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Cincuenta minutos para morir

Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

 

Cuando Heriberto Zamora llegó a la ciudad tailandesa de Ranong lo primero que hizo fue buscar un empleo. Alguien le dijo que en el Dispensario del Suero Antiofídico necesitaban un «ponzoñero», raro oficio que consistía en quitarles el veneno a las cobras para elaborar el antídoto contra la mortal mordedura de esos reptiles.

Gracias a una discreta recomendación del cónsul argentino en Bangkok, de quien Heriberto supo hacerse amigo en tan sólo dos noches de juerga tanguera (y también porque no era fácil conseguir candidatos locales para ese riesgoso trabajo), logró que lo tomaran a prueba. No tardó en aclimatarse a las costumbres locales y en aprender, con pasable fluidez, el idioma monosilábico siamés.

El trabajo era de lo más singular. Todos los días debía manipular a los reptiles cautivos y obligarlos a expulsar su peligrosa ponzoña. Al principio la tarea le resultó complicada, pero con el tiempo fue adquiriendo buena práctica. Había que tomar fuertemente la cabeza de la cobra y hacerla morder un plato metálico sobre el cual el reptil derramaba finos chorritos de veneno que era inmediatamente enviado al laboratorio.

Durante los primeros días había sentido miedo. Se trabajaba con una rara especie de cobra que hacía estragos en las minas de estaño, más peligrosa que la naja tripudians (serpiente de anteojos, común en toda Asia) y diez veces más mortífera que la temible naja haje de Egipto.Le habían explicado que la mordedura de esa especie provoca la muerte segura a los cincuenta minutos de producida. Había escasos treinta minutos para la aplicación del suero. Superado este tiempo límite, se iniciaba la necrosis de los tejidos próximos a la mordedura con intensos dolores. Una súbita parálisis, acompañada de convulsiones y dificultades respiratorias, se apoderaba progresivamente de la víctima. Durante su aprendizaje había visto con frecuencia a personas que morían por haber llegado demasiado tarde al dispensario. El espectáculo era impresionante: yacían paralizadas con sus cuerpos brincando por los violentos espasmos que despedazaban todos sus órganos internos mientras iban muriendo por asfixia lenta. No había en ellos otro vestigio de vida consciente que la expresividad de sus miradas suplicantes, mirada que hasta los médicos eludían, tal era el horror que reflejaban. Nada se podía hacer por esos infortunados, salvo apresurar piadosamente su inevitable final.

Pero pronto se acostumbró a todo aquello y el peligroso trabajo se le hizo sencillo y rutinario como cualquier otro. La vida en el dispensario era grata. Se trabajaba con comodidad y sobraba el tiempo para conversar y tomar té. Heriberto pasaba horas entreteniendo a sus compañeros con imaginarios relatos de la Argentina. Era un muchacho tan sociable y entrador que había seducido a todos: médicos, laboratoristas y personal de servicio quienes se habían hecho amigos de Heriberto y festejaban animadamente cada una de sus ocurrencias.

Sus obligaciones no le impidieron mantener en alto su consolidado ego de amante latino: sin contar un par de aventuras circunstanciales, se había dejado conquistar por la doctora Shuan Ty Wong, una médica epidemióloga, divorciada, bastante mayor que él (Heriberto tenía veinticinco años), con quien mantenía una discreta y muy placentera relación sentimental.

 

2

Una tarde, ya sobre el final de la jornada, el grupo del serpentario festejaba alegremente una de las tantas chacotas de Heriberto cuando inesperadamente una cobra se zafó de su mano y lo mordió levemente debajo de la uña del dedo pulgar. Más que asustado se sintió sorprendido: no podía creer lo que le había sucedido. Nadie notó el movimiento brusco que tuvo que hacer para sujetar a la odiosa serpiente.

«Bueno, bueno, Heriberto —se dijo—, esto era lo único que te faltaba. Y te pasa por no concentrarte en tu trabajo. Menos mal que estoy en el dispensario, me hago dar en seguida una inyección de suero y aquí no ha pasado nada»



Acaso con el propósito de no alarmar innecesariamente a sus compañeros, no se apresuró en comunicar la novedad, total, tenía treinta minutos. Dejó a la cobra en su receptáculo y se lavó prolijamente las manos en el piletón. Los operarios seguían bromeando. Como faltaban diez minutos para las ocho, todos se sentían muy felices y algunos ya se preparaban para retirarse. Heriberto, no obstante hallarse algo preocupado por lo que le había ocurrido, participó de la algazara general mientras se secaba las manos. Luego trató de observar la mordedura. No pudo ver nada. Estaba justo debajo de la uña, y de no ser por el leve ardor que comenzaba a sentir en el dedo, habría creído que la mordedura no llegó a perforarle la piel.

Algunos se fueron y el bullicio decayó rápidamente. Ya eran las ocho.

—Chicos —dijo Heriberto—, necesito el suero, me mordió una cobra.

Un raro clima de nerviosidad se deslizó por el lugar. El ordenanza detuvo el cansado movimiento del escobillón, dos enfermeros quedaron inmóviles con sus guardapolvos a medio sacar, y varios empleados que ya se aprestaban a salir lo miraron entre incrédulos e importunados. Desde todos los ángulos, inexpresivos ojos oblicuos lo observaban fijamente en medio del repentino silencio. Esta situación duró apenas unos segundos, el tiempo justo en que Heriberto pudo mantener la seriedad de su semblante luchando contra esa estúpida sonrisa nerviosa que empujaba desde dentro y que fatalmente se dibujó en sus labios chacoteros. Instantáneamente se rompió el hechizo y al reanudarse el bochinche comprendió Heriberto que nadie lo había tomado en serio. Algunos le dieron la espalda y otros le tomaron el pelo amistosamente. «¿Así que te mordió una cobra, eh? —bromeó uno de sus compañeros—: Qué destino el del pobre bicho, seguro que esta noche se muere de alguna peste sudamericana» . «¡Llamen al veterinario —gritó otro—, que le den el suero antigaucho!».

La animación con que fueron festejadas estas ocurrencias se diluyó inmediatamente por lo avanzado de la hora. Los más rezagados se preparaban apresuradamente para irse. Heriberto, lejos de sentirse contrariado, disfrutó de la encantadora simpatía de aquellos buenos amigos. «Que macanudos son todos —pensó—, jamás conocí gente igual». Comenzaba a dolerle intensamente toda la mano izquierda.

—A ver, a ver… —dijo con fingida seriedad el doctor Jan Eink simulando examinar la cobra de Heriberto a través del vidrio—; sí, no hay duda, le está dando como… ¡fatiga! ¡Tiene la grave enfermedad del gaucho de las pampas!

La humorada hizo reír de buena gana a Heriberto. Lo divertía todo aquello, pues había sido él quien les enseñara a jaranear y a tomar la vida con sentido del humor. Recién ahora se daba cuenta de cómo había llegado a influir sobre los hábitos de aquellas personas en tan corta convivencia. Pensó orgulloso que quienes habían contraído de él ese «mal gauchesco» eran ellos, «esos taciturnos tintoreros», y no la cobra.

—Bien, compañeros, basta de joda, fui mordido de verdad por esa cobra. Fue una mordedura leve, justo debajo de la uña, pero el veneno se introdujo de todas maneras y necesito el suero…

Algunos lo miraron con escepticismo, en tanto que los más, extrañamente indiferentes y absortos en sus preparativos, ni siquiera volvieron a prestarle atención.

—Vamos Heriberto —lo reprendió amablemente el doctor Jan Eink—, es tarde para seguir bromeando; además, desde aquella vez en que nos hiciste creer que había una cobra en el inodoro de las mujeres te conocemos y sabemos que serías capaz de cualquier cosa con tal de tomarnos el pelo —miró el reloj—. ¡Las ocho y cinco! ¡Vamos que se nos va el ómnibus!

Jan Eink se retiró apresuradamente y tras él lo hicieron algunos de sus compañeros. Otros cerraban de prisa cajones y armarios. Heriberto sonrió con tolerancia y movió resignadamente la cabeza: «¿Será posible que estos testarudos no me crean?»

—¡Escuchen, tarados, hablo en serio, necesito el suero o moriré dentro de veinte minutos!

Nuevamente lo traicionó esa sonrisa del demonio.

—Lo que pasa es que al argentino lo lleva su novia, por eso no tiene apuro —murmuró por lo bajo Wang To, el ordenanza del primer turno—. Hasta mañana, Heriberto.

—Ha… hasta mañana… —contestó quedamente Heriberto comenzando a sentir una gran soledad.

En eso lo sorprendió el contacto de dos suaves manos que tomaban tiernamente la suya. La doctora Shuan besó cariñosamente su pulgar y lo examinó cuidadosamente. Heriberto experimentó un súbito alivio. ¡Sabía que alguien lo tomaría en serio!

—Fue aquí, debajo de la uña —se apresuró a indicar muy excitado—, la mano me duele una barbari…

—Heriberto —lo interrumpió su amiga—, tu dedo no tiene nada, no deberías bromear con estas cosas; por un momento llegaste a asustarme.

—Pero…

Sin darle tiempo a reaccionar, la doctora Shuan apretó la mano de Heriberto contra su pecho y lo miró hondamente a los ojos.

—Quiero que me esperes en la guardia —le susurró tiernamente—, pasaré a buscarte no bien termine un informe; esta noche estoy sola, quiero que me acompañes a casa.

Lo besó furtivamente en los labios y abandonó presurosamente la sala. Heriberto, algo perplejo por tan imprevista actitud pero a la vez envuelto en la sugestión de aquella encantadora mujer, se la quedó contemplando hasta que su menuda y bien formada figura desapareció tras la puerta vaivén que comunicaba el serpentario con la galería principal. Por un instante se olvidó de la mordedura y pensó en aquella mujer. Recordó la cálida noche en que ella lo había invitado a caminar por las playas, sobre cuyas arenas todavía calientes la hizo suya por primera vez. Le agradaba la idea de verla esa noche, tal vez irían al cine y luego al departamento de ella, donde le prepararía la cena y lo atendería como sólo las mujeres orientales saben hacerlo. «Bien —se dijo—, eso lo veremos después, ahora tengo que resolver mi problema».

Heriberto miró el reloj, calculó que habían pasado veinte minutos desde la mordedura, ¡le quedaban solamente diez! «Bueno, estos tontos no me creen, y ya se han ido casi todos. ¿A qué preocuparme?, voy directamente al botiquín de la salita, donde siempre hay una jeringa preparada y me inyecto yo mismo el suero. ¿Acaso no me instruyeron para esta emergencia? ¡La mierda, como duele!»


3

Se dirigía Heriberto resueltamente hacia la sala de emergencias cuando lo interceptó el jefe del servicio:

—Heriberto, por favor, no se vaya que necesito preguntarle algo.

Lo tomó amigablemente por un brazo y trató de conducirlo hacia su oficina. Heriberto estuvo a punto de decirle lo que le estaba sucediendo, pero el jefe hablaba continuamente y no le dio oportunidad. Buena persona el jefe, pensó, lástima que siempre monologaba y no escuchaba lo que tenían que decir los demás.

Cuando el jefe hizo una brevísima pausa para respirar, Heriberto intentó, prestamente, hablarle de la mordedura, pero ya aquél había reanudado su monótona alocución. Hablaba de cosas del trabajo, como siempre, como si el mundo se terminara detrás de aquellas azulejadas paredes. Heriberto le decía que sí con exagerados movimientos de cabeza cual si entendiera lo que oía y con intención de apresurar la inoportuna charla. «Ahora lo interrumpo y le cuento lo que me sucedió; va a correr en mi ayuda». Pero todo era inútil, el jefe no dejaba de parlotear y Heriberto no se atrevía a interrumpirlo. Nerviosamente pero con mucho disimulo, porque no era cuestión de pasar por mal educado, atisbó su reloj pulsera y, sobresaltado por la hora, decidió que era mejor actuar por su propia cuenta ahorrando explicaciones que agravarían la situación. Tímidamente interrumpió a su jefe:

—E… espere, doctor, tengo que ir…

—No, no; es sólo un minuto Heriberto, ¡caramba!, aún no terminé de explicarle el plan que iniciamos mañana. Venga, mejor vamos a mi oficina.

—Es que…

—Ah, y no se preocupe por la hora, después lo llevo a su hotel. Si a esa pocilga se la puede llamar hotel; tiene que cambiar de alojamiento, Heriberto… ya le dije que yo puedo ayudarlo…

El jefe lo arrastró unos pasos. Desesperado, Heriberto le dijo:

—Doctor… tengo que inocularme el suero, me mordió…

—Venga conmigo, Heriberto, de paso nos tomamos un whisky. ¿Cómo andan sus cosas, bien?, me alegro, un dia de estos vamos a charlar tranquilos.

Al principio Heriberto se resistió respetuosamente, pero viendo que su jefe no cesaba de hablar y de arrastrarlo hacia su despacho, se desprendió bruscamente de él.

—¡Por favor, doctor, no me haga perder más tiempo! —gritó en castellano pues su excitación no le permitía coordinar las complejas sílabas de la lengua tai.

El jefe, con visible fastidio, lo miró correr hacia el otro extremo del serpentario. Se encogió de hombros y se metió en su despacho.

Heriberto abrió con violencia la puerta vaivén de la sala de emergencias, le quedaban cuatro minutos, «¡Dios mío, cómo pudo pasarme esto!», un sudor helado corrió por su espalda, las sienes le latían como si sus arterias fueran a estallar, Llegó precipitadamente al botiquín, intentó abrirlo pero descubrió con horror que estaba cerrado con llave, probó desordenadamente con algunas llaves que tenía consigo: nada. ¡El cortaplumas! Hizo palanca pero la hoja se partió ruidosamente. Desesperado, volvió a la sala del serpentario, miró con angustia las sillas vacías y los guardapolvos colgados en los percheros, solamente quedaban dos empleados rezagados que ya se iban, les gritó:

—¡El botiquín! ¡Quién tiene las llaves del botiquín!

Los dos operarios lo miraron con desgano; no había peor cosa que un imprevisto los demorara al momento de irse.

—Se robaban las aspirinas…—explicó uno.

—¡Pero dónde están las llaves! —gritó Heriberto con voz ahogada.

—Las tiene Teng —le informaron esquivos—, pero ya se fue.

A Heriberto le pareció absurdo que aquellos buenos amigos suyos no advirtieran su conmoción. Vio como en sueños a las dos figuras abandonando el lugar. Todo quedó en absoluto silencio, sintió que su cuerpo se entumecía repentinamente, a punto de perder el equilibrio se dejó caer en un sillón próximo, miró el gran reloj de la sala y vio que el tiempo se había agotado, aterrorizado, quiso gritar pero ningún sonido salió de su garganta, la parálisis había comenzado. Se asió a una última esperanza: tal vez pasaría por allí el médico de guardia (¡siempre lo hacía a esa hora!). Recordó que en algunos casos de mordeduras leves el tiempo para iniciar el tratamiento se puede prolongar algunos minutos. Debió hacer un esfuerzo con los músculos ya rígidos de sus ojos para volver a mirar el reloj: le quedaban diez o quince minutos de vida. Desde su retrato colgado debajo del reloj el rey de Tailandia, Bhumibol Adulyadej lo miraba serio y desdeñoso. La visión algo turbia y la sensación de incipientes contracciones en la zona abdominal le permitieron conjeturar que si el médico de guardia no llegaba en uno o dos minutos, su muerte, tras una horrible agonía, sería inexorable.

La puerta de la sala se abrió. Instintivamente quiso incorporarse pero estaba como clavado al sillón, «¡El doctor Lon Tieu, gracias a Dios!», el médico entró en la sala, Heriberto habría jurado que lo vio, que venía mirándolo desde lejos, pero pasó junto al sillón sin detenerse, aparentemente sin advertir su presencia; o como sí, habiéndolo visto allí reclinado e inmóvil, hubiera pensado que Heriberto estaba simplemente descansando. Impotente, oyó los pasos del médico que se alejaban y perdió el conocimiento.


4

Atroces dolores lo despertaron súbitamente. Estaba acostado y le habían colocado un respirador. Su cuerpo se sacudía en terribles contracciones que lo hacían saltar en la cama: era como si veinte puños lo golpearan simultáneamente cada segundo en el pecho, en el hígado, en los riñones, en el estómago. Sin poder gritar ni moverse, sentía que sus entrañas se desintegraban. Varias personas vestidas de blanco se movían agitadamente a su alrededor. No podía distinguirlas porque ninguna de ellas lo miraba a los ojos. Una de esas personas llenaba nerviosamente una jeringa hipodérmica. «¡El suero, por fin…!»

Heriberto no estaba en condiciones de pensar y menos de sobresaltarse, además en ese estado no podía estar seguro de nada, pero le había parecido entrever una llamativa etiqueta roja en el envase. Y él recordaba muy bien que el suero no lleva etiqueta roja. Lo inyectaron. Sintió de inmediato un sorprendente alivio. Cesaron los espasmos y los terribles dolores. Le retiraron el respirador; ahora todos lo miraban a los ojos. Ella estaba allí, y lloraba. Heriberto se sintió feliz, inmensamente feliz, mientras los sonidos se atenuaban y las luces del techo se iban apagando poco a poco.

 

© Enrique Arenz 2000.
Prohibida su reproducción en Internet sin la expresa autorización del autor.
enriquearenz@gmail.com.ar





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