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La corrupción de los funcionarios (1977)

Descripción del proceso de envilecimiento en que suelen caer muchos empleados y funcionarios públicos

 

He podido observar, durante el desorden inflacionario de 1975, cómo respetables amas de casa delinquían en un supermercado arrancando las etiquetas del último precio de los productos que compraban para abonar en la caja el valor viejo impreso debajo. Se podrá suponer que al saberse observadas estas damas experimentarían en sus rostros algún rubor, quizás un atisbo de vergüenza, un ligero vestigio exterior de la subyacente buena educación que sin duda tenían. Nada de eso. ¡Se autojustificaban diciendo que el ladrón era el dueño del supermercado, que aumentaba los precios abusivamente!.

Cuando Al Capone fue puesto entre rejas, lejos de mostrar arrepentimiento se sintió una víctima de la sociedad. Expresó entonces: «He pasado los mejores años de mi vida dando a los demás placeres ligeros, ayudándolos a pasar buenos ratos, y todo lo que recibo son insultos y persecución».

Salvando las distancias, aquellas respetables damas y Al Capone respondieron a idénticas pautas de comportamiento: el camino del delito se inicia con pequeñas corruptelas que se suelen justificar atribuyendo a otros o al «sistema» el tener que cometerlas, y, de no advertirlo a tiempo, se termina atrapado el submundo del crimen pretendiéndose víctima inocente de un injusto destino.

De entre las manifestaciones delictivas más generalizadas podemos considerar al soborno como el de mayor vileza, dado que en su consumación participan con igual grado de deshonra tanto el que recibe la dádiva como el que la concede.

Según el diccionario castellano, soborno es «la dádiva o cosa que inclina el ánimo para complacer a alguien; acción de sobornar, comprar, corromper a un funcionario». Hay por lo tanto un corruptor y un corrompido. Sea el soborno directo o encubierto, complaciente o compulsivo, siempre se da la concurrencia invariable de dos sujetos igualmente culpables y solidarios: el infractor y el funcionario corrupto. Ninguno es víctima del otro, sólo lo son de sí mismos. Y la sociedad paga así la consecuencia de alentar esta práctica con hipócrita actitud, pues todos condenan al funcionario venal, pero son pocos los que vacilan en pagar para seguir violando impunemente la ley.

Mi experiencia como empleado público me ha permitido estudiar el lento y angustioso proceso de degradación moral en que suelen caer casi inadvertidamente muchos buenos funcionarios, excelentes compañeros y mejores padres de familia, por su falta de principios firmemente arraigados e insuficiente formación ética. Ha dicho José Ingenieros: «Toda concesión en el orden moral produce una invalidez; todo renunciamiento es un suicidio». Salvo excepciones, nadie está dispuesto a corromperse voluntariamente. Yo diría que es como la drogadicción: se empieza con el alcohol y se termina con la heroína.

Se comienza en una zona inocua aceptando pequeños regalos por atenciones efectuadas sin incurrir en ilegalidad alguna: un expediente trabado, una información proporcionada con celeridad a tal amigo o el cortés asesoramiento sobre determinado trámite, y se recibe en gratitud un modesto presente. Nada de esto es ilícito y sería exagerado condenarlo, pero tampoco podrá negarse que la dignidad de la función ha comenzado a menoscabarse. Analicémoslo desde este punto de vista: dado que el funcionario está ejerciendo un cargo público por el cual se le paga un sueldo, si el favor que realiza es justo, sin duda el regalo es injusto, o por lo menos inmerecido, fuera de lugar. Ahora bien, si el regalo fuese justo, el favor concedido involucraría un privilegio injusto. Pero obviando este punto de vista sin duda discutible, podemos afirmar que este aspecto de la cuestión se halla dentro de las limitaciones humanamente aceptables.

Sigamos adelante. El que recibe obsequios se acostumbra a ellos y se adentra temerariamente en la búsqueda de mayores «dosis». No consumando formalmente ningún acto ilegal, su moral, sin embargo, va cediendo terreno. Conforme se avanza se comienza a penetrar imperceptiblemente en la zona roja o zona de peligro, donde una fina malla de tentaciones, intereses, apremios y coacciones está pronta a atraparlo. Esta zona es todo un laberinto de asechanzas donde el temor es vencido por la ambición. Todo se torna vertiginoso, los obsequios ya valen más que los favores concedidos y son tácitos adelantos para futuros «servicios» cuya ejecución se precipita, se hace apremiante, ya no se pide, se comienza a exigir. En algún punto impreciso de esta zona roja se halla la línea divisoria detrás de la cual se agazapa la deshonra total.

Es posible advertir a tiempo la proximidad de la zona de peligro, pero una vez en ella jamás se sabe cuándo se pisará el umbral del delito. Después sólo quedan tres posibilidades: el suicidio (ya no se usa), la cárcel o una vida sin honor (con dinero o sin él).

Tenía razón Voltaire cuando dijo: «Si los pillos conocieran el valor de la honradez, serían honrados de puro pillos».

 

 

© Enique Arenz. (Publicado en Correo de la Semana 21 de noviembre de 1977)

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