden llegar a convertirse en un Al Capone o en un Hitler.

Este conjunto de agresiones contra el hombre y la sociedad constituye lo que Leonard Read define como el único problema social que existe y que requiere una defensa colectiva.

Sin embargo todo hombre pacífico tiene el derecho a usar la fuerza defensiva contra la fuerza agresiva de los delincuentes antisociales. Hay, por lo tanto, dos tipos claramente diferenciados de fuerza: la agresiva y la defensiva.

Como el hombre pacífico no puede por sí mismo defenderse contra aquellos que amenazan su libertad y sus bienes, delega su derecho al uso de la fuerza defensiva en una organización gubernamental creada para proteger orgánica y colectivamente los derechos individuales amenazados por aquellos agresores.

En el próximo capítulo analizaremos la cuestión del Estado y sus justos límites, en el cual estableceremos por qué la fuerza defensiva debe ser utilizada por la sociedad en su conjunto y no por el individuo, y en qué punto peligroso dicha fuerza defensiva puede transformarse inadvertidamente en fuerza agresiva y volverse casi imperceptiblemente contra aquellos mismos a los cuales debiera proteger.

 

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