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El mito de los monopolios

El error de los intelectuales
Ensayo del escritor argentino Enrique Arenz

Capítulo 8º

En una de las tantas ocasiones en que el ensayista francés Guy Sorman estuvo en Buenos Aires, un periodista le preguntó si los monopolios eran contrarios al libre mercado. El inteligente divulgador contestó: “Sí, por completo”. Y ahí quedó su respuesta, no amplió el concepto, y dejó flotando la idea errónea de que todo monopolio (único vendedor) es antisocial.

Sorman no es el único liberal que descuida este capítulo tan importante a la hora de describir los diversos mecanismos de la economía de mercado. Es por esta negligencia que se ha llegado a creer que toda economía capitalista degenera inevitablemente en su propia contradicción: el monopolio. Una de las consecuencias de ese mito es que hasta algunos liberales han aceptado que ese supuesto defecto del sistema se corrija con leyes antimonopolio y ciertas intervenciones estatales en el mecanismo del mercado.

La Argentina no ha escapado a este prejuicio y tiene su propia ley antimonopolio que entre otras cosas prohíbe vender barato (a menos del costo) y restringe las funciones empresariales.

Pues bien, hay una clase de monopolio que se conoce en economía como «monopolio natural», surgido del mercado libre (no otra clase de monopolios que analizaré luego), y que no es una nefasta institución hostil a la libre competencia, sino -por el contrario- el resultado altamente deseable del proceso selectivo que dicha competencia genera. Es el paradigma de la división del trabajo, una especie de tributo público al esfuerzo perfeccionista, a la creatividad y a la sagacidad empresarial, la prueba más concluyente de la supremacía de los consumidores, quienes en decisiones que se modifican todos los días, determinan qué individuos o empresas han satisfecho mejor sus exigencias.


El derecho de propiedad

Veamos ejemplos sencillos. Los servicios insustituibles de nuestro pediatra o nuestro peluquero; el estilo ameno de nuestro escritor predilecto, el clima acogedor de cierto supermercado y el trato cordial que nos dispensa determinado vendedor de tal o cual comercio. ¿Acaso no ejercen una tiránica fascinación sobre nuestras voluntades? Las características del bar al que concurrimos cotidianamente influyen irresistiblemente sobre nuestra elección, como influyen las bondades de la espuma de afeitar que usamos y las virtudes morales de los amigos que frecuentamos con mayor asiduidad.

Si tenemos en cuenta todos estos condicionamientos naturales de la vida diaria, advertimos que en una sociedad contractual todos somos (o estamos en vías de serlo) monopolistas de, por lo menos, nuestra personalidad y de nuestras aptitudes profesionales.

Esto tiene una explicación muy simple: la natural desigualdad entre los hombres y la diversidad casi infinita de posibilidades creadas en el mundo moderno por el sistema de la división del trabajo, generan espontáneamente lo que en el orden empresarial se llama «monopolio» cuya esencia no difiere de lo que en el orden jurídico se denomina «patentes y marcas» y «derecho de autor» (distintas expresiones del derecho de propiedad), y que en el ámbito social conocemos como especialización, prestigio o éxito personal.

De lo cual se deduce que monopolio no es otra cosa que el exclusivo derecho de propiedad que toda persona tiene sobre lo que le pertenece.

 

Precio de monopolio

No tiene sentido entonces alarmarse por la existencia de monopolios en tanto estos sean producto de una selección de los propios consumidores. Pretender combatirlos mediante abstractas leyes antimonopolio, además de imposible, equivaldría a castigar a los triunfadores surgidos de la libre competencia (1).

Ahora bien, la pregunta que surge es si esta condición de «único vendedor» posibilita a quienes la alcanzan, establecer arbitrariamente precios de monopolio, es decir, precios superiores a los del mercado en competencia mediante el ardid de reducir la oferta de determinada mercancía cuyas existencias totales controlan.

Y es aquí donde aparece la vieja trampa dialéctica de la competencia despiadada. Esta engañosa teoría sostiene que si una empresa vende por debajo del costo hasta liquidar a todos sus competidores, se transforma por esta vía en un monopolio.

Tan fraudulento es este razonamiento que conduce a los incautos a una contradicción increíble: prohibir la competencia para garantizar la competencia.

El economista austríaco Murray N. Rothbard al analizar esta celada dialéctica en su libro Monopolio y competencia se pregunta

«¿Pero, que demonios hay de malo en el hecho de que la empresa más eficiente en cuanto al servicio del consumidor sea la que subsiste, en tanto que los consumidores se nieguen a ser clientes de la menos eficiente? Cuando una empresa sufre pérdidas, eso significa que tiene menos éxito que otras para satisfacer los deseos de los consumidores. Resulta curioso que los críticos de la competencia despiadada sean en general los mismos quejosos de que el mercado subvierte la soberanía del consumidor. La venta de productos a muy bajo precios, hasta con pérdida inmediata, es un gran beneficio para los consumidores, y no hay razón alguna para rechazar semejante donativo».

 

Tras lo cual Rothbard razona que el único problema imaginable surge del supuesto que, después de haber expulsado a todas las demás mediante prolongadas ventas a bajo precio, la única empresa restante, monopolista final, restrinja entonces las ventas y eleve el precio de sus productos hasta hacerlos de monopolio. Pero, se pregunta Rothbard, ¿qué puede impedir que esa ganancia de monopolio atraiga a otros empresarios dispuestos a socavar la empresa existente, consiguiendo para ellos una parte de las ganancias? ¿Qué puede impedir el ingreso de nuevas empresas de la industria, determinando el regreso a los bajos precios competitivos?

Es que competencia quiere decir «mercado abierto», no necesariamente con la presencia de muchos vendedores.

 

El poder de los consumidores

Esta potencial competencia no es, sin embargo, el único seguro que tiene la sociedad contra los eventuales precios de monopolio. Los consumidores, soberanos implacables, nunca pagarán un centavo más de lo que ellos creen íntimamente que valen los productos que consumen. Si el monopolista se piensa que una vez eliminada la competencia podrá resarcirse de las pérdidas anteriores y cobrar lo que se le antoje, se llevará una ingrata sorpresa: tan pronto como sobrepase los límites valorativos de los consumidores, éstos se irán retirando de la demanda efectiva determinando que el gasto total en el consumo del producto monopolizado disminuya, lo cual provocará pérdidas que no se compensarán con el descenso de la producción.

Los consumidores, en una reacción que se conoce técnicamente como «elasticidad de la demanda», habrán dejado de comprar dicho producto y gastarán su dinero en la compra de otros bienes, similares o diferentes. Con lo cual se demuestra, de paso, que no sólo compiten entre sí los artículos de un mismo rubro, sino que todos los bienes y servicios están permanentemente compitiendo por conquistar los escasos recursos de los consumidores.

 

Otro fantasma: el cartel

Los opositores al mercado libre también suelen expresar su temor de que por un lado las empresas de un determinado rubro se fusionen en una gigantesca y única corporación, y por el otro, que esas mismas empresas, sin necesidad de fusionarse, pacten entre sí para formar un poderoso cartel a fin de controlar monopolicamente cupos de producción y precios.

En primer lugar no hay nada de malo en que un grupo de empresas competidoras se fusionen a fin de aumentar la eficiencia mediante un mejor aprovechamiento de los factores de producción y obtener mayores ganancias. Las empresas se fusionan de la misma manera (y con la misma legitimidad) con que los particulares unen sus capitales para constituir una sociedad anónima.
Por otra parte debemos reírnos del temido y cinematográfico cartel, siempre fugaz, siempre endeble y siempre traicionado por sus mismos integrantes. El cartel se disuelve tan pronto como las empresas más eficientes del grupo se hartan de favorecer a las menos eficientes, o cuando un fuerte competidor se presenta a desafiarlo. Se trata de una unidad transitoria, generalmente un sondeo hacia una futura fusión definitiva, y, en esencia, ninguna diferencia hay entre ambas clases de asociación empresarial.

El mercado libre admite estas maniobras empresariales. Aunque la intención de los empresarios sea egoísta y sus objetivos deliberadamente monopólicos, siempre resultan beneficiados los consumidores. El sistema funciona equilibradamente si existe «igualdad ante la ley» y «mercado abierto».


Monopolios artificiales

Hasta ahora hemos hablado únicamente de esas inofensivas entelequias llamadas monopolios naturales. Es preciso que analicemos ahora a los otros monopolios, a los verdaderamente odiosos y antisociales, productos del privilegio y la inmoralidad política, monopolios que por definición constituyen la antítesis del mercado libre. Me refiero a los monopolios artificiales formados al amparo del Estado; los únicos monopolios peligrosos y socialmente injustos. Francis Wayland los definió así:

«Monopolio es un derecho exclusivo otorgado a un hombre o a un conjunto de hombres para que utilicen su trabajo o capital de alguna manera especial».

 

Era precisamente a este tipo de monopolio al que se refería el Parlamento Británico cuando en 1624 declaró solemnemente:

«Todos los monopolios son completamente contrarios a las leyes de este Reino y son y serán nulos».

 

El monopolio artificial, por consiguiente, surge de un privilegio especial que otorga el Estado a favor de un individuo, casta o grupo particular para vender o producir determinados bienes con exclusividad, quedando compulsivamente prohibido a los demás el ingreso a ese campo de la producción.

En resumen: con excepción quizás de los medios de prensa que, a mi modesto parecer, requieren una legislación especial para evitar su eventual concentración y garantizar de esa manera el derecho al pluralismo informativo del público, si queremos proteger efectivamente a los consumidores, nuestro objetivo debe ser la derogación de todas las leyes antimonopolio que traban y entorpecen el libre comercio.


(1) Los absurdos procesos judiciales que tanto el Departamento de Justicia de los Estados Unidos como la Comisión Europea han instruido contra la empresa Microsoft, a la que se acusa de que sus programas no son compatibles con los de sus competidores, se inscribe dentro de este prejuicio, enemigo de la inteligencia y la creatividad en el mundo de los negocios).

 

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