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La confesión de Hitler

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

 

1

Viajé a Israel para averiguar si era verdad que Adolfo Hitler se confesó con un sacerdote franciscano antes de suicidarse.

¿Por qué esperaba encontrar esa revelación justo allí? Lo explicaré.

Soy profesor de historia e investigador de historia religiosa. Mi trabajo consiste en viajar, meterme en todas las guaridas y recoger cuanto indicio, testimonio y documento me ayuden a develar misterios y probar sucesos aún desconocidos.

Yo acababa de leer una traducción muy deficiente del libro La religión de Hitler, del conocido escritor e investigador alemán Michael Hesemann, donde se describe al nacionalsocialismo como una secta esotérica y ocultista que practicaba ritos satánicos y de magia negra.

Esta sociedad se llamaba Thule Gesellschaft y fue fundada en Múnich en 1918 por el ocultista Rudolf Glandeck, barón de Sebottendorff, quien poseía una botellita babilónica que, según se decía, contenía un demonio extremadamente perverso llamado Belial, espíritu maligno que el rey Salomón había logrado capturar y encerrar en aquel recipiente para consultarlo como a un oráculo.

Hesemann afirma en su libro que Hitler odiaba a las dos principales iglesias cristianas de Alemania: la luterana y la católica romana, y que tenía un plan para reemplazarlas por una nueva religión, con su liturgia propia y sus textos sagrados. Su libro Mi lucha sería uno de estos textos, y ciertas obras de Richard Wagner como La cabalgata de las valkirias y la obertura de Los maestros cantores de Núremberg, integrarían el repertorio de su música sacra.

Debo señalar aquí algunas contradicciones. Es sabido que Hitler se declaraba cristiano y católico y que solía repetir en sus discursos públicos que admiraba y amaba a Jesús porque les declaró la guerra a los judíos. “Reconozco su lucha gigantesca contra el espíritu judío, y fue crucificado por ello. ¡Señor, no nos apartamos de ti! ¡Bendice nuestra lucha por nuestra libertad y por nuestra patria!”, clamaba en las tribunas de Múnich. Además, Eva Braun, Heinrich Himmler y otros jerarcas del nacionalsocialismo eran católicos romanos educados en colegios religiosos. De manera que no cabría dudar del catolicismo de Hitler, al menos en lo formal.

Sin embargo Hesemann asegura en su libro que cuando apenas comenzaba su vertiginosa carrera política, Adolf Hitler ya era un conspicuo miembro de la sociedad Thule Gesellschaft. Los líderes de la logia creyeron hallar en Hitler a su representante perfecto y decidieron ayudarlo a escalar el poder de Alemania con su red de influencias, cuantiosos recursos económicos y una eficiente organización secreta.

La sociedad contaba con una psíquica llamada María Orsitsch que los había convencido de que la raza aria no es originaria de la Tierra sino que vino del espacio exterior, de la estrella Aldebarán, para mayor precisión, situada a unos sesenta y cinco años luz de distancia. Esta creencia complementaba la hipótesis del pensador predilecto de Hitler, el aristócrata inglés Houston Stewart Chamberlain, en cuyo libro Las bases del siglo XIX, asegura que Jesús no era semita sino de raza aria. A su vez el filósofo nazi Ernst Bergmann publicó en 1934 un libro titulado Veinticinco puntos de la religión alemana donde expone la tesis de que Jesús no era judío sino un guerrero nórdico.

Pero algo pasó entre Hitler y la Sociedad Thule Gesellschaft.

En 1934, durante la llamada “Noche de los cuchillos largos”, muchos miembros de la sociedad fueron asesinados por orden del propio Hitler.

No se ha esclarecido aún este episodio oscuro de los primeros tiempos del poder nacionalsocialista en Alemania. Se conjetura que la Sociedad, muy allegada a los camisas pardas, habría intentado controlar a Hitler, o que habría pretendido participar desmedidamente de su poder. La reacción de Hitler ante estas presiones, según la versión, fue sacarse de encima a los dirigentes más influyentes y peligrosos.

Pero parece que uno de esos prominentes líderes logró huir de la masacre llevándose la botellita babilónica. Este personaje, cuya identidad se ignora, le hizo llegar a Hitler, ya en plena guerra, una clara advertencia: si por culpa de su traición Alemania era sometida a una nueva y humillante derrota, liberaría de su encierro a Belial, quien se ocuparía de castigar al indigno entregador de la patria aria, destinada a gobernar el mundo por mil años.

Hitler era un hombre profundamente supersticioso. Cuando las cosas en el frente empezaron a ir mal, se sintió aterrado.

En abril de 1945 hubo un instante patético en el búnker: fue cuando Hitler se dio cuenta de que en las últimas semanas había estado dando órdenes a regimientos que ya no existían. Se supo traicionado por Himmler e hizo ejecutar a Hermann Fegelein, cuñado de Eva Braun. Su poder temible se había diluido como escarcha matinal. Entonces decidió suicidarse para no caer en manos de los enemigos.

En ese momento sólo pensó en la manera de liberarse de la posesión demoníaca que lo acechaba desde las tinieblas. En un gesto desesperado habría decidido confesarse con un sacerdote católico para refugiarse en la misericordiosa protección de Dios.

La leyenda dice que sus asistentes le propusieron algunos de los curas que habían demostrado simpatías por el nacionalsocialismo en sus comienzos. Le mostraron varias fotografías y eligió a un franciscano que solía concurrir a las reuniones de Múnich, aunque más tarde, desilusionado, se había apartado de la política para recluirse en un monasterio de Berlín.

Llevaron al búnker al asustado franciscano quien se encontró ante un Hitler abatido que le rogó humildemente que lo confesara y le diera la comunión.

Esto es lo que dice la leyenda. Hasta el momento en que yo inicié mi investigación nadie lo había demostrado con pruebas ni testimonios fidedignos. Hesemann no lo menciona en su libro, y, hasta donde yo sé, ninguno de los empleados del búnker, que fueron interrogados durante años por la KGB soviética, mencionó ese suceso.

Pero yo había recogido de fuentes eclesiásticas confiables la versión de que el franciscano existió, que lo confesó efectivamente a Hitler, y que en 1950 fue trasladado a uno de los monasterios de Tierra Santa, con severas perturbaciones emocionales supuestamente causadas por las confesiones que escuchó.

Estas son las razones por las que yo estaba seguro de que en algún lugar de Israel, donde bajo cada capa de arena se oculta un enigma, y en cada socavón, un desafío arqueológico, encontraría elementos que demostraran o desmintieran esta apasionante tradición.

Pero hay otro motivo: yo sabía que entre los curas de la Orden de San Francisco de Asís anida cierto antisemitismo, tal vez alimentado por el largo tiempo que llevan renegando con los judíos en esas tierras de Dios, dato objetivo nada desdeñable, como se verá más adelante.

 

2

Me uní a un grupo de colegas cristianos que contrató como guía espiritual al padre Ariel García Lavallol, un franciscano español, erudito en historia, quién nos llevaría a recorrer los últimos descubrimientos arqueológicos realizados por arqueólogos de la Orden.

Con el cura nos hicimos muy amigos porque compartíamos la misma pasión por las investigaciones históricas. Era un sujeto simpático, conversador y muy versado en asuntos teologales. Como yo no quería delatar mis intenciones busqué tirarle de la lengua con un artilugio. En uno de los almuerzos que compartíamos mencioné las matanzas de judíos en los campos de exterminio, con el comentario indirecto (motivado por mi condición de hijo de inmigrantes italianos) de que Mussolini no fue un genocida, ya que se limitó a expulsar del país a los judíos extranjeros y encerró a muchos de los judíos italianos en los llamados “Campos de enemigos”, donde las familias permanecían unidas y los niños hasta tenían escuelas y actividades deportivas.

Supe al instante que había hecho sonar la nota desafinada justa en los sensibles oídos del cura.

―Vamos, Atanasio ―me dijo con un respingo que le salió del alma―, a ti no te habrán vendido también el cuento de los seis millones de judíos que mató Hitler en las cámaras de gas.

―¿Cuento…? Ariel, ¿qué estás diciendo? ¡Cuento…! El Holocausto fue jurídicamente probado en el Juicio de Núremberg y en el proceso contra Adolf Eichmann. Y te aseguro que las víctimas fueron muchos más de seis millones si a los judíos les sumamos los gitanos, homosexuales, discapacitados, enfermos mentales y testigos de Jehová. Y si ponemos en la lista a los prisioneros rusos, polacos y holandeses exterminados en el campo de concentración de Buchenwald tendremos una cifra espeluznante que supera a los diez u once millones. Esto no es un cuento, es una certeza histórica…

―No fueron tantos, no fueron tantos… Y yo te digo que Mussolini también mató a muchos judíos…

―Cuando Alemania invadió a Italia, en 1943, es verdad, cerca de ocho mil judíos italianos fueron deportados a Auschwitz y otros campos de exterminio. Pero para entonces Mussolini era un títere de los alemanes, no tenía ningún poder de decisión. No, Italia nunca fue antisemita. Sólo una pequeña proporción de los judíos italianos pereció en el Holocausto, la gran mayoría sobrevivió gracias a la ayuda de la Iglesia, de abnegados civiles, y hasta de militares italianos. En cambio Hitler…

―Pero Atanasio, no me hables del Holocausto, esas historias las inventaron los norteamericanos.

―¿Los norteamericanos? Vamos Ariel, seamos serios…

―Atanasio, ¿quién crees que maneja al imperialismo norteamericano?

―No lo sé, a ver, ilustrame, iluminá mi ignorancia.

―Pues el poder económico judío mundial.

Todos en la mesa reímos nerviosamente. La trivialidad era increíble. No sabíamos si hablaba en broma o en serio. Un viejo profesor del grupo le recordó buenamente que en esa mesa éramos todas personas cultas, y otro contertulio le reprochó que lo que acababa de decir era un mero prejuicio, un panfleto político impropio de un intelectual como él. «Hablemos en serio», le pedí en buen tono, «si no, cambiemos de tema porque estamos banalizando el mal, como diría Hannah Arendt».

―Oye, oye, oye. ¿Me estás diciendo que no existe el imperialismo norteamericano? ¡Pobre de ti!―. Y rió con una agradable risa que aflojó la tensión que se había producido.



Tal vez el padre Ariel advirtió que se estaba metiendo en una discusión política que probablemente no le estaba permitida. Cambió hábilmente el tono del diálogo y fue justo hacia donde yo quería.

―Escucha Atanasio, yo no lo defiendo ni lo justifico a Hitler, pero tienes que saber que antes de morir se confesó con un sacerdote franciscano.

Traté de disimular mi excitación.

―Eso no te lo creo ―dije fingiendo escepticismo―. Hitler creía en la magia, en la astrología y en los platos voladores, no era para nada un creyente cristiano.

―Pues mira, no sé, se han dicho muchas cosas; pero ya estando en las últimas mandó llamar a un franciscano. Si te digo que en la Orden eso se da por sentado…

―Me estás jodiendo.

―Pues créelo, es así como te lo digo.

―Ariel, me dejaste mudo, quiero saber más de ese asunto. ¿A qué fuente puedo recurrir?

El sacerdote permaneció un instante callado, como pensando en el paso que iba a dar. Tal vez sentía que había hablado demasiado, pero ya era tarde, no podía desdecirse ni pasar por un fabulador. Entre estudiosos de historia hablar al tuntún sobre objetos de investigación es un traspié que se paga con el descrédito. Luego de algunos segundos de indecisión, y viendo que el grupo estaba ahora distraído en otra conversación, acercó su cara a la mía y me dijo en voz muy baja:

―Si me prometes discreción, pero mucha discreción, yo podría presentarte a una persona que conoce todo ese intríngulis. Mira que nosotros tenemos prohibido ventilar estas cosas…

Se lo prometí y quedamos que al día siguiente, que era un día libre para el grupo, me llevaría a una casa de descanso para franciscanos retirados donde yo podría conocer a esa persona.

A la mañana siguiente bien temprano tomamos un taxi y fuimos a un monasterio ubicado en un lugar de Cisjordania que no revelaré. Esperamos sentados en un banco de piedra rodeados por un bellísimo jardín con flores de Santa Rita anaranjadas y rojas, malvones en grandes macetas de arcilla, olivos centenarios y palmeras de dátiles, hasta que apareció un franciscano muy viejito transportado en silla de ruedas por un fraile joven que lo dejó junto a nosotros y se retiró. Ariel saludó afectuosamente al anciano. Se llamaba Ignasi, era catalán y andaría cerca de los noventa años. Me presentó como a un amigo suyo y colega en historiografía, y le pidió como un favor especial que me contara lo que sabía acerca de la confesión de Adolf Hitler.



El anciano permaneció un minuto en silencio con una débil sonrisa y la mirada clavada en el piso. Luego levantó la cabeza y nos contó lo siguiente:

―El padre Hans fue llevado de urgencia hasta el búnker de Adolf Hitler en abril del cuarenta y cinco. Lo hicieron pasar a los aposentos privados del Führer, quien le pidió que lo confesara porque sabía que su muerte estaba cercana.

“Hans, que había llevado unas hostias consagradas, lo comulgó después de escuchar cinco horas de monólogo penitente, le dio la absolución, lo saludó con una inclinación de su cabeza y salió de la habitación, pálido y avejentado, absolutamente irreconocible, como quien ha estado mirando el infierno desde su mismo umbral. Luego fue regresado por una patrulla hasta su monasterio.

“Usted se preguntará cómo lo sé. Estimat amic, yo también estaba en ese monasterio. Nunca lo voy a olvidar, las bombas caían por todos lados, estábamos orando refugiados en el sótano donde habíamos trasladado las imágenes, documentos, libros y objetos sagrados, porque era nuestro deber quedarnos hasta el final. Hans había quedado en un estado deplorable. Hubo que llevarlo de la mano hasta su celda porque estaba tan obnubilado que ni podía orientarse en nuestro austero cenobio. Su capucha cubría permanentemente su cabeza, apenas le veíamos parte de un rostro transmutado y sollozante que murmuraba solo y tenía la mirada perdida. En resumen: parece que lo que había escuchado fue más, mucho más, de lo que un simple sacerdote podría soportar. ¡Y mira que nosotros escuchamos en el confesionario cosas de la puta madre! Pero, joder, nada como aquello…

“Imagino que el pobre Hans hubiera querido hablar con alguien sobre esa horrible experiencia, pero su condición sacerdotal le prohibía revelar siquiera una ínfima parte de lo que había escuchado en confesión, y para no tentarse optó por no hablar con nadie, con excepción del abad cuya compañía lo confortaba. Ninguno de nosotros, por supuesto, se acercaba al desdichado para preguntarle nada.

“Sin embargo hizo algo imprudente y reprochable, aunque no podemos juzgarlo porque nadie estuvo en sus sandalias. ¿Qué hizo el bueno de Hans? Escribió en un cuaderno todo lo que Hitler le había dicho. Pasó días y noches encerrado en su celda escribiendo. El abad lo dispensó de todos sus deberes y ordenó que le lleváramos el desayuno y la comida porque se negaba a salir de su encierro. Puede ser que haya encontrado algún alivio psicológico al recurrir a la escritura. Cuando terminó la guerra y recuperamos un poco el sosiego, la Orden decidió sacarlo de Europa y traerlo aquí, a este mismo lugar, para que iniciara su recuperación. Eso fue en 1950. A mí me mandaron con él para cuidarlo, y también trasladaron a su joven discípulo y asistente, Gunter, un seminarista holandés que se ordenó aquí unos años más tarde. Yo sólo me acercaba a Hans para preguntarle si necesitaba algo. Una vez me atreví a reprocharle lo del cuaderno, por la imprudencia sacramental que ello significaba. Asintió con la cabeza y me dijo con voz susurrante que pensaba destruir el cuaderno para evitar que alguien pudiera leerlo. Pero lo que no pudo prever el desdichado es que a raíz de todo lo que padeció se le pincharía un canut bajo la mollera y se iría de este mundo sin darse cuenta”

―¿Y qué pasó con el cuaderno?― pregunté.

―El cuaderno no apareció por ningún lado. Llegamos a pensar con alivio que Hans tuvo tiempo de destruirlo…o l’hi haurà portat amb ell. Décadas después Gunter me dijo a mí, sólo a mí, que lo tenía en su poder. Actuó mal, sin ninguna duda…

―¿Y dónde está esa persona? ―pregunté ansioso.

―Ahora vive en Roma.

―¿No sabe si leyó la confesión?

―No, no lo creo. Si esa confesión fuera leída se rompería el secreto canónico y el difunto Hans debería cargar en el otro mundo con una culpa muy grave. Así que asumo que Gunter ha sido fiel a sus votos y a su maestro. Si no destruyó el cuaderno, al menos quiero creer que no se ha atrevido a leerlo. Pero usted quería saber si era verdad que Hitler se confesó con un franciscano antes de suicidarse. Pues, sí señor, yo se lo confirmo.

―Pero… ―pregunté por preguntar― ¿qué valor tiene una absolución sacramental si quien la recibe piensa suicidarse?

―Es que no sabemos si Hitler se suicidó. No quedaron más pruebas que un montón de cenizas en un pozo. Algunos han dicho que logró huir a Sudamérica.

―Se dijo también que estuvo un tiempo en la Patagonia Argentina. Pero es un mito, Hitler nunca habría podido atravesar el cerco de los aliados.

―Hombre, tanto como eso no sé.

Le pregunté al catalán si conocía el domicilio de ese tal Gunter en Roma, para entrevistarlo. Para mi sorpresa, el viejo rebuscó en los bolsillos de su hábito hasta que encontró una ajada libretita. La consultó y no sólo me hizo anotar el domicilio de Gunter sino que se ofreció a concertarme una cita. Le preguntó al padre Ariel:

―¿Tienes celular internacional? Bueno, comunícame con Roma. Aquí tienes el número.

Mantuvo una corta conversación telefónica en idioma alemán. Se despidió en italiano para recomendarle:

―Toma nota, Gunter, toma nota: es el doctor Atanasio Polidoro. Atiéndemelo bien, mira que es un amigo. Que Dios te bendiga, padre, y pórtate bien con la autoridad papal.

 

3

Yo tenía que hacer escala en Roma para regresar a Buenos Aires, así que decidí quedarme en esa ciudad un par de días para entrevistarme con el padre Gunter.

Este sacerdote que, después me enteré, había sido suspendido en el ejercicio del sacerdocio por sus simpatías con el obispo separatista Marcel Lefebvre, vivía solitariamente en el centro de Roma, en proximidades de la Plaza de San Pedro. Se la pasaba encerrado leyendo y orando en un antiguo y descascarado departamento del primer piso de la calle Vicolo Cellini 18.

Lo ubiqué fácilmente porque se trata de una angosta callejuela sin aceras, de una sola cuadra de extensión, que comienza, como muchas otras parecidas, en la Vía de la Conciliacione. Me recibió amablemente y me convidó con un café recién preparado. Era un sujeto de edad indefinida, más bien bajo, calvo, de ojos claros y mejillas y nariz muy coloradas.

Mientras servía el café y hacía comentarios de ocasión sobre Tierra Santa observé cuidadosamente el entorno. Estábamos en una especie de biblioteca con miles de libros desordenados y polvorientos, muchos cuadros colgados, uno de Pío XII, otro que reconocí como el de monseñor Lefebvre y un tercero que no pude identificar. En un portarretratos pequeño, ubicado sobre una repisa, sorprendía la fotografía autografiada del actor y director australiano Mel Gibson. Conversamos en italiano.

―Así que usted es historiador.

―Así es ―respondí

―Italiano, por el apellido.

―Descendiente de italianos, yo soy de la Argentina.

―¿Argentina…? ―titubeó.

―La patria de la princesa Máxima ―le aclaré por su condición de holandés, pero siguió mirándome con el seño fruncido como si le estuviera hablando en chino.

―Maradona ―dije entonces, sabiendo que ese nombre mágico lo ayudaría a ubicar a mi país.

¡Ah, Maradona, Maradona! ―exclamó alegre, mientras con el puño derecho daba golpes en el aire simulando el gol hecho con la mano a los ingleses.

Cuando uno es investigador de historia suele ser acosado por tentaciones muy potentes para obtener información privilegiada. Con todo, soy un hombre ético y mis ambiciones profesionales se vieron siempre limitadas a la utilización de medios lícitos y moralmente inobjetables.

Sin embargo, la experiencia de aquella visita me hizo verme bajo un haz de luz que jamás me había iluminado antes.

Cuando vi el cuadro de Lefebvre imaginé que el holandés Gunter debía de ser un hombre difícil para la Iglesia, seguramente anti judío y hasta filonazi. No diré que quise hacerle creer que yo compartía esas ideas, pero apliqué la estrategia de seguirle la corriente, de no discutirle ni contradecirlo en nada.

Conversamos durante más de una hora. O mejor dicho, habló él, que estaba desesperado por desahogarse del ostracismo al que lo tenían sometido sus superiores, y con mi complacencia pasiva llegó a creer que se hallaba ante un interlocutor inteligente que lo comprendía ideológicamente.

―Mire, padre ―dije hipócritamente cuando tuve oportunidad―, yo siempre he creído que Hitler no estuvo muy alejado de la doctrina cristiana.

―No, para nada, se lo aseguro…

―Precisamente, el padre Ignasi me confirmó que antes de morir pidió confesar con un sacerdote franciscano.

―Sí, pero… aclaremos, no crea que haberse confesado ha sido un gran acto cristiano. Él pudo cambiar la historia, pero se acobardó… Yo creo que no fue adecuadamente elegido.

Estas palabras me descolocaron. ¿A qué se refería con que no había sido adecuadamente elegido? Iba a pedirle aclaraciones cuando sonrió ampliamente y me dijo en tono amistoso.

―Pero, tanto charlar y no le he preguntado para qué quería usted verme. Disculpe mi distracción.

Decidí tirarme al agua.

―Padre, usted conservó el cuaderno del padre Hans. Quisiera echarle una ojeada, si eso no contraría ninguna de sus convicciones.

Me miró fijamente con ojos escrutadores. Yo había obrado con cinismo e hipocresía durante una hora de charla, pero si fuese verdad que en ciertas ocasiones el fin puede justificar los medios, esa actitud mía sirvió eficazmente para que me tomara simpatía y confianza.

―¿Otro café?

―Con mucho gusto.

Mientras yo revolvía el azúcar él bebió un sorbo de su pocillo, se levantó pesadamente, fue hasta la biblioteca y trajo un cuaderno de tapa negra.

―¿Usted habla alemán?

―Ni lo hablo ni lo leo, apenas si mascullo, como ve, un poco de italiano.

―Bueno, entonces se lo presto para que lo mire. No me pida que le traduzca nada porque es un secreto de confesión. Usted comprenderá…

―Sí, sí, claro ―dije mientras tomaba el cuaderno con manos temblorosas.

Eran, lo menos, cien páginas amarillentas de letra diminuta. Sentí desesperación por saber qué decía ese valioso documento. Nunca en mi vida estuve tan alterado y ansioso ante la vista de una prueba histórica llegada a mis manos. La letra era nerviosa, despareja, por momentos inclinada hacia delante, por momentos se volvía morosa, alargada y se iba echando para atrás. Un grafólogo diría sin pensarlo mucho que quien escribió esas páginas vivía en una pesadilla perpetua.

Casi con angustia, debí devolverle el cuaderno a Gunter, quien, con cierta impaciencia, me lo sacó de las manos y lo llevó hasta su lugar en el tercer estante de la biblioteca.

―Se ha hecho tarde, ¿qué le parece si se queda a cenar?

―No sé, no quisiera abusar…

―Por favor, quédese, hace siglos que no hablo con una persona criteriosa y culta como usted. Nos tomamos unos vinitos…

―Bueno, acepto pero con la condición de que me permita ir a comprar el vino.

―Ah, ese privilegio no se le niega a nadie. Vaya y vuelva a eso de las siete. Traiga algún Cavernet Sauvignon. O mejor, dos. Tendré preparado un pollito al horno con papas.

Fui hasta un comercio cercano y compré una caja de buen vino que me costó la friolera de ciento veinte euros.

Cuando aparecí con la caja se le iluminaron los ojos.

―Las botellas que sobren quedan para usted como un regalo de mi parte.

―Usted es de los míos, no solo piensa bien sino que también le gusta el buen vino. Bueno, pase, vamos a comer.

La cena no fue mala. Gunter descorchó la primera botella. Las demás las fui descorchando yo, una tras otra. El cura se bajaba las copas de vino como si fueran de limonada. Yo bebí moderadamente y me ocupé de que su «cáliz» estuviera siempre rebosante.

Gunter hablaba sin parar. Con cada copa de vino soltaba más la lengua y me revelaba a borbotones sus ideas políticas y religiosas que eran confusas y totalmente insensatas. Yo asentía a todo y dejaba que siguiera convencido de que coincidía con sus locuras. El holandés mezclaba asuntos dogmáticos con la política de Berlusconi, despotricaba contra el Concilio Vaticano II y pasaba sin transición a comentar los protocolos de los sabios de Sión; hablaba de Jesús y tras cartón vituperaba contra la curia romana, pero enseguida pasaba a la crisis financiera internacional de la que culpaba a los judíos. Le festejé algunas sutilezas y le hice ocasionales preguntas para estimularlo a seguir hablando y bebiendo.

Cuando ya se había tomado la tercera botella comenzó a balbucear. Con la cuarta ya estaba totalmente borracho. Seguí llenando su copa mientras él hablaba cada vez más confusamente. Hasta que intentó levantarse de la mesa para enfatizar una irreverencia contra Pablo VI, tambaleó y cayó redondo sobre un sillón cuyos viejos resortes gimieron lastimeramente. Se puso a tararear La cabalgata de las valquirias y a gritar “¡Viva Lefebvre! ¡Viva Le Pen! ¡Viva Hitler!”.

Me da vergüenza escribirlo, pero yo, excitado y ávido como no me vi jamás en mi vida, repetía: ¡Viva!, ante cada una de sus exclamaciones, mientras me acercaba disimuladamente a la biblioteca.

Tomé el cuaderno del franciscano Hans, lo puse dentro de mi portafolio y me quedé junto a Gunter sirviéndole más vino y aguantándole la lata hasta que se durmió.

Me fui del departamento de la calle Vicolo Cellini casi corriendo, como lo haría un vulgar ladrón.

Al día siguiente abordé mi vuelo a Buenos Aires.

Tuve muchas horas para pensar en lo que había hecho. Pero como siempre se encuentran argumentos para justificar nuestros actos impropios, me convencí de que el viejo Gunter ni se daría cuenta de lo que le habían quitado. Era una persona desquiciada, con ideas extremistas e incoherentes, tal vez producto de su alcoholismo o de alguna deficiencia mental. Poco a poco me fui convenciendo placenteramente de que el cuaderno de Hans era mucho más útil en mis manos que en la biblioteca de ese loco fascista.


4

Ya de regreso en Buenos Aires tomé algunas decisiones. No haría traducir el cuaderno para preservar el secreto de mi “hallazgo”; afrontaría el estudio del complejo idioma alemán.

Antes que nada saqué una fotocopia de la primera página del cuaderno, la doblé y la guardé debajo del vidrio de mi escritorio con el propósito de hacerla analizar más adelante por un grafólogo.

En menos de una semana yo ya estaba cursando alemán junto a un pequeño grupo de colegas jóvenes.

Soy, creo, bastante inteligente y mi mente está muy adiestrada. Progresé en mi aprendizaje y no tardé en aplicar lo que iba aprendiendo a la lenta, laboriosa y apasionante tarea de traducir palabra por palabra el cuaderno de Hans.

El manuscrito comenzaba con una extensa introducción:

«El 25 de abril de 1945 las tropas norteamericanas y soviéticas se unieron cerca de Torgau, sobre el río Elba, cortando en dos el territorio de Alemania. Cuatro días más tarde, el 29 de abril, muy de madrugada, fui visitado por dos oficiales de la custodia de Adolfo Hitler, quienes me pidieron que los acompañara hasta el búnker del Fhürer porque éste quería hablar conmigo. La invitación me llenó de ansiedad, más aún cuando los enviados me recomendaron que llevara los elementos rituales para la confesión y comunión».

Durante varias páginas el padre Hans se extiende en descripciones del búnker y en resaltar el clima de tensión que electrizaba el lugar. Las personas van y vienen nerviosas, y el desánimo se refleja en las caras de civiles y militares. Cuenta que le sirvieron el desayuno en un comedor de oficiales y que debió esperar varias horas hasta que le anunciaron que podía pasar a los aposentos privados de Hitler.

Narra escuetamente cómo fue el encuentro, las palabras de saludo que pronunció el Fhürer al recibirlo, lo que le dijo acerca de saberse muy próximo a la muerte y su petición de confesar y comulgar.

Las páginas de introducción eran muchas, y el proceso de traducción, lento y tedioso. Pero como todas las descripciones eran importantes, fui avanzando disciplinadamente sin buscar atajos que me privaran de respirar, por así decirlo, el estado de turbación que invadía al sacerdote que tenía ante sí nada menos que al líder del Tercer Reich, arrepentido y dispuesto espiritualmente a confesar sus pecados.

Abrí un archivo en mi computadora y fui volcando allí cada frase que lograba traducir. En pocos meses mis progresos fueron notables. Nada se aprende tan rápidamente como lo que uno desea apasionadamente aprender. En menos de un año ya podía leer pausadamente un libro impreso. Pero como el cuaderno del padre Hans estaba escrito con una letra enrevesada y con una prosa confusa y reiterativa, la lectura fue inevitablemente dificultosa y muy lenta. Traduje pacientemente frase por frase, dejé en suspenso oraciones que no cerraban y finalmente comencé a pasar a la computadora los párrafos completos y comprensibles.

Cuando había logrado traducir más de veinte páginas que contenían meras descripciones y las primeras opiniones de Hitler relacionadas con la política internacional y los males que le esperaban a la civilización occidental, yo ya leía y anotaba casi de corrido.

Una tarde de mayo que no olvidaré jamás, el fantasmal Hitler que, gracias a mi avance en el dominio del alemán, ya estaba hablando fluidamente ante mis azorados ojos, comienza, casi abruptamente, a confesar sus pecados. Primero fueron cosas relativamente menores: infidelidades, incestos, perversidades familiares, inclinaciones sexuales impropias y venganzas (que él llamaba, curiosamente, «actos de justicia»), contra políticos, secuaces y hasta familiares.

El primer estremecimiento lo tuve cuando Hitler menciona que los miembros de la Sociedad Thule Gesellschaft, a la que pertenecía, lo eligieron para ser el canciller de Alemania, y admite que los embaucó para valerse de su apoyo. ¡Se confirmaba parte de la leyenda que yo conocía!

Una angustia desconocida comenzó a atormentarme a medida que avanzaba en la lectura. Eran de tal magnitud los horrores que confesaba Hitler que empecé a entender por qué el sacerdote perdió la razón, y luego la vida, como consecuencia de aquel acto sacramental. En cierto momento tuve la sensación de que en vez de una confesión Hitler estaba haciendo una afirmación de sus ideas políticas, militares y raciales. No parecía que se estuviera arrepintiendo de sus monstruosidades. Hasta creí ver un indicio de orgullo en ciertas partes del relato, aunque era el orgullo amargo de un perdedor. ¿Se arrepentía de lo que hizo o se estaba lamentando por su fracaso?

Llegué a traducir el cuaderno hasta la mitad. Cada nueva página había ido perdiendo el encanto de una investigación apasionante para transformarse en una tortura que se volvía insoportable.

Paradojalmente no se me ocurre mejor comparación que la música del propio Wagner para describir aquella progresión demencial: era un continuo e interminable crescendo cromático, como en la Muerte de amor de Isolda, donde la orquesta aumenta la tensión dirigiendo una exasperante masa de sonidos hacia una resolución superlativa final que no parece llegar nunca y que sube, sube y sube en una espiral implacable. Pero en la Muerte de amor de Isolda, la resolución retardada trae un alivio al oyente, lo saca de su ansiedad y le provoca un deleite auditivo incomparable. En el caso del cuaderno de Hans, la progresión consistía en el aumento implacable del horror, de un horror punzante que presagiaba un clímax que ningún ser humano sensible podría soportar.

No pude seguir traduciendo. Me enfermé gravemente. Como vivo en soledad, algunos de mis compañeros de la universidad se encargaron de internarme en un hospital psiquiátrico. Estuve meses con un cuadro maníaco depresivo que me hizo perder veinte kilos, pero respondí bien al tratamiento.

Lo peor vino después.

Cuando me dieron de alta y regresé a mi casa me di cuenta de que habían violado la cerradura. No me robaron dinero ni objetos de valor; sólo se llevaron mi computadora, el cuaderno del padre Hans que estaba guardado en una caja de seguridad que los ladrones abrieron como si fuera de lata, mis apuntes manuscritos y mi agenda.

Al mismo tiempo me entero, por un mensaje telefónico que me había dejado el padre Ariel García Lavallol, que el sacerdote holandés fue torturado y asesinado en su departamento de Roma, y que al padre Ignasi lo encontraron muerto, en condiciones dudosas, en su celda de Tierra Santa.

―¡Qué has hecho, Atanasio, qué has hecho! ―gritaba la voz de Ariel desde Madrid― ¡Me prometiste discreción! Llámame, por favor.

Intenté llamarlo varias veces pero su celular estaba muerto. Casi vuelvo a enfermarme.

Aunque jamás mencioné a nadie la existencia de la confesión de Hitler, no había dudas de que estas novedades estaban relacionadas con la pista de dicho documento. Había dos posibles explicaciones: que yo haya delirado o hablado en sueños durante mi internación inducido por la medicación, o bien que el Mosad (o agentes de la Sociedad Thule Gesellschaft, si es que todavía existe) detectaran la conversación telefónica entre el anciano Ignasi y el holandés Gunter que seguramente era un permanente sospechoso.

Con el tiempo he ido superando el miedo. Ahora creo que a los sujetos que cometieron esos crímenes y allanaron mi casa no les interesaba mi persona, sólo querían llevarse el cuaderno de Hans y todas las notas que yo había acumulado. Seguramente se dieron cuenta de que yo no había llegado a traducir más que la primera parte de ese cuaderno, por lo tanto no pude enterarme de lo más importante de esas confesiones: la resolución de aquella progresión cromática wagneriana que mató al padre Hans.

Al haber perdido el cuaderno, mi computadora y todos mis apuntes, me quedé sin ninguna constancia para formular una tesis seria. Pero inesperadamente, azarosamente, apareció ante mis ojos una prueba irrefutable. Fue como una sonrisa del destino.

¿Cuál fue esa prueba? La fotocopia de la primera página del cuaderno que guardé plegada bajo el vidrio de mi escritorio y que había olvidado completamente.

Los que violaron mi casa no la vieron, y yo la tuve ante mis ojos durante meses sin advertir su existencia. Hasta que un día, por pura casualidad, fijé la mirada sobre el rectángulo blanco, distraídamente, pensando en otra cosa. Y se me paralizó el corazón.

Pero hubo otra extraordinaria coincidencia: yo tenía abierto sobre mi escritorio un libro con los facsímiles de los manuscritos de Hitler. Intuitivamente aproximé la fotocopia para cotejar las caligrafías. El resultado fue el vértigo de una caída al vacío: el cuaderno de Hans había sido escrito ¡por el propio Adolfo Hitler!

Cuando logré serenarme pude reconstruir los increíbles hechos como realmente ocurrieron.

El padre Hans no llegó ni a verlo a Hitler, lo mataron apena ingresó en el búnker. El Führer se afeitó el bigote, se puso el hábito del sacerdote, se calzó sus austeras sandalias y fue llevado al convento con la cabeza y parte del rostro cubiertos por la capucha. Permaneció sin hablar y se encerró en su celda simulando padecer una grave perturbación mental. Allí escribió la falsa versión de una confesión que nunca existió. ¿Por qué lo hizo? Tal vez para justificar su aislamiento o para evitar asedios y preguntas. O ―es posible― para mantenerse ocupado inventando una fábula burlesca que terminó siendo, al correr de la pluma, una arrogante exaltación de sus megalomanías, y, quizás (esta posibilidad me aterra), el trazado de nuevos y demenciales planes futuros.

Las cenizas que encontraron los soviéticos cuando tomaron el búnker debieron de pertenecer a los cadáveres de Eva Braun y del padre Hans. Hitler esperó que Eva Braun masticara la cápsula de cianuro en cumplimiento de lo que pactaron entre ellos, pero luego le faltó el valor para hacer lo propio. Entonces urdió el plan de la confesión y escogió, entre varios sacerdotes conocidos, al que más se le asemejara físicamente.

Si las cosas ocurrieron así, habrá que aceptar con resignación que Hitler logró escapar con vida de los aliados.

Un supersticioso se consolaría pensando que de quien no pudo escapar fue de Belial, que le licuó el seso y se lo llevó a su tenebroso reinado.

Pero como yo no soy supersticioso, mis conclusiones son menos tranquilizadoras: no fue Hitler quien murió en el monasterio de Israel víctima de un accidente cerebro vascular. Hubo un chivo expiatorio también para esa ocasión.

Tengo una memoria prodigiosa para los detalles. Recuerdo que el anciano Ignasi, cuando nos habló de la posible destrucción del cuaderno por el propio Hans, agregó una coletilla imprudente, tal vez en un descuido senil o acto fallido. Dijo en catalán: “…o l’hi haurà portat amb ell”, que en español es: “…o se lo habrá llevado con él”. ¿Cómo un muerto se iba a llevar un cuaderno? Esta incuria verbal revela que el viejo sabía que el padre Hans no era otro que Hitler disfrazado y que, con o sin el cuaderno, se había fugado de Israel.

¿Complicidades eclesiásticas, tramas siniestras con mucho dinero en juego, pactos políticos inimaginables entre las potencias aliadas?

No me consta nada de eso.

Pero estoy en condiciones de afirmar que alguien con mucho poder lo sacó a Hitler de su búnker poco antes de la rendición alemana, lo mantuvo oculto varios años en un convento de Berlín, lo refugió por un tiempo en el lugar menos sospechado del mundo, el Estado de Israel, y lo envió finalmente hacia los confines de la vasta y complaciente Sudamérica.

© Enrique Arenz. Prohibida su reproducción.




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