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El vuelo de las mariposas negras

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

 

La mañana es fría y silenciosa. Amanece con una bruma espesa y pegajosa de olor pestilente, mezcla de humedad y huevo podrido. No hay un alma en la calle. Ni gorriones ni perros callejeros hay.

Antes que dejarme morir en aquella habitación penumbrosa con una gota de agua para mi sed, preferí salir y afrontar el frío y el peligro.

Me alivia que estés aquí, aunque no quieras escucharme.

Todo comenzó con esos rumores maliciosos… Luego vinieron las denuncias, una detrás de otra. Falta de mérito, dictaminó el juez, pero nadie le creyó. Aquellos que dudaron, terminaron convencidos de mi culpabilidad. Se fueron apagando los afectos y el respeto de amigos y conocidos de tantos años; se me vino encima un aluvión de desprecios, ingratitudes y miradas inclementes. Vos opinarás que eso era lo que yo merecía. Lo acepto, fui débil y no supe controlar mis inclinaciones, pero si sos justo reconocerás que también fui un buen tipo, que hice cosas buenas en la mayor parte de mi vida. No espero ese reconocimiento de la gente, pero que vos, tan luego vos, no aceptes mis explicaciones…

Las veredas rotas, las fachadas oscuras y sucias, y ese barro blanquecino acumulado sobre los umbrales de puertas que no se abren nunca; persianas cerradas, luces apagadas. Esto no puede ser real.

No querría cruzarme con personas conocidas que desviaran sus miradas. Sí, ya sé, tienen motivos para actuar así, pero igual el desaire duele, porque ayudé a muchos en esta ciudad y no es justo que lo olviden. Sólo querría encontrarme con alguien como yo, que comparta similar destino y conserve algún residuo de humanidad, alguien todavía sin pánico aunque tuviera el miedo que tengo yo. Pero mi miedo no ha llegado a la parálisis, o a la demencia. No todavía.

Continuaremos caminando a pesar de mi extrema debilidad. Y te seguiré hablando, aunque te obstines en rechazarme. Decime por qué no hay ni un comercio abierto, ni un puesto de diarios, ni un vehículo circulando. La plaza vacía, la calesita inmóvil, la escuela religiosa tapiada. Al lado, la iglesia de San Eleuterio, en la que oré toda mi vida. Atrás dejamos el hospital municipal donde atendí con vocación a enfermos graves y moribundos.

Ya han de ser las ocho y la mañana continúa igual, con una exigua claridad apenas consentida por la densa neblina. ¿Cuándo fue la última vez que caminé normalmente por estas mismas calles contestando el saludo deferente de cuantas personas se me cruzaban?

¿Escuchaste ese ruido seco? Tal vez una persiana que alguien entreabrió al oír el sonido de mis pies arrastrándose. No puedo llamar a ninguna puerta porque nadie me abriría. Sólo te tengo a vos. Si al menos quisieras escucharme…

Un momento… mirá esas formas oscuras que se mueven en aquella esquina. Son mariposas nocturnas, nubes de mariposas negras que revolotean furiosamente formando un gran círculo compacto. No hay sonidos ni luces, solo esa especie de rueda oscura que gira con la agitación de alas enloquecidas. Las conozco, muchas veces oí describirlas a los desdichados que las veían; ahora me buscan a mí. Vení, por favor, doblemos en la primera esquina, ayudame a avanzar lo más rápido que me sea posible. Sólo trato de retrasar lo inevitable, con la esperanza de que me mires y me escuches. Ay, otra vez las mariposas girando vertiginosamente. Retrocedamos, caminemos hacia allá. Tenemos que alejarnos. Pero de nada vale huir, las mariposas también están del otro lado. Sucederá ahora. ¿Cómo será? Me hago esa pregunta en un vano intento por estimular mi curiosidad y ahuyentar por algunos segundos ese pavor creciente que comienza a ahogarme. Sí, ayudé a mucha gente, alivié hasta donde pude el sufrimiento de mis semejantes, tenés que poner eso en la balanza. Por favor, consideralo antes de que sea tarde. Llegó para mí lo que mi larga experiencia con el dolor ajeno me había anticipado: el otro miedo, ese miedo que duele, que paraliza. Había creído ingenuamente estar preparado para este desenlace, pero nadie lo está jamás. ¿Acaso no lo sabía? ¿A cuántos desventurados intenté confortar cuando los rodeaban las mariposas negras? Siempre vi en sus ojos el espanto y la desesperación. Trataban de hacerme entender que las mariposas comenzaban a posarse sobre sus cuerpos exangües.

Las siniestras ruedas negras se acercan por los dos lados. Ya las tengo casi encima. Me arrepiento del daño que hice pero me conforto con el bien que también hice. Siento por primera vez el tormento del pánico. Estoy de rodillas, temblando en el medio de la calle, mientras las sombras comienzan a rodearme. Me arrastro hasta la vereda y me siento en el portal de un edificio. Si al menos me permitieras volver a hablar con vos, Jesús de Nazaret… ¿Pero cómo vas a hablar conmigo si ni siquiera estás aquí? En este momento descubro con horror que estoy solo, en la peor de las soledades, porque hace años que me has abandonado. Yo mismo te aparté de mi vida con mi infamante conducta, la única ofensa que vos proclamaste como absolutamente imperdonable.

Las mariposas giran furiosamente y al girar forman la aterradora rueda de molino que destinaste a los que jamás, en toda la eternidad, recibirán tu indulgencia.

* * *

El padre Severio Correa, sacerdote de San Eleuterio y ex maestro de la escuela religiosa, fue encontrado muerto en el umbral de un edificio público. En su muñeca derecha llevaba una pulsera que lo identificaba como paciente terminal del hospital municipal.

Era una mañana cálida y soleada. Los gorriones alborotaban en los árboles y caravanas de niños, con sus miradas desbordantes de inocencia y candor, arrastraban sus mochilitas camino de la escuela.

“Ay de aquél que escandalice a uno solo de mis pequeñitos… Lucas 17.1-2 / Mateo 18.6

 

 

© Enrique Arenz 2013

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