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El hombre y la sociedad

Ensayo de Enrique Arenz sobre la doctrina liberal

 

Capítulo 3º

 

Durante siglos la filosofía y la ciencia se han  venido preguntando “¿Qué es el hombre?”. Desde Aristóteles, que formuló la primera definición, hasta nuestros modernos sociólogos, se han elaborado miles de respuestas a este antiguo interrogante.

Julián Marías, en su Antropología metafísica, nos ha demostrado que esta pregunta está equivocada y que, por eso mismo, ha conducido invariablemente a respuestas igualmente equivocadas. Si alguien llama a la puerta, nos dice el eminente pensador hispano, preguntamos “¿Quién es?” y no “¿Qué es?”. Y nos recuerda luego que el lenguaje cotidiano suele ser más razonable que la filosofía. La pregunta, pues, ha sido siempre mal planteada, y como consecuencia de ese error, al hombre se lo ha estudiado siempre como una cosa.

Precisamente cuando Severino Boecio definió en el siglo V lo que es persona, dijo que era “una sustancia individual de naturaleza racional”, de lo que se desprende que una persona es una cosa aun cuando debamos agregarle una cualidad específica que la distingue de otras cosas.

Pero el hombre no es una cosa, como nos lo explica Marías, porque ser cosa quiere decir tener una realidad ya dada, fija y, al menos relativamente estable; y si es cambiante, sus mutaciones responden a fenómenos regulares y preestablecidos por la naturaleza.

El hombre, en cambio, se hace a sí mismo, forja su personalidad, cultiva su inteligencia, lucha contra la adversidad, distingue entre el bien y el mal, elige su destino y procura asemejarse a su Creador obedeciendo a un irresistible impulso de autoperfección. Es un ser único, inigualable e irrepetible. Tiene independencia de ideas y sentimientos, pero al mismo tiempo es socialmente interdependiente. Su vida es individual, pero indisolublemente galvanizada a la interacción social. Toda interpretación de la vida humana que la identifique con las cosas la falsea irremediablemente.

“A la pregunta ‘¿Quién es?’ -dice Julián Marías- la respuesta normal y adecuada es: ‘Yo’. Naturalmente, ‘Yo’ acompañado de una voz -de una voz conocida-, es decir, de unacircunstancia”.

El más moderno de los sistemas políticos, el liberalismo, tuvo el mérito de crear una cosmovisión basada en el individuo, a quien instaló en el centro de la escena. La simple noción de que cada hombre es un ser único, inigualable e irrepetible -en coincidencia con la moral individualista del Cristianismo- permitió la transformación del mundo multiplicando espectacularmente los recursos y las posibilidades para beneficio no de algunas clases sociales sino de toda la humanidad.

Para comprender la importancia de la libertad desde el punto de vista de la doctrina liberal, es preciso que analicemos al hombre como unidad actuante. Unicamente así podremos interpretar su actuación social y establecer la zona de peligro donde su libertad individual entra en conflicto con las complejidades de esa abstracción impersonal y frecuentemente deshumanizada que llamamos la sociedad.


El Ego que llevamos dentro

“El Ego (Yo) es la unidad del ser actuante -afirma von Mises en La acción humana-; constituye dato irreductible cuya realidad no cabe desvirtuar mediante argumentos ni sofismas. El Nosotros es siempre fruto de una agrupación que une a dos o más Egos. Si alguien dice Yo, no se necesita mayor ilustración para percibir el significado de la expresión. Lo mismo sucede con el y, siempre que se halle específicamente precisada la persona de que se trate, también acontece lo mismo con el Él. Ahora bien, al decirNosotros, es imprescindible una mayor información para identificar qué Egos hállanse comprendidos en ese Nosotros. Siempre es un solo individuo quien dice Nosotros. Y aun cuando se trate de varios que se expresan al mismo tiempo, siempre serán diversas manifestaciones individuales.”

A excepción del liberalismo, todas las ideologías importantes han negado el Ego y exaltado el Nosotros. El marxismo, el nazifascismo y las diversas expresiones socialistas tienen esa particular y común característica. Desde que el positivista Augusto Comte inventó el concepto “altruismo” como sinónimo de abnegación o noble afán por el bien ajeno, se consolidó un falso código moral que impone a las personas el deber de renunciar al propio bien y sacrificarse por los demás, considerándose a toda manifestación de egoísmo como expresión de vileza y mezquindad (inmoderado amor a sí mismo, según la dudosa definición del diccionario castellano). Escribió Comte en su Discurso sobre el espíritu positivo: “Para  el positivismo el hombre propiamente dicho no existe, no puede existir más que la humanidad”.

Hasta una moderna ciencia como la psicología ha negado tradicionalmente el Ego como cualidad intrínseca del ser humano (más adelante analizaremos la teoría freudiana sobre la personalidad), lo cual contribuyó a difundir la creencia universal, de peligroso contenido ideológico, de que ese supuesto vicio ¾ el egoísmo¾ es inducido al hombre por las alienantes influencias de la sociedad capitalista.

La filósofa rusa Ayn Rand, desafiando el rechazo irreflexivo que el concepto “egoísmo” provoca en el común de las personas, lo definía como una virtud eminentemente humana(Ayn Rand, La virtud del egoísmo). Y la doctrina liberal, al determinar que el hombre actúa siempre para incrementar su personal satisfacción, admite que la acción es siempre necesariamente egoísta, pero al mismo tiempo deja en claro que en un sistema de libertad, ese egoísmo conduce a cada individuo a perfeccionar el servicio que presta a sus semejantes a fin, naturalmente de obtener mayores ganancias os satisfacciones. En los mercados competitivos del mundo libre, millones de personas que jamás se conocerán se sirven incansablemente unas a otras.

Adam  Smith lo expresó claramente: “No es de la benevolencia del carnicero, del almacenero y del panadero que esperamos obtener nuestro alimento, sino de su propio interés. No imploramos su humanidad sino que acudimos a su egoísmo; nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”.

No es cosa fácil asimilar este razonamiento, y nadie que no sea capaz de autoexaminarse y aprehender la importancia de su propia individualidad podrá lograrlo. Más adelante desarrollaremos algunos razonamientos que ayudarán al lector a comprender este enfoque.

Pero entretanto, creo que no tiene sentido discutir si el egoísmo es un vicio o una virtud si antes no hemos discernido si el Ego es un atributo natural del hombre o una mera apariencia adquirida por contagio del medio social. Eso es lo que analizaremos a continuación.

 

La opinión de Freud

Según la teoría freudiana, el aparato psíquico de la personalidad se vincula a una estructura mental compuesta por tres instancias: el Ello, el Ego y el Super Ego. (Freud las llamó “instancias” por su semejanza con los tribunales de justicia).

El Ello constituiría un conjunto de impulsos dinámicos de naturaleza inconsciente que inducen a la persona hacia determinados fines: el Super Ego sería la instancia que juzga. Censura, prohibe, constituyendo una especie de contrapeso de los impulsos del Ello (lo que habitualmente conocemos como la conciencia moral); y finalmente el Ego sería un órgano de mediación entre el Ello (impulso inconsciente) y elSuper Ego (inhibición moral) asegurando la unidad e integridad de la persona.

Sostiene Freud que el Ello entra en conflictocon el Ego y elSuper Ego, ya que estas dos últimas instancias estarían permanentemente conteniendo y limitando las exigencias de descarga inmediata de la primera.

Hasta aquí no hay motivo de discusión: con ser todo esto materia opinable y lejos por cierto de estar científicamente demostrado, podemos sin embargo aceptarlo como una interesante hipótesis.

Pero lo que viene después es otra cosa: sostiene la teoría freudiana que el recién nacido llega al mundo sin las instancias del Ego y el Super Ego, las cuales se irían configurando a la progresiva interacción de la realidad y que, desde el punto de vista genético, solamente traemos al mundo la instancia Ello.

Lo cual, en lenguaje corriente, quiere decir que nacemos igual que los animales, puro instinto, sin alma (o con un tercio de ella), sin individualidad, sin herencia espiritual ni condición humana, y que nos convertimos en personas gracias únicamente a las influencias del entorno social.

Esto es, a mi juicio, demasiado audaz y requiere ser tomado con mucha cautela. Si aceptáramos esta hipótesis tendríamos que darles la razón a Marx y a Trostky: una sociedad capitalista sólo puede formar hombres egoístas, neuróticos y desdichados, en tanto que una sociedad socialista los haría solidarios, altruistas y felices.

Estas y otras conclusiones excesivamente hipotéticas y ambiguas de la psicología han sido utilizadas como herramientas dialécticas a favor de los extremismos más inhumanos.

 

Somos únicos en el Universo  

Observemos ahora el asunto desde otra óptica.

Piense el lector por un momento en el milagro asombroso de su propia existencia:

Yo soy un ser único, inigualable e irrepetible. Nadie, absolutamente nadie, es igual a mí. Jamás ha existido ni existirá en este mundo otro ser como yo. Nadie fue, es ni será como yo, constituido biológicamente de la misma manera, ni influido por idénticas circunstancias ni dotado de las mismas energías, sentimientos y percepciones.

¿Quién soy yo en definitiva? Nada menos que el prodigioso resultado, la estupenda obra maestra de un ininterrumpido encadenamiento de circunstancias sociales, económicas, históricas y culturales entrelazadas sutilmente con otras tantas combinaciones genéticas mediante las cuales diminutos genes y cromosomas alteraron caprichosamente sus proporciones, decidieron acentuar tal rasgo y atenuar tal otro, se unieron y se desunieron millones de veces y predominaron unos sobre otros a lo largo de miles de años en una sucesión interminable de actos de amalgamas, superposiciones, cruzamientos y fusiones que posibilitaron el milagro de que entre millones de posibilidades contra una,apareciera en este mundo y en este siglo, un sujeto como yo.

Un solo hecho imprevisto y casual -¡uno solo, por insignificante que éste hubiera sido!- producido como al pasar en algún punto de mi oscuro pasado genealógico, quizás en la era neolítica o en la Edad Media, una guerra, una epidemia -¡qué digo!-: un solo espermatozoide que hubiese perdido la carrera en alguna unión consumada por algún remoto antepasado mío, hubiese sido suficiente para que yo no existiera.

¡Qué maravillosa lotería cósmica hemos ganado quienes llegamos a este mundo! Como una débil hebra, nuestra individualidad única e irrepetible (nuestro Ego) ha logrado abrirse camino a través de miles de generaciones sorteando un verdadero laberinto de asechanzas selectivas, avanzando por senderos que constantemente se bifurcan hacia la vida y hacia el abismo, sobreviviendo mágicamente a los peligros de ruptura de algún eslabón de esa inimaginable y frágil cadena de combinaciones genéticas y sociales, con el misterioso objetivo de otorgarnos a cada uno de nosotros el privilegio de la vida.

Tardó miles, quizás millones de años en construirse nuestra individualidad única e irrepetible, nuestro maravilloso Ego. Somos por lo tanto, el producto indiviso de la combinación de los caracteres biológicos y espirituales de nuestros antepasados laboriosamente construidos desde el principio de los tiempos en perfecta armonía con el Universo y conforme los planes del Supremo Hacedor.

Pero no hemos heredado de nuestros ancestros únicamente los caracteres biológicos y espirituales que conforman nuestra personalidad. Llevamos también dentro de nosotros energías potenciales de magnitud desconocida que nos vienen desde el fondo de la historia y que hacen de nosotros hombres síntesisdotados de una capacidad creativa acumulada por generaciones que solamente podrá manifestarse plenamente en un ámbito de libertad individual exento de presiones inhibitorias. (Esto lo veremos en el capítulo 3º)

Antes de seguir adelante permítaseme una divagación: dejándome llevar por el apasionante análisis de nuestro origen existencial me puse a pensar que si la Revolución Industrial del siglo XVIII, por efectos de la abundancia de alimentos que logró generar, multiplicó vertiginosamente la población europea, bien podemos todos nosotros agradecer a ese acontecimiento histórico no sólo que nos haya proporcionado una vida mejor que la de sus contemporáneos, sino que nos haya concedido la vida misma, ya que las precarias cadenas biológicas de la mayoría de nosotros se habrían interrumpido de no haberse producido ese trascendente cambio social. (Los izquierdistas deberían reconocer que cuando predican contra el capitalismo están repudiando ingratamente su propio origen existencial y contribuyendo al mismo tiempo a mutilar las cadenas biológicas de futuros seres humano que también querrán venir a este mundo. En tal sentido, acaso actúen, sin saberlo, como agentes selectivos de la naturaleza). Utilizaré esta idea más adelante.

Hecha esta digresión, retornemos al tema central.

Afirmar que somos el producto único e irrepetible de la combinación de los caracteres biológicos y espirituales de nuestros antepasados no implica de ninguna manera negar la circunstancia social como factor coadyuvante a la formación y consolidación de nuestra personalidad. “Yo soy yo y mi circunstancia -ha expresado con genial concisión Ortega y Gasset-, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.  Precisamente Ortega a través de su teoría de la vida humana y de la vida histórica y social ha afirmado que toda consideración biológica -es decir, genealógica- es insuficiente. “La vida humana -escribió- no consiste meramente en sus estructuras psicofísicas, sino en lo que el hombre hace con ellas”. Ortega se refiere al conjunto de interpretaciones sociales de la realidad: creencias, ideas, usos, estimaciones, etcétera, que él llama “vigencias”. “El mundo -dijo-es un sistema de vigencias que permite al hombre orientarse y hacer su vida”.

Pero esa abstracción llamada sociedad, lejos de ser la negación del Ego es su más concluyente afirmación, pues valiéndose de ella el hombre rehuye los peligros del aislamiento y disfruta de las ventajas culturales y económicas de la interdependencia social.

 

El egoísmo no es un vicio  

Resulta claro, entonces, que somos seres individuales. Esta condición determina que actuemos individualmente, impulsados por nuestro Ego en la búsqueda de situaciones más placenteras para nosotros, aun cuando cooperemos con los demás.

Decididamente, venimos al mundo con la impronta de nuestroEgo y con una saludable y natural tendencia al egoísmo, que no es otra cosa que amor por nosotros mismos, pero no un amor inmoderado -como dice el diccionario- sino humano, puro y racional.

Augusto Comte y Schopenhauer, entre otros pensadores, lograron imponer a la humanidad un código moral que obliga a las personas a avergonzarse de su egoísmo y a sacrificarse sin recompensa alguna por sus semejantes. Se trata de una ética que conduce directamente a la autodestrucción. Lo trágico de esta falsa moral es que los hombres no se atreven a cuestionarla porque están íntimamente convencidos de su legitimidad, pero tampoco pueden practicarle por ser contraria a la naturaleza humana, dicotomía que ha dado origen a una subcultura contradictoria, enfermiza e hipócrita que tantos estragos están causando en todo el mundo occidental.

El Ego es por lo tanto un valioso componente de la condición humana que induce al hombre a perfeccionarse y a elevarse hacia formas superiores de la inteligencia y el espíritu, siempre que dicho Ego goce de libertad para expresarse espontáneamente. Nada más peligroso y antisocial que ese mismo Ego actuando bajo un régimen totalitario o colectivista, porque en ese medio inclina al hombre hacia el menor esfuerzo y a tratar de vivir a costa de los demás. Hacen bien los comunistas en querer cambiar la condición humana, ya que en ese sistema el hombre tal cual es no puede sobrevivir. La negación del Ego y la exaltación de lo colectivo conducen inevitablemente al desaliento de toda iniciativa y esfuerzo individual.

En libertad, en cambio, cada cual satisface los impulsos de suEgo de una manera necesariamente útil a la sociedad. Quien quiere ser rico debe interpretar y satisfacer los caprichos y cambiantes deseos de los consumidores. De lo contrario su egoísmo no le servirá de mucho.

Aun el filántropo que se desprende de todos sus bienes para ayudar a los necesitados, está actuando también egoístamente, es decir, en la búsqueda de su propia satisfacción que en este caso no es una satisfacción material sino superior, propia de las almas elevadas. Con su generoso desprendimiento, pretende suprimir el malestar que le ocasiona el sufrimiento ajeno. “La generosidad es el único egoísmo legítimo”, dijo una vez el poeta Mario Benedetti. Hasta la iglesia ha hablado del egoísmo sagrado que subyace en la santidad de los elegidos.

Cuando decimos a un niño que no sea “egoísta” y que convide a otros niños con sus caramelos, en realidad, a veces sin saberlo, lo estamos induciendo a gozar del elevado sentimiento de la amistad, pues le proponemos que trueque el placer pequeño de comerse todos los caramelos, por el placer mucho mayor y más redituable de compartirlos generosamente con sus amiguitos. No le estamos enseñando a ser menos egoísta sino a levar las aspiraciones de su Ego.

Cuando el joven rico le preguntó a Jesús: “Señor, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”, el Mesías le respondió: “Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo”. Luego explicó a sus discípulos: “De cierto os digo, que no hay nadie que no haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna”.

Comprobamos así que el Evangelio no contradice el principio praxeológico según el cual todo hombre, al actuar, busca beneficios, satisfacciones y recompensas personales. Nadie actúa de manera que su acción le provoque un malestar, salvo que dicho malestar sea el transitorio precio que ha de pagar por una satisfacción o recompensa más ambiciosa.

Por ejemplo, el que paga un elevado precios por un automóvil último modelo se está infligiendo un malestar muy grande al desprenderse de esa fortuna. Sin embargo, este precio le permitirá disfrutar del placer aun mayor de poseer el anhelado automóvil. El que renuncia a todos los bienes terrenales por el reino de los cielos está procediendo conforme a la misma regla praxeológica.

Todo es, en definitiva, un intercambio de energías, y, como veremos más adelante, el hombre sólo accede al intercambio si valora en más lo que recibe que lo que da, así se trate de un automóvil o del reino de los cielos,
La ética liberal es coincidente con la ética cristiana: ambas nos orientan hacia fines trascendentes, nos enseñan a elevar nuestro Ego, es decir, a hallar gratificaciones personales en objetivos que benefician a otros. De ninguna manera a reprimir o suprimir nuestro Ego. Cuando éste se eleva converge armoniosamente con el de los demás. Es posible así la libre cooperación social tanto más fecunda y humana cuanto más se respeta al hombre como individuo. El simple intercambio comercial en un mercado inadulterado es un ejemplo de convergencia de Egos. Dos personas que intercambian honradamente sus bienes procuran egoístamente satisfacer sus personales deseos; sin embargo (según la teoría subjetiva del valor que analizaremos más adelante) ambas se benefician porque cada una valora en más lo que recibe que lo que da. Se produce así la forma más elemental de cooperación social, piedra angular de esa institución del capitalismo llamada Mercado.

Todo ser humano tiende, por otra parte, a elevar constantemente sus aspiraciones. Su acción siempre tiene por objeto alcanzar un estado más satisfactorio, pero como la felicidad total jamás se alcanza, en la medida en que el hombre logra las metas inmediatas que se propone, utiliza estas metas como medios para fines más elevados. De esta manera, el comerciante que ha amasado una gran fortuna sirviendo a los demás, puede ahora desprenderse de ella para ayudar a los pobres y gozar de un placer supremo que antes no había conocido.

 

El hombre como entidad social

 

El hombre es, como queda dicho, un ser individual. Pero al mismo tiempo es una entidad social, ya que no puede vivir aislado. “Mi vida es individual, pero constitutivamente está hecha de substancia social. Sin sociedad no hay vida humana” (Julián Marías).

Ninguno de nosotros sería capaz por sí solo, prescindiendo absolutamente de sus semejantes, de proveerse de las comodidades, buena alimentación y satisfacciones de todo tipo que en nuestros días le proporciona generosamente la sociedad en que vive. ¿Quién de nosotros podría fabricar su automóvil, construir su casa, confeccionar su ropa, curar sus enfermedades, armar su televisor y luego su propia estación transmisora, imprimir los diarios que lee y proveerse de luz eléctrica, gas, combustibles y mil servicios que utiliza diariamente casi sin darse cuenta?
Descubrimos el inmenso beneficio que obtenemos de la cooperación social solamente cuando somos capaces de darnos cuentas de lo poco que damos a cambio de lo mucho que recibimos. Nuestros conocimientos, nuestros esfuerzos, nuestras habilidades personales son ínfimos al lado de lo mucho que tenemos a nuestra disposición.

Este es el resultado de la cooperación social que bajo un sistema capitalista se manifiesta en la división del trabajo y el libre intercambio. Para poder sobrevivir, cada uno de nosotros se ve precisado a intercambiar sus propias energías creadoras con las de los demás. De esto deducimos que si todos fuésemos iguales nadie sobreviviría por la sencilla razón de que nadie podría obtener más de lo que él mismo supiera crear, lo que no alcanzaría para asegurar la propia subsistencia.

La división del trabajo es un sistema de cooperación social que sólo es posible por la infinita diversidad de capacidades y energías individuales en permanente complementación, equilibrio y cooperación.
Llegamos así a la conclusión de que somos individuos interdependientes. Nuestra supervivencia depende tanto de nuestra diferenciación individual como de nuestrainterdependencia social.

“El individuo no existe como persona aislada sino en virtud de su herencia social y cultural. Aislado se vería reducido a la impotencia y convertido en una nulidad”, expresó Leonard Read en una de las conferencias ofrecidas en 1957 en el Centro de Estudios sobre la Libertad. Y refiriéndose a la diferenciación del hombre, agregó: “Si los hombres fuesen idénticos a una persona determinada, perecería la humanidad. Nadie podría subsistir por la misma razón por la cual no puede subsistir ninguna persona aislada”.

 

La sociedad y los entes colectivos

 

Sin embargo, debemos advertir que lo que llamamos “sociedad” es una abstracción cuya existencia sería inconcebible sin los individuos que la componen.

Von Mises nos advierte que la acción es obra siempre de seres individuales y que los entes colectivos operan, ineludiblemente, por mediación de uno o varios individuos, cuyas actuaciones atribuyéndose a la colectividad de modo mediato. “Dicho significado atribuido a la acción da lugar a que ciertas actuaciones se consideren de índole particular mientras otra es tenida por estatal o municipal -nos dice enLa acción humana-. Es el verdugo, no el Estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en acción estatal”. Y concluye el tema con esta advertencia:

“Quienes pretenden iniciar el estudio de la acción humana partiendo de los entes colectivos tropiezan con un obstáculo insalvable, cual es el de que el individuo puede pertenecer y (con la sola excepción de las tribus más salvajes) de hecho pertenece, a varias agrupaciones de aquel tipo. Los problemas que suscita esta multiplicidad de entidades sociales coexistentes y su mutuo antagonismo sólo pueden ser resueltos mediante el individualismo metodológico”.

Precisamente, es en las redes de ese ente impersonal llamado sociedad donde el hombre encuentra los elementos negativos que más gravemente inhiben sus energías creadoras.

Dice Julián Marías que la sociedad es un sistema de presiones, tensiones y fuerzas operantes que actúan sobre cada una de las vidas individuales. Según la opinión de este pensador, trascendemos de lo individual (o interindividual: la pareja, la amistad, etc.) para llegar a esa forma de vida definida por atributos en cierto modo opuestos a los de la vida afectiva, y que es la vida impersonal, deshumanizada y desalmada de lo colectivo.

Usos, creencias sociales, proyectos colectivos, estimaciones dominantes en una sociedad, todo ello, dice Marías, ejerce presión sobre cada una de las vidas humanas y automatiza una gran parte de ellas.

Este conjunto de presiones sociales inhibitorias de las energías creadoras de los individuos, abarca un amplio espectro que va desde la sutil presión de las costumbres, los tabúes y convencionalismos sociales, hasta la más poderosa, la que ejerce el Estado y el orden jurídico.

Como veremos más adelante, suprimir o atenuar al máximo posible este conjunto de coacciones inhibitorias, constituye el objetivo político de la doctrina liberal.

 

Finalidad del hombre  

Hemos analizado al hombre como unidad actuante. Debemos ahora responder a un interrogante aun más complejo: ¿Cuál es la finalidad del hombre en este mundo?

Leonard Read, refiriéndose a este tema se pregunta si acaso la finalidad del hombre es meramente la prolongación de su vida biológica, la acumulación de riquezas y la extensión de su patrimonio, si debería el hombre aspirar a ejercer dominio sobre sus semejantes o intentar rehacer a los demás a su propia imagen y semejanza.

Luego de afirmar rotundamente que no, que le hombre no fue creado para los fines que señalamos arriba sino para otros distintos, concluye su concepto con las siguientes palabras:

“El hombre no se creó a sí mismo, evidentemente, ya que es ínfimo el conocimiento que tiene de sí mismo, sino que es criatura de Dios, o si se prefiere, del Principio Eterno o de la Conciencia o Inteligencia Suprema, La vida del hombre sobre este planeta no es sino una fase preliminar de su desenvolvimiento. La finalidad del hombre es el descubrimiento de la verdad eterna, la lucha por el bien, el desarrollo de su personalidad hacia la mayor semblanza con su Creador que le permitan sus energías. Aptitudes y percepciones”.

Naturalmente, no todos mis lectores compartirán esta hipótesis. Sin embargo les propongo que la acepten provisionalmente como una base lo bastante razonable como para fundar sobre ella los razonamientos que voy a exponer. Iremos descubriendo la solidez de esta premisa en la medida en que avancemos en nuestras deducciones.

Dando por aceptado, pues, como punto de partida la finalidad humana que Leonard Read resume como “la búsqueda de la vida ideal”, estamos ya en condiciones de distinguir el bien del mal, ya sea al juzgar nuestras personales preocupaciones o nuestras relaciones con los demás.

Según hemos visto en la primera parte de este capítulo, el hombre se encuentra en este mundo empeñado en producir aquellos cambios que lo beneficien en sus personales deseos, consistiendo toda acción humana en la búsqueda de situaciones personales más satisfactorias en reemplazo de otras menos satisfactorias. (Primer axioma de la praxeología). Cuando un hombre actúa, busca alcanzar un determinado fin. El concepto ganancia deviene de alcanzar el fin perseguido.

Ahora bien, ¿debemos aceptar como definitivo que el hombre sólo persigue fines económicos que satisfagan sus apetencias materiales y subalternas, tal como nos lo suele mostrar esa decepcionante imagen que vemos en la superficie de nuestras deshumanizadas ciudades?
Yo pienso que no, que el hombre, aun sin saberlo, haga lo que haga, está siempre a la búsqueda de la vida ideal.

Aunque aparentemos estar de la mañana a la noche “programados” para ganar dinero, en las profundidades de nuestro ser todos nosotros, sin excepción, estamos empeñados en una desesperada y angustiosa búsqueda de la vida ideal.

No existe ni existió jamás el homo oeconomicus, es decir, el tipo humano que vive pura y exclusivamente para ganar dinero y acumular riquezas. Von Mises afirma en La acción humana que este supuesto personaje jamás gozó de existencia real y que es tan sólo un fantasma creado por arbitrarios filósofos de café. “A nadie impele -dice- de modo exclusivo el deseo de enriquecerse al máximo; mucha gente ni siquiera experimenta esas materialistas apetencias”.  Al estudiar la vida y la historia, nos recomienda finalmente, que no perdamos el tiempo ocupándonos de tal fantasmal engendro.

Stefan Zweig nos asegura en su autobiografía que la finalidad cabal y típica del hombre judío no es llegar a hacerse rico como generalmente se cree. “Nada más erróneo -afirma-. Obtener riqueza significa para él nada más que un peldaño intermedio, un medio para alcanzar el objetivo verdadero, y de algún modo la finalidad intrínseca. La voluntad verdadera del judío, su ideal inmanente, es el de elevarse a la esfera espiritual, la ascensión hacia una capa cultural superior (…) Aun el más mísero vendedor ambulante, que arrastra su lío bajo la lluvia y la tormenta, tratará de hacer estudiar siquiera a uno de sus hijos, a costa de los mayores sacrificios, y se considerará título de honor par la familia entera, el tener en su medio a una persona reconocida en la esfera intelectual, un profesor, un sabio, un músico, como si sus méritos ennoblecieran a todos. Por esto, el afán de riqueza se agota en el judaísmo, dentro de una familia, casi siempre a las dos o cuando mucho tres generaciones, y precisamente las dinastías más poderosas hallan a hijos poco inclinados a hacerse cargo de los bancos, las fábricas, los negocios organizados y seguros de sus padres. No es una casualidad que un lord Rothschild llegara a ser ornitólogo; un Warburg, historiados del arte; un Cassirer, filósofo; un Sasson, poeta; todos ellos obedecen al mismo impulso inconsciente de emanciparse de todo lo que había tornado estrecho al judaísmo, evadiéndose del mero afán de ganar dinero hacia lo espiritual».

Lo que dice Zweig de los judíos de su época es aplicable a todos los seres humanos. El avaro que acumula riquezas y vive miserablemente sin gastar un centavo, es un personaje real pero muy excepcional. Como bien dice Mises, no vale la pena perder el tiempo ocupándose de tales engendros.

Sigmund Freud afirmó que todo lo que hace el hombre surge de dos motivaciones: el impulso sexual y el deseo de ser grande. El filósofo norteamericano John Dewey, por su parte, aseguraba que el impulso más profundo de la naturaleza humana es el deseo de ser importante.

“El deseo de ser grande”; “el deseo de ser importante”. ¿No implica esto la búsqueda de lo que Leonard Read define como“la vida ideal”? Se trata sin duda de tres opiniones coincidentes, tres maneras de describir un mismo impulso inherente a la naturaleza humana y que se manifiesta en cada una de las acciones cotidianas de los seres humanos.

Está fuera de discusión que todos aspiramos a la autorrealización personal, y que en nuestra intimidad alentamos algún ideal, algún sueño quizás no muy claramente delineado pero que implica sin duda una ambición superior. Claro que estas nobles pasiones del alma se mezclan en lo cotidiano con el no muy bien visto afán de lucro que caracteriza la lucha diaria por subsistencia, lo cual constituye para mucha gente una atormentadora antinomia.

No es así sin embargo. Anhelos del espíritu y afán de lucro no son estados contradictorios sino complementarios. Aunque a veces nos cueste distinguir los límites entre fines inmediatos (dinero, bienes de consumo, etc.) y fines superiores (placeres del espíritu), y dejemos que los primeros predominen sobre los segundos, siempre, hagamos lo que hagamos, nuestras vidas se orientan hacia objetivos trascendentes.

Dijimos anteriormente que todo ser humano tiende a elevar constantemente sus aspiraciones y que su acción tiene por objeto alcanzar un estado más satisfactorio en reemplazo de otro menos satisfactorio; pero como la felicidad total jamás se alcanza, ante cada meta lograda aparece un nuevo deseo más ambicioso y acuciante que el anterior. Esta incansable ambición humana no puede interpretarse sino como la búsqueda de la finalidad señalada por Leonard Read: “el desarrollo de la personalidad hacia la mayor semblanza con su Creador”.

Deducimos entonces que la vida del hombre está inducida hacia una permanente autoperfección, lo cual exige de cada individuo (según sus “energías, aptitudes y percepciones”), un arduo esfuerzo personal y la utilización de medios adecuados. El afán de lucro sería, por lo tanto (en unos individuos con mayor intensidad que en otros) una de las tantas maneras a su alcance de acercarse lo más rápidamente posible a la anhelada “vida ideal”, por lo cual no hay conflicto entre ésta y aquél.

 

Los medios materiales

 

Hay una sola cosa en este mundo que el hombre puede hacer sin disponer de medio alguno: dejarse morir.

Piense el lector y verá que es la única. Todas las otras cosas que hagamos en la vida, desde lo trivial hasta lo más excelso, requieren inexcusablemente (además, por supuesto, de las cualidades personales, tanto más exigentes cuanto más ambiciosa sea la tarea) de ciertos medios materiales indispensables. Esto se aplica tanto al hombre primitivo que debió proveerse de una rudimentaria hacha de piedra para poder sobrevivir, como al moderno científico que utiliza computadoras y complejos laboratorios para sus investigaciones.

Aun la persona menos ambiciosa del mundo necesita de los medios materiales mínimos para subsistir: un abrigo y comida todos los días. Si esa persona aspira además a ciertos placeres del espíritu, necesitará de medios materiales mucho más complejos: libros, por ejemplo (piénsese lo que cuesta escribir, imprimir, encuadernar, distribuir y comercializar un simple libro), o un reproductor sonoro, para cuyo funcionamiento necesitará luz eléctrica, o pilas, y además contar con una mínima cantidad de grabaciones. Ni qué hablar si se le ocurre criar y educar a un hijo, realizar algún viaje con fine culturales o dedicarse a la práctica de algún arte costoso, como el piano o la escultura, por ejemplo. Hasta para escribir un simple soneto hace falta papel y lápiz, humildes elementos que en su insignificancia material encierran complejos procesos de fabricación, distribución y comercialización.

Si admitimos entonces que todo lo que pueda hacer el hombre en este mundo (con excepción, dijimos, de dejarse morir) implica disponer de medios materiales, y si tenemos en cuenta que la mayoría de los medios materiales constituyen bienes económicos necesariamente escasos, es decir, que tienen un costo de producción (requieren extracción, elaboración, cultivo, transporte, fraccionamiento, distribución, etc.) y que por esta simple razón no están al alcance de la mano sino que es necesario realizar un previo esfuerza para poder disponer de ellos, llegamos fácilmente a dos conclusiones elementales:

1º) El hombre (¡vaya novedad!) tiene que trabajar si quierevivir.

2º) Si el hombre trabaja en forma racional y coopera voluntariamente con otros hombres para que su trabajo y el de ellos rinda más, cuanto mayor sea ese rendimiento de manera de producir aquellos bienes apetecidos en cantidad, calidad y variedad suficientes, tanto más llevadera le será la lucha por el simple sustento diario. Si el hombre logra esto, ya no será necesario que se mate trabajando solamente para comer. Podrá destinar la mayor parte de sus energías creativas a la producción de medios materiales de orden más elevado con los cuales alcanzar fines superiores.

Damos por demostrado, entonces, que el hombre no puede prescindir de los medios materiales en ninguna etapa de su existencia. Toda acción humana imaginable depende de la posesión y uso de dichos medios. Hasta nuestra Alma necesita de la envoltura corporal que su medio material.“Nada hay que sea sólo espíritu —escribió Ortega y Gasset enLa deshumanización del arte—, el sentimiento más delicado es una vibración nerviosa”.

 

La pirámide de los medios y los fines

Analicemos ahora la relación entre medios y fines. Procuraré demostrar que no hay antagonismo entre el afán de lucro y los fines superiores del individuo. Ambos son complementarios. Sin el lucro no sólo no habría fines superiores, tampoco habría mera subsistencia.

El hombre tiene, dijimos, fines, y para alcanzar esos fines utiliza determinados medios. Ahora bien, cada hombre tiene una escala de valores (cambiante e intransferible) por medio de la cual determina el orden de sus deseos y preferencias. Para satisfacerlos, empieza por perseguir los fines materiales primarios (el dinero). Para obtener dinero dará a cambio algo que valora en menos: un objeto determinado o su trabajo personal.

Logrado el lucro, éste pasa a transformarse en “medio” para alcanzar otros fines inmediatos (alimentos, bienes de consumo, medicamentos, recreación, actividades culturales, etc.) Estos fines, a su vez, se convierten en “medios” para fines superiores (conservar la salud, deleitar el espíritu, gozar del confort, asegurar la educación de los hijos, etc.) y así sucesivamente.

Cabe deducir que el encadenamiento recíproco de medios-fines no se detiene nunca. Tales medios, a determinada altura, ya no son materiales sino abstractos.

Si queremos simplificar visualmente esta hipótesis podemos idear una pirámide (ver figura 1) en cuya base se halla el trabajo como medio absoluto y varios estamentos superiores que representan los “fines” que se transforman en “medios” para otros fines aún más elevados, hasta llegar a un vértice superior que podemos denominar “Fin absoluto” o Fin Supremo.

 

Los hombres, en su generalidad, no tienen clara conciencia de sus propios fines de orden superior, por lo cual éstos se van desdibujando a medida que se elevan. Estimo que la condición de vida ideal a la que se refiere Read (y a la que todo ser humano aspira, consciente o inconscientemente), se encuentra ubicada en alguna zona imprecisa de los estamentos más elevados de la imaginaria pirámide. La Cultura y la sólida formación moral conceden al hombre la facultad de ir despejando, a medida que se acerca, las brumas que ocultan o diluyen sus fines superiores. Las personas que se autoperfeccionan y aceptan el desafío de su vocación y su destino, tienen clara conciencia de sus fines de tercer orden y vislumbran con bastante nitidez los de cuarto orden, estos últimos vinculados al pensamiento y a los principios morales.

El hombre vulgar e inculto, en cambio, verá desdibujarse su pirámide en el segundo grado, y quizá tenga alguna confusa idea de lo que ocurre en el tercero. Pero lo que deseo recalcar es que más allá de lo que vea o no vea cada uno, de lo que logre o no logre en esta vida, todo hombre, aun el más insubstancial, intentará elevarse. No importa si a veces, obedeciendo a impulsos que sólo Dios puede juzgar, lo intenta por métodos que repugnan a los espíritus egregios. Siempre buscará elevarse, y todas las acciones de su existencia estarán impulsadas y justificadas en esa angustiosa búsqueda.

Completando la pirámide, vemos que los fines superiores de “cuarto orden” constituyen el peldaño o “medio” para alcanzar el Fin Supremo, cuya esencia y naturaleza trasciende al hombre en su faz individual y temporal y escapa a nuestra comprensión.
¿Y cuál ha de ser ese Fin Supremo? Lo ignoro, pero podemos arriesgar la siguiente especulación:

Los capitalistas del siglo XVIII, injustamente acusados de perseguir la ganancia material, en realidad estaban buscando alcanzar ciertos fines inmediatos que luego fueron “medios” conducentes al Fin Supremo que ellos no llegaron a conocer nunca, pero que quizás consistió en la génesis de esa civilización estupenda que nosotros hemos heredado y a la cual debemos la propia existencia y el buen pasar de ella.

La civilización no es un proceso natural sino obra del esfuerzo y la organización. Ella no es otra cosa que la acumulación de medios, recursos y conocimientos superiores creados por los hombres en su intento por acercarse a la “vida ideal”. Es indudable que este conjunto artificial de posibilidades ha trascendido a sus creadores y beneficiado a futuras generaciones. Su vigencia es una prueba concluyente de esa conciencia universal que impulsa a los hombres a buscar esavida ideal imprecisa y misteriosa cuyo faro irresistible mueve nuestras energías y excita nuestras ambiciones hasta el último minuto de nuestra vida.

Como corolario de este capítulo podemos llegar a la conclusión siguiente: si toda acción humana individual tiende necesariamente a liberar energías que benefician a toda la sociedad, cualquier actitud personal o colectiva (defraudadores, ladrones, ideologías totalitarias, nihilismo) que tienda a entorpecer restringir o imposibilitar al hombre en la persecución de sus propios e individuales fines, es decir, en la búsqueda de la vida ideal, constituye una inmoralidad que los liberales debemos combatir.

 

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