El hombre de la camisa azul
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
El concurso de Zenda (1) es un desafío atrayente: hay que escribir un cuento de Navidad y subirlo a Internet antes del 6 de enero. Lo malo es que me entero el 31 de diciembre. ¿Cómo se escribe un cuento de Navidad en tan sólo seis días?
Estoy en el café, me pongo a escribir en una servilleta:
Tres forajidos rodearon al hombre cuando guardaba su auto. Quiso impedir que entraran en la casa y lo mataron. Golpearon a su esposa Irene y encerraron a su hija Lucía. No encontraron dinero ni joyas, entonces se desquitaron sometiendo a la joven.
Lucía vio su vida destruida a los veintitrés años.
Dejó el trabajo, abandonó la universidad y se recluyó en su habitación como lo haría en su cueva un animal malherido.
Sus amigas la visitaban y trataban de reanimarla, pero al tiempo apagó su celular y se negó a recibirlas.
Le quedó sólo su madre, que corría a su lado por las noches cuando la escuchaba gritar dormida, y que, haciendo un esfuerzo sobrehumano para superar su propia tragedia, intentaba rescatar a su hija de ese infierno.
La primera Navidad pasó de largo como si diciembre no existiera en el almanaque de aquellas desdichadas mujeres. El deterioro de Lucía se aceleró: casi no comía, nunca salía de la casa y hasta descuidaba su aseo personal. Apenas si bajaba para ayudar a su madre en algunos quehaceres, pero huía a la cueva tan pronto la módica charla insinuaba superar la insustancialidad doméstica.
Llegó la segunda Navidad.
En los primeros días de diciembre Irene ideó una estrategia: desparramó los viejos adornos navideños sobre la mesa del comedor y puso en el living el pinito aun desnudo.
Cuando Lucía bajó, se detuvo sorprendida ante esos cambios en la triste rutina de la casa.
—¿Ya es Navidad? —preguntó con desgano.
—Estamos en Adviento, hija; voy a decorar la casa. ¿Me ayudarías?
—Si es necesario…
Viendo a Lucía algo dispuesta a conversar, aprovechó para preguntarle si le gustaría celebrar esa Nochebuena en casa con una cena especial.
—No, mamá—. La negativa fue cortante.
Irene, mansamente para no disgustarla, le recordó que la Navidad es una festividad religiosa que debe celebrarse en toda circunstancia porque Jesús vino para consolar a los que sufren.
Lucía no contestó.
—Tengo una ilusión, Lucía, que el niñito Jesús nos ayude esta Navidad a recomenzar nuestras vidas. He rezado tanto por eso.
—No, mamá, no deseo celebrar nada.
—¿Y si te pido que lo hagas por mí?
Lucía giró su cabeza hacia Irene con los labios contraídos. Iba a pronunciar otro «¡No!» irascible y definitivo, pero se detuvo cuando vio las lágrimas que se estaban acumulando en los ojos de su madre. Entonces comprendió que ella también sufría horrores. Arrepentida, la abrazó y le dijo:
—Está bien mamá, no te angusties, celebraremos juntas esta Nochebuena.
Irene dejó escapar su llanto contenido. Las dos lloraron abrazadas. Fue un bienhechor desahogo, el acto amoroso que madre e hija se debían recíprocamente.
—Gracias, Lucía, pero tengo que pedirte algo: no ando bien de salud, tendrás que hacerme algunas compras.
La joven se sobresaltó: ¿salir a la calle y encontrarse quizás con alguno de los criminales que todavía andaban sueltos?
Me detengo en una laguna. ¿Cómo sigo ahora? Me respondo: cuando se quiere escribir no hay que pensar, no hay que planear nada, sólo dejar que la lapicera lo sorprenda a uno. Termino de saborear mi segundo café y agarro otra servilleta.
Lucía ayuda a la madre a decorar la casa y hasta sonríe dulcemente cuando descubre en una caja los muñequitos del Pesebre. Besa al niño Jesús y le pide por su madre.
Saca el auto de la familia y va hasta el centro a comprar lo que Irene le ha encargado. Experimenta una extraña sensación al volver al bullicio callejero, a las dificultades para estacionar.
Dos días antes de Navidad, sale por última vez. Una anciana la detiene en la calle y le pregunta algo. Las dos mujeres intercambian unas palabras amables.
—¿Usted es de Mar del Plata? —le pregunta Lucía.
—No, querida, vivo en Rosario, vine a pasar las Fiestas con mi sobrina y ahora me entero que se mudó a otra ciudad.
—¿Cómo se vino sin avisarle?
—Quise darle una sorpresa. No sé qué hacer, no conseguí pasaje de vuelta y tengo poco dinero.
Lucía siente una fuerte atracción por esa señora desvalida. Percibe que es confiable y bondadosa. Sin pensarlo, la invita a su casa donde podrá dormir en un sofá y pasar la Nochebuena con su madre y con ella.
La madre de Lucía acoge encantada a la imprevista invitada. Le parece maravilloso que su hija haya congeniado con alguien y recobrado su espíritu solidario.
No me convence lo de la anciana. Busco otro camino. Escribo que Lucía se cruza con un señor mayor de camisa azul que le recuerda a su padre. El diálogo se repite. Lo lleva a su casa.
No, esto no está bien: la llegada de Lucía con un señor mayor parecido a su padre, tiene necesariamente que perturbar a Irene. Pero hay que decidirse: ¿quién se sienta a la mesa junto a Lucía y su madre en Nochebuena? ¿La anciana, o el señor de camisa azul?
La lapicera, solita, se decide por la anciana.
Llega Nochebuena. Las tres mujeres cenan, conversan animadas y alzan las copas cuando dan las doce. La anciana les agradece la hospitalidad y les anticipa que Jesús las recompensará ahora mismo. No termina de decirlo cuando el tiempo retrocede vertiginosamente, la policía llega justo y arresta a los malvivientes, el tiempo rebota en el pasado y, sin que nadie lo note, trae nuevamente la realidad al presente.
Las tres personas que acaban de brindar, se abrazan y se besan: Lucía, Irene y su esposo, que esa Nochebuena estrena la camisa azul que le ha comprado su hija.
© Enrique Arenz, 5 de enero de 2017
(Prohibida su reproducción en Internet
sin la expresa autorización del autor)
(1) Nota del autor. Este texto fue escrito especialmente para el concurso de Cuentos de Navidad organizado por el sitio literario español ZENDA.COM. Se presentaron 1.300 trabajos, se preseleccionaron veinte bodrios y le dieron el primer premio a un relato sarcástico que se burla de la Navidad. Pero contra lo que se creía, los ganadores no habrían sido elegidos por mérito sino por sorteo de la Lotería de España.
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