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No confíes en tu biblioteca

 

“Una mujer muerta a golpes y un anciano gravemente herido con dos impactos de bala fueron hallados ayer por la Policía en una casa ubicada en Salguero Nº…. de esta Capital, cuya puerta de entrada no había sido violentada.
“Los investigadores no descartan ninguna hipótesis: crimen pasional, ajuste de cuentas o simple robo”.

Del diario La Nación, 23 de abril de 1979.

 


Primera parte

 

El enigma de los libros perdidos

 

1

Algunos de mis casi siete mil libros comenzaron a desaparecer misteriosamente. El primero fue una biografía de escritores; después, Moby Dick, de Melville, y Principios de política, de Benjamín Constant. Un día echo de menos a Rayuela, de Cortázar; al tiempo, a Un amigo de Kafka, de Isaac B. Singer. Curiosa deserción libresca que también se llevó a mis preferidos para la relectura: El mundo de ayer, de Stefan Zweig, y Vida de Abraham Lincoln, de Domingo F. Sarmiento.

¿Prestarlos? ¿A quién? Si desde aquella vez que me asaltaron, vivo encerrado en esta casa, no le abro a nadie, (excepto a Etelvina, que viene los lunes a hacer la limpieza), no tengo parientes y mis pocos amigos han muerto.

Esas inexplicables pérdidas me inquietaron; pero como en los últimos años, tal vez por la edad, no le doy importancia a las cosas que me rodean, me despreocupé, me dije que probablemente yo mismo, en mis habituales distracciones, había ido dejando esos libros en distintos cajones o rincones de algunas de las muchas habitaciones de esta casa.

Pero un día estaba yo en la biblioteca repasando los títulos, estante por estante, cuando la hilera que venía examinando se me trunca abruptamente ante un vacío inconcebible. Ahí debían estar los cuatro tomos de El Quijote, en la edición ilustrada de W. M. Jackson, pero sólo quedaban sus marcas, todavía intactas, en el polvo de la madera.

Esto me alarmó seriamente; no recordaba haber tomado en años uno solo de esos valiosos volúmenes encuadernados en tela negra. ¿Estaré perdiendo la memoria?

Mi vida no es igual desde que compré esta casa. Antes vivía en un departamento de tres ambientes, y como tenía los libros desparramados por todas partes nunca encontraba lo que buscaba. Pero al mudarme aquí, después de que falleció mi esposa, lo primero que hice fue incorporar mis propios libros a los que ya estaban en los tres grandes muebles que cubren dos paredes completas del amplio estudio ubicado en el contrafrente. A todos los ordené por temas y autores. Meses me llevó inventariar y alinear todos esos libros para perderles ahora el rastro sin motivo ni explicación.

 

2

Lo del Quijote perturbó mi tranquilidad. Esa noche no pude dormir. Mi dormitorio está justo al lado de la biblioteca. Enfrente, cruzando el pasillo, están la cocina, el baño de servicio y una alacena donde Etelvina guarda los artículos de limpieza. Desde aquella vez que me asaltaron y me hirieron gravemente me trasladé a este sector alejado para sentirme más protegido. Las habitaciones principales, el comedor y el vestíbulo, están separados de esta ala por un largo pasillo que yo casi nunca recorro.

Por las noches se oyen ruidos en la casa. Tengo un oído extremadamente sensible, y más de una vez esos rumores me han causado insomnio y hasta un poco de temor, pero en realidad se trata de los crujidos normales de la vieja madera, habituales en toda casa antigua, y que a veces, a la distancia, se confunden con un sollozo reprimido.

Pero esa noche, desvelado por la desaparición de El Quijote, estaba yo más alerta que de ordinario y noté que uno de esos sonidos era distinto. Fue como un roce seguido de la caída de un objeto sobre el escritorio de roble de la biblioteca. Me levanté de un salto, tomé el arma que tengo ahora siempre a mano (un revólver calibre 38), salí al pasillo y me dirigí cautelosamente a la biblioteca. A medida que me acercaba a la puerta se hacían más audibles algunos traquidos del piso de pinotea, como los que causarían los pasos de una persona. Una tenue línea de luz se insinuaba por debajo de la puerta. Escuché sin moverme durante algunos segundos. Tintineo de un llavero, seguido de un suave gemido metálico. No había duda: alguien abrió y, segundos después, cerró una de las puertas vidriadas de la biblioteca. No se me ocurrió otra cosa que agacharme y mirar por el ojo de la cerradura. La luz de la biblioteca era muy escasa porque se fueron quemando varias lámparas de la araña y yo nunca me ocupé de reemplazarlas. No había ninguna persona en mi restringido ángulo de visión (sólo veía el escritorio), aunque ahora se oía una voz engolada que declamaba un poema. Una mirada más detenida me hizo ver algo absurdo, tan absurdo que mi mente racionalista lo rechazó en el acto: por encima del escritorio, como suspendido en el aire ¡había un libro abierto! Pensé sin dudarlo que la poca luz me hacía percibir, a través del diminuto orificio, una visión distorsionada de la realidad. Alguien estaba allí con un libro en sus manos, aunque yo sólo veía ese objeto por una mera ilusión óptica. Decidido a todo, levanté el arma, giré el picaporte y abrí la puerta de un puntapié. La hoja maciza golpeó estrepitosamente contra la pared de la izquierda. Instantáneamente el libro cayó sobre el escritorio, pero no había nadie detrás de ese mueble ni en ninguna otra parte de aquella poco iluminada sala. Asustado me acerqué al escritorio y miré el libro que había quedado abierto: era La Divina Comedia. No me atreví ni a tocarlo. Luego ocurrió algo objetivamente aterrador: la puerta de la biblioteca se cerró repentinamente, y detrás de ella me pareció oír como pasos presurosos que se alejaban hacia el sector de la casa que da a la calle Salguero.

Quedé paralizado por el miedo, pero reaccioné enseguida. Tenía el arma y estaba dispuesto a usarla. Salí de la biblioteca para buscar al intruso, pero no encontré a nadie en toda la casa, y la puerta de entrada, la que da al zaguán, estaba cerrada con llave y pasador desde adentro.

3

Yo no creo en fantasmas, pero los fenómenos que había observado anunciaban a gritos la presencia de espíritus vagando por la casa, y ellos eran sin duda los que se robaban mis libros. En el momento en que abrí la puerta de la biblioteca, el libro cayó sobre el escritorio. ¿Por qué se produjo ese suceso tan extraño? No encontraba más que una respuesta: un espectro invisible estaba leyendo el libro en voz alta y cuando irrumpí en el lugar, la sorpresa, y quizás el susto —porque a lo mejor los muertos son tan asustadizos e impresionables como nosotros los vivos—, hizo que cayera el libro de sus manos. Luego huyó de la biblioteca y cerró la puerta al salir.

Esa madrugada revisé habitación por habitación, excepto la que está siempre cerrada y que nunca pude abrir con ninguna de mis llaves. Fue entonces cuando tomé conciencia de ciertos cambios que se producían habitualmente y a los cuales yo, por esa indiferencia mía a la que me referí antes, apenas si les concedía una distraída atención. Pequeñas cosas, sin ir más lejos, esa habitación clausurada que mis llaves no pueden abrir, o cambios en la ubicación de los artículos de limpieza; o prendas de vestir que solían aparecer sobre alguna silla, o colgadas en el perchero del vestíbulo; o esas carpetas que a veces encontraba en distintos lugares…

Pero puesto a recordar sucesos raros, ¿y cuando aquella noche la puerta de mi habitación se abrió sola? “Una corriente de aire”, me dije con mi habitual aturdimiento. Está bien, podría ser, pero ¡qué tontería de mi parte seguir convencido de esa supuesta causa cuando unos minutos después se apagó la luz del velador con un sonoro clic de la perilla y la puerta volvió a cerrarse suavemente!





Claro, todas esas impresiones que yo venía registrando maquinalmente, y que siempre achaqué al hecho poco saludable de vivir aislado, ahora me resultaban significativas y reveladoras de que estoy conviviendo con gente muerta que deambula por la casa.

Pero si había fantasmas al menos parecían inofensivos, porque, salvo llevarse mis libros, cambiar algunas cosas de lugar, hacer oír ocasionalmente sus voces y abrir y cerrar puertas, nunca se habían metido conmigo.

Me resigné, entonces, a la idea de esas presencias sobrenaturales que se me antojaban menos peligrosas que los vivos. Porque desde que sufrí aquel ataque criminal le tenía mucho miedo a la gente, y frente al riesgo cierto que representaban las personas de carne y hueso, ¿qué podían hacerme los muertos más que asustarme un poco? Eso sí, dejé de ir a la biblioteca, confieso que por cierta aprensión que nunca pude superar. Intuía que ese era el lugar predilecto de ellos.

Sin embargo, curiosamente, a partir de aquel desagradable suceso, no oí más ruidos desde esa sala ni volví a ver luz por debajo de la puerta. ¿Seguirán desapareciendo mis libros? Bueno, paciencia, eso ahora no me preocupa mayormente. ¿Acaso no estuve una vez a punto de vender toda la biblioteca a la librería de viejo Romano? Sí, así es, me iba a desprender de todos aquellos libros, y sin ningún remordimiento, porque tenía la idea de salir a recorrer el mundo. El librero estuvo una tarde entera revisando la biblioteca y quedó en hacerme una oferta. Después me asaltaron y ya no quise volver a tratar con nadie.

Creo que puedo prescindir momentáneamente de los libros y dedicar todo mi tiempo a ordenar mi colección de estampillas.

El lunes vino Etelvina. No quise comentarle lo de la otra noche para no asustarla. La pobre quedó muy mal desde que esos truhanes se metieron en la casa. Me impresiona verla fregar obsesivamente esas manchas de sangre que todavía persisten en el piso. Enjabona la pinotea, restriega con el cepillo, mira la marca rebelde y mueve la cabeza decepcionada. Nunca me habla, no me mira, ni siquiera me saluda cuando llega y cuando se va. No es para menos, pobre, debe de sentirse avergonzada y culpable por su imprudencia. “El cartero…”, dijo como hablando consigo misma, y abrió la puerta sin fijarse.

 

Segunda parte

Confidencias de una biblioteca

 “El escritor dirá entonces:
loco, no puedo; sano, no querría;
sólo soy, siendo neurótico”
Roland Barthes

 

Señor, aceptaré el pacto que usted me propone porque necesito un lector que acaricie tiernamente las tapas y páginas de mis libros, alguien que goce intensamente con las historias y los teoremas que yo le proporciono, y que al mismo tiempo me cuide y me proteja.

Comenzaré por confirmarle lo que usted ha intuido con notable perspicacia: sí, algunas bibliotecas, las que reunimos, ciertos textos que no voy a revelar (aunque sospecho que usted terminará por descubrirlos), nos transformamos en seres vivos inteligentes. Se entiende, las bibliotecas como un todo orgánico: los muebles, con sus estantes siempre polvorientos, cenefas talladas en la noble madera, candelabros y herrajes de bronce, puertas y vidrios, que son nuestra estructura física, y los libros, que, en las bibliotecas importantes, formadas con cultura y espiritualidad, son algo así como las neuronas de nuestro complejo cerebro.

¿Ha reparado usted en la belleza formal que tenemos casi todas las grandes bibliotecas cuando estamos artísticamente construidas y nuestras oscuras tablas se hallan colmadas de enciclopedias, colecciones y abundantes ejemplares de encuadernación artesanal? Sí, ya sé (evite lastimarme con gestos despectivos), a los humanos cultos les cuesta hablar del supremo valor estético que poseemos por aquello de que los libros no son ni deben ser objetos de adorno. ¡Vaya prejuicio culturoso! Sólo la gente que no lee suele exclamar ante nosotras: “¡Qué hermosa biblioteca!”, porque los intelectuales como usted jamás se permiten la debilidad de elogiar delante de otros esta cualidad nuestra tan superlativa. Pero en la intimidad, en el secreto de sus corazones ¡cómo aman ustedes esa cosa tan atractiva que es una silenciosa e imponente biblioteca, con sus bien ordenados libros de todos los tiempos, de exquisitos lomos nervados, rojos, negros, verdes; con encuadernaciones a la holandesa, con lomos de piel; o a la inglesa, con tapas de cuero flexibles y puntas redondeadas; o a la italiana, con vitela o pergamino muy fino y tejuelos de piel bruñida, que encandilan con los destellos dorados de sus florones y estampaciones!

O sea que las bibliotecas no sólo alimentamos el afán de conocimientos de las personas e invitamos a practicar esa sensualidad incomparable que es la lectura, también deleitamos y serenamos los espíritus epicúreos con la visual de nuestra imponente fachada en la que los libros resaltan por su quietud sobrecogedora.

En esos raros momentos de intimidad se produce un suceso misterioso: compartimos el placer que sienten ustedes al leer nuestros libros, disfrutamos del clímax que les provoca el final de un cuento perfecto, o nos estremecemos juntos en la montaña rusa de una sucesión de metáforas poéticas, o ante una revelación científica que, para nuestro goce visual, los deja a ustedes dulcemente exhaustos, con el corazón acelerado y los ojos cerrados, en una voluptuosa culminación. 

¡Los libros! Usted que escribe lo sabe mejor que nadie, en cada uno de ellos está concentrado el esfuerzo y la pasión de un autor que vivió nada más que para observar lo que otros no ven, meditar lo que otros no piensan, y crear con esa materia mundos insólitos. Y de un editor (¡no olvidemos a los editores, esos chivos expiatorios de las frustraciones literarias!), que lo materializó para multiplicar su voz. La Eneida, la Ilíada, la Odisea, las Tragedias de Esquilo, las Obras completas de William Shaquespeare, Sófocles, Eurípides, Horacio, Proust y su Tiempo perdido, los veintitantos volúmenes de Sigmund Freud, los incontables universos de Jorge Luis Borges y la lírica de Rubén Darío, de Alfonsina, de Rimbau, cuánta riqueza acumulada en esas páginas amarillentas que al ser abiertas despiden bocanadas de aliento ácido, olor de recluido tiempo viejo que excita las ansias de lectura.

Lo noto como sorprendido. ¿Ah, es por eso? No lo dude: las bibliotecas vivientes somos muy sensibles, casi hiperestésicas. Vemos, oímos, disfrutamos y padecemos todo lo que pasa en nuestro derredor, amamos a los lectores consecuentes y odiamos a los que nos desaíran o nos maltratan. Vemos a los vivos que nos frecuentan y también a los muertos, que son nuestros compañeros más constantes y entrañables, porque, aunque usted no lo crea, las bibliotecas recibimos más visitas de muertos que de personas vivas. Debe de ser porque los muertos sienten que aun habiendo vivido una dilatada existencia no han leído lo suficiente. ¡Y cuánta razón tienen! Si en toda una vida no se llegan a leer ni dos mil libros, y la Biblioteca Nacional de París, solamente, debe de andar ya por los cinco millones de ejemplares. Entonces esos difuntos desean llenar su eternidad leyendo obsesivamente todo lo que se ha escrito e impreso en el mundo, para lo cual tienen ahora tiempo de sobra. Y, por supuesto, nos encanta contemplar a los vivos como usted, que leen arrellanados en un cómodo sillón frente al escenario majestuoso que les ofrecemos nosotras.

¿Perdón?, no entendí su pregunta… Ah, claro, vivos y muertos no se ven entre sí, por suerte. Esos dos planos de la realidad no pueden intercomunicarse. Pero, atención, si hay un punto material, un lugar físico, en el que confluyen y llegan a rozarse esas dos existencias incompatibles, ese lugar es siempre el entorno de una biblioteca.

A nosotras nos divierte cuando un espectro y un ser vivo se encuentran sin verse frente a nuestros anaqueles. Pueden pasarse inadvertidos si se limitan a mirar los títulos de los lomos, hábito compulsivo que practican interminablemente las personas cultas, antes y después de muertas. Pero si uno de ellos toma un libro, el otro, horrorizado, ve moverse el ejemplar, pero no puede ver al que provoca el movimiento. Y no sólo eso, a veces, nuestra misteriosa gravitación abre algunas grietas en esa ley que separa lo natural de lo sobrenatural, y vivos y muertos, aún sin verse, pueden llegar a percibirse recíprocamente.

Los muertos, por su misma naturaleza, ignoran muchas de las cosas que los rodean —están siempre como adormecidos, embotados, tanto que a veces ni saben que están muertos (y es lógico que así sea: nadie soportaría la eterna incorporeidad si continuara en permanente estado atencional sobre las vicisitudes de la vida)—, y sólo se concentran en alguna actividad que no pudieron realizar o completar en vida, entre ellas leer interminablemente.

¿Cómo…? No…, no lo sé. Ninguno de mis libros explica eso. Conjeturo que solo quedan penando aquí aquellas almas que en vida fueron agnósticas, o sea, la mayoría de los intelectuales, y perdóneme esa risita que se me escapó.

Le digo que las bibliotecas privadas preferimos a los muertos, ¡los idolatramos!, porque ellos están más cerca de nosotras, se apegan con más cariño a nuestros libros y se abstraen de otras necesidades y pasiones que invariablemente ocupan la atención de los vivos, siempre tan volubles y atareados. ¡Ah, cómo nos irrita, cómo nos violenta sorprender a estos frívolos cuando, frente a nosotras, se distraen en otros placeres que no sea el derivado de nuestra belleza material o espiritual!

Además, con los muertos no estamos expuestas al más horrible de nuestros destinos posibles que es la infame desintegración; es decir, a que un buen día nuestros dueños o sus herederos nos malvendan, y que en consecuencia nuestros libros vayan a parar a mil indecorosos lugares. Preferimos el fuego de Alejandría. El miedo a padecer ese espantoso desmembramiento, triste final de tantas bibliotecas privadas, exacerba nuestro instinto autodefensivo hasta extremos inauditos.

(…) No, esa pregunta no se la voy a contestar.

Pero déjeme hablar un poco de mí. Como verá, soy una biblioteca compuesta por tres hermosos muebles instalados hace muchos años en este antiguo caserón de la calle Salguero. Me veo a mí misma en ese espejo que está detrás de usted y considero que soy atractiva como pocas. Y no lo digo por vanidad… No, no se ría; es así, de sobra sabemos las bibliotecas que todos los autores que cobijamos murieron o morirán descontentos con la obra que lograron. Si bien muchos se suicidaron —algunos por amores contrariados, como Leopoldo Lugones o Alfonsina Storni, otros por causas ignoradas, como Ernest Hemingway—, los más hubieran querido una segunda vida para aprender mejor el oficio, y aún una tercera, para escribir la gran obra que ambicionaron y que nunca, sin excepción, creyeron haber alcanzado. No, no podríamos ser vanidosas las bibliotecas sin contradecir nuestra propia esencia tejida con ilusiones, sacrificios, desencantos y fracasos. Sólo estoy proclamando sin falsa modestia lo que los humanos, sobre todo los intelectuales como usted (¿usted es creyente?, no, se lo pregunto sólo para saber si vamos a seguir viéndonos en la eternidad…), lo que los humanos, le decía, se empeñan en silenciar: que las bibliotecas somos la cosa visualmente más bella y conmovedora que puede haber en una casa, en un palacio o en una universidad.

Pero mi caso, como el de muchas bibliotecas privadas, es muy singular. Al contrario de lo que les ocurre a las bibliotecas públicas o semipúblicas, a mí me han visitado hasta ahora muy pocos lectores. En los últimos años sólo he recibido los halagos de un vivo y de un difunto, quienes en cierta ocasión se encontraron frente a mí. Sí, me divertí mucho con el episodio. Lamentablemente la experiencia les fue tan desagradable que ninguno de los dos ha vuelto a pisar esta sala donde ejerzo mi fascinación y mi poder. He pasado mucho tiempo en soledad anhelando que alguien sacuda el letargo de mis libros.

Por suerte hoy apareció usted y, para mi grata sorpresa, hizo lo que nadie había hecho jamás con una biblioteca, se paró ante mí y me habló, me habló dulcemente, me elogió, me dijo tantas cosas bellas acerca de mi inteligencia, de mi sabiduría universal, de mi maravilloso contenido, que no pude resistirme a contestarle. En una palabra, me sedujo y si he de serle sincera, aunque usted no haya ponderado mi hermosura externa, y aun en la sospecha de que me mintió un poco en sus halagos, igual me encantó entregarme a usted.

Bien, ahora le contaré lo que sé de esa historia que usted quiere escribir y habré cumplido mi parte del trato. Luego usted deberá cumplir la suya: deberá poseerme, llevarme con usted, visitarme de tanto en tanto, dedicarme algunas tardes para la lectura y, sobre todo, preservarme, con claras disposiciones testamentarias, de la temida desintegración.

 

Tercera parte


 Hechos inexplicables 

1

En el otoño de 1984 el abogado Julián Nicanor Castellani se estaba separando de su esposa. Buscó una casa por Almagro o por Palermo, que le sirviera a la vez de vivienda y de estudio jurídico. Luego de recorrer varias inmobiliarias encontró lo que buscaba. En la calle Salguero había una casona muy antigua que estaba deshabitada desde el fallecimiento de su último propietario. El inmueble había pasado a manos de un acreedor hipotecario que parecía dispuesto a venderla a cualquier precio. Julián visitó la casa y quedó encantado. En ella podría ubicar a sus tres empleados, atender a sus clientes y usar algunas habitaciones como vivienda. La edificación databa de por lo menos un siglo, pero estaba muy bien cuidada y conservada. El abogado compró la casa y habilitó de inmediato la sala, el comedor y dos habitaciones próximas a la calle como dependencias de su estudio jurídico.
 

2 

Julián Nicanor permaneció unos meses en el hotel donde se había alojado tras su separación, por lo que estaba pocas horas diarias en su nueva propiedad. Todavía no había podido revisar cuidadosamente ni la biblioteca del fondo (cuyo contenido bibliográfico, visto a la disparada, lo había deslumbrado), ni otras habitaciones equipadas con roperos, cómodas y armarios en donde había algunas prendas de vestir y distintos objetos del último habitante.

Una noche conoció a una mujer y la llevó a la casa. Fue entonces cuando notó por primera vez que entre esas viejas paredes sucedían cosas extrañas. Estaba con la ocasional amiga en el cómodo sofá de la biblioteca (como se trataba de una intelectual, la había llevado allí para impresionarla) cuando repentinamente, y en el momento más exigente del encuentro, sus espasmos fueron acompañados (o, más bien habría que decir, interrumpidos) por un sacudimiento violento y ruidoso de las puertas vidriadas de la biblioteca. Inicialmente el abogado atribuyó el episodio a algún leve movimiento estructural, habitual en las casas viejas. Pero lo que vino después superó toda conjetura posible: algo parecido a una voz sofocada exhaló como un prolongado lamento, aparentemente desde algún lugar de la sala. Alarmado y desconcertado, el abogado se vistió rápidamente, revisó la sala, miró por todos lados y luego salió al pasillo para averiguar la causa de esos hechos insólitos. ¿Había sido una voz humana, o un sonido de otra naturaleza? Sintió miedo cuando observó que había luz en la habitación contigua, aparentemente un dormitorio de servicio que aún no había podido revisar. Abrió la puerta cuidadosamente. No había nadie en el lugar, aunque lo impresionó la decoración de lo que era o había sido un dormitorio. No tenía ventanas, sólo una claraboya en el techo. Había una cama de hierro con cabecera de latón que lucía desordenada, como si alguien la hubiera estado usando, una mesa con grandes cajas encima, y un secreter abierto con muchos sellos postales desparramados, una lupa y varios catálogos de filatelia. El mobiliario se completaba con un ropero de grandes dimensiones y una mesa de luz con un velador encendido. Pero lo que le produjo un escalofrío fue la percepción de cierta presencia intangible en aquel lugar. Trató de conformarse diciéndose que tal vez alguno de sus empleados había estado curioseando por allí esa tarde, travesura que solían hacer cada vez que él se ausentaba, y por distracción dejó encendida la luz. Apagó el velador y regresó a la biblioteca donde su amiga, pálida y comprensiblemente atemorizada, ya se había vestido y permanecía de pie, impaciente por irse cuanto antes de aquella casa.


3
 

El abogado olvidó enseguida el confuso y nunca aclarado incidente. Al poco tiempo dejó el hotel, trasladó todas sus pertenencias a la casa y se instaló en uno de los dormitorios cercano a las dependencias usadas como oficinas, cuya puerta había hecho blindar por su seguridad.

Comenzó a sentir una gran fascinación por la biblioteca. Revisaba todos sus estantes y cada tanto se llevaba algún libro para leerlo en su habitación o en sus frecuentes viajes. Había encontrado una joya: Don Quijote de la Mancha en una antigua edición ilustrada de cuatro tomos. También descubrió con asombro tres libros inhallables del antropólogo y criminalista Cesar Lombroso: Genio y locura, El hombre criminal y El hombre delincuente. Y escondida detrás de la enciclopedia Espasa Calpe, como avergonzada de su desnuda rusticidad, estiraba su polvoriento bostezo una colección completa de las novelas policiales de El séptimo círculo.

 

El doctor Castellani vivió plácidamente en la casa de la calle Salguero hasta que volvieron a ocurrir cosas. Además de los ruidos nocturnos, a veces le parecía observar pálidos reflejos de luces que se encendían y se apagaban en el sector del fondo. No era un hombre supersticioso, pero comenzó a darle cierta pavura de permanecer solo por las noches en ese lugar. Hasta que se produjo un fenómeno que le quitó el aliento y lo decidió a abandonar definitivamente la casa.

Una noche, después de cenar, se encerró en la biblioteca como solía hacerlo cada tanto. Repasó con deleite los títulos de los atractivos lomos y se detuvo en uno que halagó su espíritu cultivado. Se trataba de La divina comedia de Dante Alighieri, traducida en verso por Bartolomé Mitre. Abrió la puerta vidriada y tomó amorosamente el volumen editado por Sopena en 1938 (originariamente en rústica pero luego bellamente encuadernado en cuero por algún artesano) y comenzó a hojearlo con delectación. Actor aficionado en sus tiempos de estudiante, no resistió la tentación de leer en voz alta los primeros tercetos: “En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura / en que la recta vida era perdida”.

Buena voz la del abogado, impostada con arreglo al arte y a las leyes de la fonación. Vibraban con sonoridad las palabras dantescas en el profundo silencio de la casa cuando al abogado le pareció oír como un levísimo roce sobre la puerta de la biblioteca. Estaba parado detrás del escritorio con el libro abierto entre sus manos. Quedó inmóvil, expectante. De pronto, con un estruendo que pareció una explosión en medio de aquel silencio, la puerta de la sala se abrió violentamente y rebotó contra una pared lateral. Del sobresalto dejó caer el libro sobre el escritorio. Una oleada de adrenalina repartió alfilerazos por todo su cuerpo. Paralizado por la impresión, permaneció con la vista fija en el vano de la puerta esperando ver al causante de aquella brusquedad. No apareció nadie, pero era evidente que esa puerta había sido abierta por alguien. Debió hacer un esfuerzo para superar el miedo que lo inmovilizaba. Con el sudor frío corriéndole por la espalda, salió de la biblioteca, cerró la puerta y caminó aceleradamente por el largo pasillo hasta llegar a su dormitorio. Cerró con llave la puerta blindada y se dejó caer sobre la cama, pálido y agitado.

A la mañana siguiente, con el malhumor y las ojeras resultantes de una noche de insomnio, fue directamente a la oficina de la persona que le había vendido la casa. El prestamista, muy nervioso, le salió con evasivas, pero ante la insistencia del doctor Castellani y sus severas advertencias de que le iniciaría una demanda por haber procedido de mala fe, terminó por admitir que se había desprendido de la casa porque estaba embrujada, o poseída por algún espíritu maligno.

Cuando el abogado le pidió precisiones sobre el propietario anterior, le contó que se trataba de un profesor jubilado, viudo, de unos 75 años a quien él mismo le había hecho un préstamo hipotecario porque el señor pensaba hacer un largo viaje por Europa y Oriente, y que unos días después de haber llevado el dinero a su casa fue asaltado por uno o varios sujetos que lo balearon a mansalva. También golpearon a una mujer que le hacía la limpieza, una tal Etelvina. La mujer murió desnucada en el acto, mientras que el viejo había fallecido en el Hospital Italiano luego de varias semanas de agonía.

Epílogo

 Carta de un homicida a su hijo

La carta que se transcribe a continuación fue hallada por el doctor Castellani al revisar el expediente judicial (para entonces ya cerrado y archivado) de los crímenes perpetrados en 1979 en la que luego fue su casa de la calle Salguero. La carta había sido interceptada por el servicio penitenciario y remitida a la Justicia. (La transcripción es literal; sólo se corrigió la puntuación para facilitar su lectura)

“Querido Beto: Cuando leas esta carta estaré muerto. Encontré la forma de amasijarme en esta leonera de máxima seguridad para criminales dementes. Mi decisión tiene que ver con el último trabajo que hicimos con mi compadre el difunto Serapio Leiva, que en paz descanse.

“Habíamos planeado asaltar a un viejo que vivía solo en una casa de la calle Salguero y que, según nos buchoneó un gomía de la doméstica, iba a llevar un toco grosso por la hipoteca de su propiedad.

“Fuimos a media mañana, tocamos el timbre y se asomó la sierva, la misma que había batido la posta. Fue sencillo empujar la puerta y meternos en la casa. El carcamán estaba leyendo el diario en el vestíbulo; lo encañonamos y le exigimos la guita de la hipoteca. Nos suplicó que no les hiciéramos nada, que nos iba a entregar el dinero. Me llevó hasta la biblioteca que está en el fondo de la casa. Serapio se quedó en el vestíbulo vigilando a la puloy. Entramos en una sala grande con impresionantes bibliotecas en las paredes, de esas que se ven en las películas, que llegan hasta el techo y tienen una escalera con rueditas para alcanzar los estantes de arriba. Me entregó una llave y me dijo que el dinero estaba detrás de unos libracos marrones y gordos como diccionarios, en uno de los estantes más altos. Le ordené que se quedara ahí nomás donde estaba. Ni se te ocurra moverte porque sos boleta, le advertí. Corrí la escalera, trepé como seis escalones, abrí la puerta y busqué al tanteo detrás de la hilera que me señaló el punto. Metí la mano izquierda detrás de los libros (con la derecha sostenía el fierro, para que te ubiques) y toqué los bultos de varios fajos de billetes. Saqué el primero y me enloquecí: eran verdes de cien. Y había mucho más en el escondite. La codicia y los nervios me trastornaron, comencé a sudar y a temblar.

“Lo que sucedió luego no tiene explicación ni la tendrá nunca para mí. Estaba manoteando nervioso los pacos que faltaban cuando oigo como un chamuyo en el interior de la biblioteca. ¡Sí, adentro, entre los libros, la puta que lo parió! Parecían palabras confusas, como de alguien que trata de hablar pero se le cierra el gañote. Cagado y confundido me quedé musarela unos segundos, acerqué la oreja al interior de la biblioteca para escuchar mejor, y entonces sí pude oír clarito una voz ronca de mina cabaretera que me dijo: «Cuidado, nabo, el viejo te está por matar».  ¡Me había olvidado del jovie! Sobresaltado al oír esa prevención, ni lo pensé, me volví como una luz y disparé dos veces sobre el pobre cristo que estaba en el mismo lugar, inmóvil y asustado.

“Embagayé toda la guita que encontré y rajé del lugar como piojo del querosén. Cuando Serapio supo que había matado al cusifai decidió liquidar también a la mina, para que la yuta no fuera a atar cabos. Y ahí nomás le rompió el cogote de un biabazo, para no gastar balas, dijo.

“Cuando al día siguiente nos encontramos en el aguantadero de la villa Delfina para repartirnos la mosca, el muy gonca del Serapio me recriminó y me insultó a lo pavo: ¡Qué necesidad tenías de matar al viejo, tarado, hijo de una gran…! ¡Doble homicidio al pedo! ¿No tenemos códigos? ¡Nunca matamos sin necesidad! Hablaba como un descosido, ¡cómo me cafeteó el cabrón!, que la gorra iba a rastrearnos, y que esto y lo otro y lo de más allá… ¿Por qué lo hiciste, retardado comemierda?

“No tuve ganas de explicarle nada. ¿Para qué, Beto?, si yo mismo no tenía la más puta idea de lo que me había pasado en esa maldita biblioteca. Comencé a tartamudear como rastrojera ahogada mientras el Serapio me seguía bardeando. Creo que yo ya estaba colino. Si no, ¿por qué agarraría esa faca y lo mataría al Serapio con treinta puntazos? ¿Por qué, pregunto yo? Y después de cocerlo, ¿por qué lo descuartizaría y desparramaría sus pedazos por el piso, la cama y afuera de la casilla, hablando solari y a la vista de los vecinos?

“Al final se había preocupado al cuete el Serapio. Si los covani nunca supieron que fuimos nosotros los asesinos del viejo y de su sirvienta. A mí me encanutaron por haberlo espichado al Serapio. Me hicieron una pericia pisiquiátrica que le dicen y me declararon inimpetrable o inimpunable, algo así, qué sé yo. Dicho en crioyo, estoy colibriyo, tengo todas las baldosas flojas, y por eso me recluyeron en esta galera por el resto de mis días.

“Pero vos te preguntarás por qué voy a matarme. No es por la gayola, estoy acostumbrado a estar guardado. ¿Acaso no estaba preso cuando naciste vos, y también cuando ya grandecito tuviste aquel accidente? Más jodido que eso… No, soy lechuza cascoteada, creo que eso podría aguantarlo. Lo que no soporto, Beto, eso sí que no, y quiero librarme de ese tormento, es oír permanentemente en mi cabeza aquella horrible voz rasposa, de puta vieja, que me embalurdó cuando todo estaba saliendo bien. No sé de dónde vino, la escuché entre los libros, y me chamuyaba a mí, como si… ¡la propia biblioteca me hubiese usado para cometer ese crimen inútil!”.

 

Nota del autor: Esta historia me la contó un extravagante personaje que se decía poeta y escritor de novelas policiales a quien conocí en la editorial cuando intentaba publicar el único libro que había logrado terminar. Me atrajo fuertemente su personalidad de intelectual excéntrico y desamparado. Esa noche fuimos juntos a cenar. Se tomó varias botellas de vino y habló sin parar, como si se desahogara de una larga abstinencia verbal impuesta, imagino yo, por su familia, sus vecinos, la sociedad toda, que le escapa a este tipo de habladores neuróticos y monocordes. Ya borracho, me dijo que la casa de la calle Salguero había sido demolida en 1986 y que él le compró la biblioteca al doctor Castellani. Los libros y los muebles habían sido cuidadosamente trasladados a los suburbios de la ciudad de Mendoza e instalados en un enorme sótano de su casa (que había sido en otros tiempos una bodega artesanal) que le servía al poeta de estudio y refugio personal.

Esa noche lo llevé en taxi a su modesto hotel de la Avenida de Mayo y nunca lo volví a ver, aunque le hablé varias veces por teléfono desde Mar del Plata. Su tema era siempre el mismo, y, sinceramente, yo no quería que me hablara de otra cosa. Es que me fascinaba su delirio, y necesitaba escuchar los sucesos desconocidos que incorporaba en cada nueva comunicación. Siempre excitado y verboso me habló hasta de una sociedad secreta de bibliotecarios demiurgos; de que había identificado finalmente los libros (“títulos inconcebibles”, los calificó sin otra aclaración) que, reunidos, daban vida a la biblioteca, y que con sólo quitarle uno de esos ejemplares su existencia comenzaba a extinguirse. En la última conversación telefónica lo noté apagado y mentalmente declinante. Me confió, bajando el tono de voz, que la biblioteca había dejado de hablarle, aunque él lo seguía haciendo, permanentemente, porque sabía que ella era el único ser (aparte de mí, me aclaró agradecido) que lo escuchaba con interés. A veces le parecía ver el movimiento de algún libro, otras entreveían un amoroso guiño en el reflejo de alguno de sus vidrios.  Puso un gran espejo frente a ella para que se mire todo el tiempo, porque sabía que eso era lo que la hacía más feliz. “Ya casi no salgo de este sótano —me confió con tono de resignación— estoy siempre con ella, leyendo o escribiendo borradores mientras ambos escuchamos música de Chopin. Cuando me canso, dormito en el sillón de lectura; es entonces cuando percibo sus caricias, y a veces también su aliento”.

Este personaje, cuya identidad no revelaré por pedido de su familia, fue hallado muerto en su sillón de lectura. Había bebido whisky hasta reventar. Viajé a Mendoza a título de “amigo” y con el pretexto de darle el pésame a su familia. Tal como era de suponer, su viuda y sus dos hijas no habían tenido una buena relación con el finado (“Vivía en su mundo, no entendía lo cotidiano ni soportaba las exigencias de la vida real”). Sus últimos meses los pasó encerrado en el sótano desintegrándose lentamente. Me di cuenta de que la mujer odiaba a la biblioteca y quería sacársela de encima. (“Mamotreto; ocupa mucho lugar; ¿quién tiene tiempo para leer?”) Pensé: ¿no será esta mujer tan imprudente de querer vendérsela a una librería de viejo?

Se la compré y me la traje a Mar del Plata.

© Enrique Arenz 2006.
Prohibida su reproducción por cualquier medio.





 





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