El espejo de hielo
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz
Era marzo de 2002. Terrible momento para la Argentina: colapso económico, pavoroso desempleo, millones de familias en la indigencia, desorden social y violencia en las calles. Pero si algo inflamó de odio el corazón de la gente, fue la incautación de los depósitos bancarios, despojo conocido en todo el mundo con el remoquete de«corralito financiero».
Mi esposa y yo, golpeados por estas calamidades y temerosos de que nos quitaran o nos devaluaran el poco dinero que nos quedaba, decidimos gastarlo en un viaje a la Patagonia y huir por una semana de tan desesperante realidad. Propósito tan ingenuo, dirá usted, ¡y le doy la razón!, como hacer la plancha en el borde de una catarata.
Fuimos primero a Ushuaia, capital de Tierra del Fuego, y luego a El Calafate, pequeña villa turística ubicada en el sudoeste montañoso de la provincia de Santa Cruz.
De Ushuaia diré solamente que hicimos las excursiones obligadas: Lago Escondido, Canal de Beagle, los turbales y el Trencito del fin del mundo. También visitamos la antigua cárcel de Ushuaia, donde lo más divertido es la historia del Petiso Orejudo, feroz asesino de niños afectado por malformaciones lombrosianas (enormes orejas y un desproporcionado pene, según cuenta el guía a sabiendas de que este último dato, disparador de fantasías, es el que más les gusta a los turistas), y que al cabo de muchos años de buena conducta terminó matando al gato del penal, crimen por el que los mismos presidiarios lo condenaron a muerte por golpes y patadas.
Pero fue en Santa Cruz, durante la excursión al glaciar Upsala y a la estancia Cristina en el parque nacional Los Glaciares, donde sucedieron los hechos que me propongo narrar.
Éramos un contingente de unas treinta personas de distintas edades, aunque predominábamos los “indeterminados”, de entre cincuenta y sesenta años, típicos personajes de la orgullosa clase media, ahora mortalmente herida por la pérdida de sus ahorros.
El grupo era homogéneo: todos parecían jaraneros y dispuestos a pasarla bien, pero se veía en lo profundo de aquellas miradas joviales un viso de amargo resentimiento. Había una excepción que de entrada llamó la atención de todos: un anciano alto, de gruesos bigotes blancos, muy dicharachero y bromista que iba acompañado por su esposa y llevaba curiosamente un viejo paraguas desabrochado. Más tarde supimos que el anciano se llamaba Cosme y que tenía 81 años (su esposa era bastante más joven). Resultaba notorio —por algunos indicios que no podían escapar a un observador sensible (o sensibilizado, hágase usted cargo de esta sutileza)— que la pareja estaba más allá de los avatares económicos que afligían a los demás. Los dos tenían esa expresión serena y autosuficiente de los que habían zafado del «corralito» y conservaban sus dólares en el extranjero o en alguna caja de seguridad.
Luego de navegar durante algunas horas entre imponentes témpanos azulados pudimos admirar la grandiosidad del glaciar Upsala desde el brazo norte del Lago Argentino. Allí, ante esa desmesurada acumulación de nieves milenarias transformadas en hielo, tuve la primera sensación de estupor, algo así como una ligera pérdida de la conciencia, pero nada serio ni comparable con lo que me sucedió más tarde.
Al cabo de una larga sesión fotográfica, donde todos competimos por posar contra la baranda de popa, con los hielos eternos a nuestras espaldas, reanudamos la navegación, y, ya sobre el mediodía, desembarcamos en la estancia Cristina para almorzar un exquisito cordero patagónico al asador e ir luego en dos grandes vehículos todo terreno a la parte más alta de un cerro desde donde podríamos observar el mismo glaciar pero desde arriba. Un tramo del camino de cornisa se recorrería en los vehículos, y la parte final, caminando.
Ascendimos entre saltos, barquinazos y violentos sacudones. La subida era difícil y accidentada. No habíamos hecho ni la mitad del trayecto cuando por un desperfecto mecánico nuestro vehículo quedó clavado en el camino barroso. El que venía detrás también debió detenerse, ya que el nuestro había obstruido totalmente el estrecho sendero.
Hubo que pedir auxilio mecánico por radio, pero como tardaría bastante en llegar, las guías de ambos vehículos, poniendo la mejor buena onda para que los turistas no nos fastidiáramos, nos reunieron y nos propusieron hacer el resto del trayecto caminando, ya que —nos engañaron miserablemente— no era mucha la distancia que nos había quedado por recorrer a bordo de los vehículos. Don Cosme, contento y animoso, fue el primero en dar su consentimiento.
Como era una excursión de aventura en la que expresamente se incluían algunas caminatas y otras incomodidades, la gente aceptó el desafío, aunque algunos protestaron y plantearon sus reservas. Pero aún los más remisos, como veían en el viejito de 81 años la mejor disposición para afrontar la caminata, quizás por vergüenza, quizás por amor propio, decidieron finalmente largarse a la aventura.
Comenzamos a marchar por un desfiladero pedregoso, enrevesado y en algunos tramos anegado (había llovido el día anterior), que de pronto se empinaba hasta el agotamiento y luego nos daba el respiro de una breve bajada para volver a subir. Nuestras guías nos iban explicando la conformación geológica del enigmático terreno. A nuestra derecha teníamos un precipicio por cuyas honduras se extendía la estepa patagónica de pastos de hojas duras con su vegetación de la zona adaptada a la escasa humedad y fuertes vientos, y a nuestra izquierda la ladera del cerro con profundas marcas oblicuas, como los rasguños de una gigantesca criatura en agonía, talladas por el glaciar en su lenta retirada. Vimos sobrevolar un cóndor (ave carroñera que sólo aparece cuando avizora un cadáver o cuando intuye la inminencia de alguna muerte), observamos sorprendidos un fósil marino de la era jurásica y admiramos una extensa superficie pétrea increíblemente pulida por el deslizamiento del glaciar, revelaciones sorprendentes que nos alegraron el espíritu y nos hicieron olvidar por momentos las fatigas del ascenso.
Todos mirábamos de reojo a don Cosme que, del brazo de su mujer y apoyándose por momentos en su paraguas, avanzaba pausadamente, con evidente dificultad, pero sin quejarse. Al contrario, hacía bromas y demostraba una envidiable fortaleza. Subimos, subimos y subimos. La caminata no terminaba nunca. Se notaba que hasta los más jóvenes estaban cansados. Yo, que, como insinué antes, no soy ni viejo ni joven, comenzaba a experimentar dolores articulares en las rodillas y un cansancio corporal de sombrío pronóstico.
El viejito había quedado retrasado. Avanzaba cada vez con mayor lentitud, pero siempre con firme determinación y sin declinar su aire de persona satisfecha de la vida. Todos sentíamos por él cierta ambigua preocupación. Como estábamos exhaustos, nos costaba admitir que ese octogenario siguiera a la par de nosotros.
Francamente estábamos haciendo un esfuerzo excesivo y hasta peligroso para personas sin entrenamiento. Las jóvenes guías asumieron una responsabilidad grave al proponernos hacer esa recorrida a pie, seguramente para no afectar los intereses de su empresa. Creo ahora que en otras circunstancias los turistas se habrían rebelado y hasta podrían haber exigido, con todo derecho, la devolución del importe de la excursión. Pero el ejemplo del viejito fue como un freno inhibidor de toda queja.
De tanto en tanto nos deteníamos a descansar. Era cuando todos esperábamos la llegada de don Cosme que cada vez se demoraba más. Cuando lo veíamos aparecer respirábamos aliviados. Sin que nadie hiciera un solo comentario, pensábamos que si aquel esfuerzo no llegaba pronto a su fin, el pobre anciano podría llegar a sufrir serias consecuencias.
Llegamos a la planicie donde debieron habernos dejado los vehículos. A partir de ahora había que iniciar el tramo de ascensión a pie previsto por la excursión. Ese último trecho fue abrumador para todos. Mucho más debió de serlo para don Cosme, pero él seguía impertérrito. “Voy bien, voy bien”, exclamaba en su tono simpáticamente camandulero cuando las guías o solícitos compañeros de aventura (casi siempre los más jóvenes) le preguntaban si se sentía en condiciones de continuar. “No se preocupen por mí”. En algunos tramos había que sortear desniveles abruptos apoyando los pies en cavidades y salientes rocosas.
Cuando ya no podíamos dar un paso más, alcanzamos la meseta final. Estaríamos, no sé, a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar. Desde esa explanada pudimos contemplar, debajo de nosotros y en una perspectiva sobrecogedora, la inmensidad helada del glaciar Upsala. Tomamos cientos de fotografías y nos sentamos a descansar.
Y fue en ese preciso momento cuando me ocurrió de nuevo, aunque esta vez las consecuencias fueron más… perdurables. Me habían dicho (aunque yo no creo en esas cosas) que el glaciar Upsala tiene efluvios mágicos. Otras versiones más serias dicen que por momentos, no siempre, produce extraños efectos alucinógenos. La dilatada quietud, sus destellos azulados, el silencio profundo, casi material, que lo rodea desde el fondo de los tiempos, provocaría como un estado hipnótico en quienes lo contemplan. Sea lo que fuere, recuerdo que experimenté una intensa somnolencia acompañada de confusos pensamientos y visiones disparatadas. El glaciar se transformó en una gigantesca plataforma teatral (ahora, a la distancia, lo veo como un virtual espejo de hielo que proyectaba una imagen metafórica y deformada de la fea realidad que todos allí intentábamos olvidar) con miles de actores en caóticas y violentas actitudes: ahorristas que entraban a los bancos y agredían a sus gerentes, y luego se enfrentaban con otros ahorristas que habían logrado recuperar sus depósitos; desocupados que linchaban empresarios y atacaban a otros trabajadores que tenían empleo; frenéticos acreedores, perjudicados por la “pesificación” de sus acreencias en dólares, que apedreaban a deudores beneficiados por la “pesificación” de sus deudas; multitudes que invocaban el vacío de poder y procuraban el desquite brutal; y un coro de políticos corruptos, magistrados prevaricadores, empresarios ricos de empresas quebradas y banqueros infieles, que alababan el default de la Argentina. Finalmente todos los actores se insultaban y peleaban entre sí en una especie de coreografía fantasmagórica de la indignidad. Desde el fondo del glaciar comenzaron a surgir siluetas humanas, miles y miles de lúgubres siluetas sin rostro, como recortadas en papel blanco, que avanzaban con ondulante morosidad y rodeaban a los beligerantes con gesto doliente. Una gran mancha roja se expandía rápidamente por todo el glaciar y escurría por su frente vertical en lánguidos y goteantes hilos.
Una ráfaga de viento helado lastimó mis mejillas y la mortificante pesadilla se disipó.
Casi pegada a mí, una mujer de mediana edad, con anteojos tipo culo de botella, contemplaba absorta el glaciar. “¿Lo ha visto?”, le pregunté, todavía aturdido por la visión. “Claro, cómo no lo voy a ver…”, me contestó secamente.
Usted opinará que me habré adormecido por el cansancio y soñé esa secuencia atroz. Lo acepto, pero aún hoy persiste en mi mente cierta insoportable certeza de haber permanecido lúcido y consciente durante esos espectrales sucesos. Esos y otros aún más perturbadores que ocurrieron más tarde, y sobre los cuales mi esposa y yo hemos mantenido un recíproco y enfermizo silencio.
A los premios llegó el anciano, acompañado esta vez por una de las guías que había retrocedido para asegurarse de que estaba bien. Jadeante, se sentó sobre una roca y comenzó a chacotear con nosotros:
“Ustedes se preguntaban ¿aguantará el viejito?, pues aquí me tienen, mejor que ustedes”.
Uno de los turistas le preguntó cómo se animaba a hacer esas excursiones a su edad. “Es para librarme de mis nietos”, respondió jocosamente. “¿Tiene muchos nietos?”, preguntó una de las guías. “Cuarenta y ocho”. “¡Cuarenta y ocho nietos!”, exclamaron varios; “¿Y cuantos hijos tiene?” Esta vez contestó la esposa: “Diez”, dijo orgullosa y sonriente en su única y escueta intervención verbal. (Era de ese tipo de mujeres en extinción que están siempre en admirativo silencio, pendientes de lo que dice el marido). “¿Y se acuerda de los nombres de todos?” “Me acuerdo todos los nombres… aunque, claro, a veces no coinciden. Para peor, algunos tienen nombres repetidos”. “¿Y les hace regalos a todos?”. El viejo, que seguramente siempre esperaba esta pregunta, hizo una pausa histriónica y contestó: “Una vez hicimos con mi mujer un viaje al exterior y teníamos que traerles regalos… les compré un mazo de naipes”.
Todos le festejamos la chanza. Era gracioso y encantador el anciano. Nos contó que los nietos más lindos eran tres hermanitos huérfanos adoptados por una de sus hijas. Que todos sus hijos, nueras y yernos eran maravillosos, que Dios había sido muy generoso con él por todo lo que le había dado. (“Claro, pudiste eludir el corralito”, imaginé que pensaban todos).
Don Cosme podría haber hablado horas de su familia con el mismo amor y sentido del humor, y nosotros seguramente no nos habríamos aburrido de escucharlo. Al contrario, el relato de esa existencia afortunada y sin problemas económicos alimentaba placenteramente el rencor que todos llevábamos dentro.
Pero las guías dieron la orden de regresar. Por radiohabían comunicado que aún no terminaban de reparar el vehículo atascado, por lo cual debíamos volver a caminar la misma distancia en sentido inverso.
El descenso fue más duro que la subida porque estábamos todos en las últimas. Yo me sentía malhumorado por el ajetreo e imaginaba que tendría dolores musculares durante toda la semana. Me preguntaba si vinimos a descansar o a enfermarnos. Los demás también estaban extenuados. Bajamos lentamente. Don Cosme se fue quedando porque apenas daba un paso, paraba, daba otro paso y paraba, hasta que lo perdimos de vista.
Tardamos una hora en desandar todo el camino. Finalmente llegamos a los dos vehículos que estaban, ahora sí, orientados hacia el Este, con los motores en marcha y la calefacción encendida, listos para continuar el descenso hasta el embarcadero. Nos tiramos literalmente en nuestras butacas. Faltaba el viejito Cosme que, como dije, se había quedado muy atrás. Pasaban los minutos y el anciano no aparecía. Comenzamos a pensar con toda lógica que le había pasado algo. Nadie hablaba, tan sólo mirábamos ansiosamente hacia atrás a la espera de novedades. Observé, con una lucidez exaltada que ahora no termina de sorprenderme, que los demás tenían esas miradas crepusculares que yo, en mis largos años de enfermero de hospital, había visto en personas sedadas que en las noches, por causa de horribles pesadillas inducidas a veces por la medicación, se incorporaban en la cama, dormidas pero con los ojos abiertos.
De pronto vimos aparecer por el oeste la altiva, aunque ahora vacilante, figura de don Cosme, apuntalado por su esposa y la joven guía, con sus bigotes itálicos desordenados y el rostro desencajado, subiendo en cámara lenta la última loma del camino. Las exclamaciones fueron como de sorpresa, o tal vez… ¿de alivio? Pero no, el sentimiento real de aquellos obsesos era, ahora me doy cuenta, la más cruda decepción, el más grande de los fracasos.
Estaría el viejo a menos de veinte metros de los vehículos y a centímetros del precipicio cuando se le aflojaron las piernas. Las dos mujeres trataron angustiosamente de sostenerlo. Cuatro turistas saltaron de sus asientos para correr hacia él. Tuve la intención de interponerme, pero mi mujer me miró suplicante y me tomó del brazo a tiempo. Después fueron los otros los que con sus miradas crepusculares bajaron de los vehículos y se abalanzaron sobre el viejo, sin decir nada, excepto por ese raro gruñido que parecía brotar de todas las gargantas.
© Enrique Arenz 2006.
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